Tras bastidores, Washington y Teherán esquivan una guerra
LTÚNEZ os paralelismos entre la situación actual de tensión entre Washington y Teherán, y la que precedió a la invasión de Irak en 2003, son fáciles de trazar: un presidente norteamericano bravucón hace sonar los tambores de guerra contra un país de Medio Oriente con ingentes reservas de petróleo después de años de hostilidad mutua. De hecho, según una reciente encuesta, prácticamente la mitad de los estadounidenses consideran “probable” una guerra contra Irán en los próximos años.
Sin embargo, existen también notables diferencias entre ambos contextos. Irán no es un país débil y aislado en la escena internacional, como lo era el Irak de Saddam Hussein en 2003. En caso de estallar una guerra, probablemente, Donald Trump no contaría con el apoyo de ningún país europeo, mientras que George W. Bush sí tuvo a su lado a Gran Bretaña, España y Polonia. Además, sin un trauma reciente como el que representó el 11-S, y con los demócratas habiendo aprendido la lección de sus errores respecto
de Irak, no parece que Trump pueda dar por hecho un apoyo interno mayoritario.
Ahora bien, quizás el principal argumento para dudar de una guerra inminente es que ninguno de los líderes de ambos países, tanto Trump como el ayatollah Ali Khamenei, están interesados en una conflagración bélica de consecuencias imprevisibles. En el caso de Trump, porque la invasión de un país el triple de extenso que Irak y con una geografía rugosa se podría convertir en una auténtica pesadilla. Para Khamenei, porque una guerra podría debilitar un régimen que se sabe impopular entre amplias capas de la sociedad iraní.
No obstante, tampoco se puede descartar un conflicto bélico provocado por un error de cálculo en un escenario de escalada de provocaciones, sobre todo ahora que no parece haber ningún canal de comunicación abierto entre Washington y Teherán, y que el envío de refuerzos militares estadounidenses al Golfo Pérsico aumentó el volumen de tropas hostiles emplazadas a una corta distancia (ver aparte). Tampoco ayuda a alejar el fantasma de una nueva guerra en la región el hecho de que en ambos bandos haya halcones favorables a tentar la suerte en posiciones de poder, como el secretario de Estado, Mike Pompeo, o el consejero de Seguridad Nacional de Trump, John Bolton.
En la cuestión iraní, el inefable Trump parece querer aplicar una vez más su peculiar estrategia negociadora, propia del mundo de los negocios y explicada en su libro The art of deal. Es decir, proyectar una imagen amenazadora e inflexible con el objetivo de rebajar las expectativas del adversario, para luego sentarse a la mesa de diálogo en una mejor posición negociadora. Esa es la estrategia que empleó tanto en Corea del Norte como en la renegociación del Nafta, el acuerdo de Libre Comercio con México y Canadá.
Ante el régimen iraní, la escenificación de Trump difícilmente llegará a buen puerto. En primer lugar, porque el Estado iraní es el heredero de una civilización con más de 5000 años de historia, conocida por su sofisticada diplomacia, y no se dejará impresionar por sus trucos. En segundo lugar, porque la confianza hacia Trump por parte de los líderes iraníes es nula. No en vano fue él quien rompió el acuerdo nuclear con Irán a pesar de que, según los otros signatarios del pacto, Teherán estaba cumpliendo escrupulosamente los términos del mismo. En aquella controvertida decisión, que solo respaldó el sector más radical del Partido Republicano, se halla la raíz de la actual confrontación.
Un año después no está claro si hubo otras razones que impulsaran a Trump a romper el acuerdo nuclear más allá de su voluntad de complacer a Israel y Arabia Saudita o de su inquina hacia el principal legado en política exterior de su predecesor. El pacto fue fruto de años de intensas negociaciones y de importantes concesiones de todas las partes, incluido Irán, que aceptó estrictas limitaciones a su programa nuclear. De hecho, los halcones del régimen de los ayatollahs nunca llegaron a aprobar esta apuesta del presidente Hassan Rohani, representante del ala más pragmática.
Las principales quejas de la administración Trump hacían referencia a asuntos que no estaban en el acuerdo, como el desarrollo del programa de misiles balísticos iraní o su injerencia en otros países de la región, que Washington define como “apoyo al terrorismo”. Si ya fue complicado forzar a Teherán a limitar su plan nuclear, creer que aceptará nuevas restricciones a su soberanía en otros ámbitos resulta ilusorio.
Así, pues, a lo máximo que podría aspirar Trump es a un nuevo pacto nuclear con un contenido parecido, pero con otro envoltorio, que luego él vendería como un éxito histórico. Exactamente lo mismo que hizo con el Nafta. Mucho más probable es que Irán deje simplemente pasar el tiempo con la esperanza de que en 2020 los demócratas recuperen la Casa Blanca.