LA NACION

Un ascenso que perdió la magia de ser una aventura

- Tommy Heinrich

opinión

En 1995 fuimos tan solo cinco personas las que alcanzamos la cumbre del monte Everest por la ruta South Eastern Ridge, desde Nepal. Fue el ascenso número 600 en la historia que comenzó en 1921. Durante las semanas y días pasados, esta ruta fue testigo de centenares de personas que formaron fila y esperaron por horas para alcanzar el punto más alto del majestuoso monte.

Hasta 1996, el gobierno de Nepal otorgaba hasta tres permisos para poder ascender al Everest y otros montes de ese país. A su vez, se limitaba a 10 personas el número de integrante­s por permiso. Era entonces también muy reciente y novedoso el ascenso guiado que comenzó en 1988, cuando Dick Bass de los Estados Unidos contrató al veterano David Breashiers para que le asistiera en su proyecto de ascender a la cima del monte más alto del mundo, el llamado “Siete cumbres”, entre los que también se encuentra el Aconcagua. Fue justamente en 1996 que estalló la publicidad del ascenso guiado cuando –al ascender al ritmo del más lento se congestion­ara la ruta de ascenso– 12 personas murieron en pocas horas.

Desde entonces ha sido exponencia­lmente creciente el número de personas que quieren ascender al monte, y hoy es relativame­nte mayor el número de personas que carecen de la experienci­a necesaria y de la preparació­n física para poder alcanzar la cumbre y regresar al campo base de forma segura, tanto clientes, porteadore­s como guías.

Regresé al Everest en 1998 y

1999, pero decidí ya no volver luego de vivir un embotellam­iento a

8800 metros de altura, inmerso en una fila de 57 personas, todas aferradas a la misma cuerda que se había fijado a una estaca de aluminio en el hielo. En ese momento sentí que el mayor peligro lo representa­ba la multitud –mucho más allá del riesgo que implica escalar montañas– y el no poder salir de esa hilera que crece año a año, década tras década.

La temporada de ascenso al Everest se extiende desde finales de marzo hasta finales de mayo, período durante el que es necesario ascender y descender la montaña para que el cuerpo se adapte fisiológic­amente a la falta de oxígeno, pero el acecho a la cumbre se limita a unos pocos días, que están condiciona­dos por el buen clima. Cuando la posibilida­d de alcanzar la cumbre se estrecha, se genera la llamada “fiebre de cumbre”, en la que cuando un grupo decide realizar el ascenso final, suele sumarse otro, y en su afán por no perder la oportunida­d se agregan más y más personas. Así se genera una gran congestión a pocos metros de la cumbre.

Lo que hace 25 años era considerad­o difícil ya dejó de serlo, por el confort que brindan las expedicion­es comerciale­s, los sherpas que fijan cuerdas a lo largo de toda la ruta antes de que suban los clientes, cargando prácticame­nte todo su equipamien­to, para facilitar el ascenso y asegurar el descenso.

En 2018, hubo 802 ascensos hasta la cumbre, y el Himalayan Database reporta hasta diciembre 9159 cumbres alcanzadas por 5294 personas, de ellas 536 son mujeres, con 1211 personas –mayormente sherpas– con múltiples ascensos y 295 muertes. Es muy factible que estas cifras sigan aumentando año a año, ya que el Everest sigue siendo majestuoso y atrae gente por ser, después de todo, la montaña más alta del mundo.

Sin embargo, ascender hasta su cumbre es hoy una experienci­a que perdió la magia de ser una aventura.

El autor es el primer argentino en alcanzar la cumbre del Everest y es fotógrafo de National Geographic

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