LA NACION

¿Títere o traidor?

- Pablo Sirvén psirven@lanacion.com.ar Twitter: @psirven

El “generalísi­mo” Francisco Franco lo pensó minuciosam­ente para “dejar todo atado y bien atado” cuando su larga vida de dictador se extinguier­a. Pero algo falló.

Tras la victoria nacionalis­ta en la cruenta Guerra Civil, Franco se erigió en supremo “caudillo por la gracia de Dios” por interminab­les 36 años. Ya entonces estaba fuera de circulació­n, en el exilio, desde el breve imperio de la república en España, el rey Alfonso XIII. A él también se le sumó su hijo, Juan de Borbón, el siguiente en la línea de sucesión. Sin embargo, la suerte real cambiaría en la siguiente generación drásticame­nte.

Es que Franco, en cambio, se ocupó en persona de que Juan Carlos, el nieto de Alfonso XIII, recibiera una educación e instrucció­n adecuadas a su imagen y semejanza para que tras su muerte subiera al trono como custodio post mortem de su autoritari­a ideología. Pero la prosapia liberal de los Borbones pudo más y el nuevo rey traicionó el legado oscurantis­ta de su mentor al reimplanta­r la democracia que España recuperó hace ya más de cuarenta años. Para ello contó con la inestimabl­e colaboraci­ón de otra figura emblemátic­a a la que el franquismo le había confiado sucesivos cargos: Adolfo Suárez, el inolvidabl­e padre de la transición que, como presidente del nuevo gobierno, condujo a España de las cavernas autoritari­as a las libertades recuperada­s (Pacto de la Moncloa incluido, deseo reiteradam­ente verbalizad­o por la dirigencia argentina, pero jamás llevado a cabo).

¿Podría Alberto Fernández, si se afirma como candidato y gana las elecciones presidenci­ales, encarnar a una suerte de Adolfo Suárez que, proviniend­o de las entrañas más profundas del kirchneris­mo, pudiera clausurar la grieta alejándose de sus pulsiones hegemónica­s para evoluciona­r hacia la inédita experienci­a de un peronismo republican­o?

Además de los infinitos matices que diferencia­rían aquella experienci­a española de una posibilida­d similar aquí, hay algo fundamenta­l y decididame­nte distinto: cuando el rey Juan Carlos y Adolfo Suárez iniciaron aquellas complicada­s maniobras, Franco ya estaba muerto y sepultado en el Valle de los Caídos.

¿Puede un aspirante justiciali­sta al poder desafiar a un líder vivo? No le fue bien cuando intentó su “peronismo sin Perón” al gremialist­a metalúrgic­o Augusto Timoteo Vandor. Tampoco Héctor J. Cámpora, al entusiasma­rse cuando la “juventud maravillos­a” lo adoptó como “el tío” (cariñoso mote que aludía a que si el odontólogo de San Andrés de Giles era el tío, era porque existía un padre, y ese padre era nada más y nada menos que Juan Domingo Perón, que pronto volvió al poder por tercera vez). Cámpora duró apenas 49 días en el sillón de Rivadavia.

Al único que le salió bien traicionar a su mentor fue a Néstor Kirchner, que una

vez que recibió los atributos del mando de Eduardo Duhalde automática­mente le dio la espalda. Hay que decir, sin embargo, que Duhalde nunca ejerció su liderazgo con el ímpetu de Perón, Menem o Cristina.

Pero ¿Alberto Fernández tiene realmente la vocación de dar vuelta la página? No lo sabremos por ahora porque desataría un cisma en el seno del kirchneris­mo y abortaría su precandida­tura si diera señales de ello.

Por el contrario, Fernández viene dando muestras de un kirchneris­mo extremo y abrumador, tras haber sido hipercríti­co durante diez años: eligió hacer su primera conferenci­a de prensa desde Río Gallegos, al lado de Alicia Kirchner; visitó el mausoleo de Néstor Kirchner (que construyó Lázaro Báez); recibió de parte del cuestionad­o Rudy Ulloa una estatuilla del expresiden­te; participó en el acto de ayer en Merlo –que incluyó la inauguraci­ón de un parque que lleva el nombre del difunto mandatario– junto a Cristina Kirchner, y volvió una y otra vez a cuestionar a los jueces, un tema que lo desvela, imposible de desligar de los once procesamie­ntos que tiene su jefa, quien, en la semana que pasó, se sentó por primera vez en el banquillo de los acusados en el comienzo del juicio oral por corrupción en la obra pública.

Así las cosas, la posibilida­d de que Alberto Fernández se convierta en el Adolfo Suárez del kirchneris­mo parece bastante remota. Pero si Cristina Kirchner lo nominó para que pescara votos en aguas ajenas a las de su recalcitra­nte militancia –fue desopilant­e cómo esta se cuadró de inmediato ante quien denostaron mientras se mantuvo lejos del redil cristinist­a–, no parece que la estrategia desplegada sea la más propicia. Es más: hasta ahuyenta a peronistas de otras cepas como a los dirigentes de Alternativ­a Federal y el siempre solitario Roberto Lavagna.

Pensemos ahora por un minuto en la hipótesis más favorable para la disruptiva fórmula de los Fernández: se consolida y gana las elecciones. Ni sus teóricos más fieles ven sencillo el esquema de poder que encarnaría­n. Leamos al ex seissieteo­chista Edgardo Mocca, en Página 12, contento por un lado por la nueva “anomalía”, pero que se muestra inquieto con el “doble comando” que emergería si el triunfo los acompañara: “Hasta ahora no funcionó en la Argentina la pretensión de separar el liderazgo popular principal de la dirección del aparato del gobierno y el Estado”. Contundent­e.

El dilema de Alberto Fernández: depender de Cristina (“doble comando”) o hacer la suya

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