Morir en el templo sagrado de la montaña
Recuerdo los destellos de la noche sobre la desnuda piedra fría. El cielo limpio con su luna redonda. Las carpas pequeñas y a cielo abierto de los escaladores. El suelo ceniciento con su aire espectral. La agonía del insomnio. El abrazo. El llanto contenido. El miedo a la muerte. Pero eso sucedió después, cuando la noche era ya cerrada y el descenso había sido cancelado por la negrura en el umbral del sendero que nos iba a llevar de regreso. Antes ascendimos la pendiente de no más de tres mil metros de altura. Al cabo de esa proeza, al día siguiente, cuando estaba en tierra firme, agobiado antes por el esfuerzo mental y emocional que por las exigencias a las que había sometido a mi cuerpo, sentí una felicidad íntima y secreta. Apenas ingresé en el auto, sin que fuera una decisión premeditada, quise escuchar el Réquiem de Mozart. Acaso, pienso ahora, haya querido reencontrarme con la voz de Dios.
Recuerdo la congoja en el pecho y el nudo en la garganta cuando en medio del ascenso supimos que nos había dejado un poeta.
–Murió Spinetta –dijo alguien. Recuerdo a mi mujer y a mis hijos cantando una canción dulce y vieja mientras andábamos, apoyados en improvisados bastones, por la ladera escarpada. Pensé por primera vez en Dios, o en las formas extrañas que a veces cobra ante los hombres incrédulos que sueñan con la fe, aunque no pueden dar con ella durante la vigilia. Imaginé a los hombres antiguos sentados en el suelo yermo, el primer suelo que los hombres pisaron nunca, apenas se irguieron sobre el mundo, atónitos frente al espectáculo de las cosas y los prodigios incomprensibles que tenían delante de los ojos. Sentí la soledad como nunca la había sentido antes, y al mismo tiempo sentí que algo –el silencio o la montaña quieta, por los siglos de los siglos– me ataba incomprensiblemente a ese pasado remoto.
Recuerdo caerme unos metros, montaña abajo, tan solo un tropiezo, y levantarme como el empecinado Sísifo cuando llevaba una y otra vez la piedra sobre los hombros a la cima de la montaña, y avanzar como lo hicieron en el fondo de la historia los primeros ascetas y eremitas, absteniéndose de los lujos de la vida material, buscando en el silencio y la quietud del desierto la paz del espíritu. Sonreí mientras conjeturaba sobre estas cosas, un pobre hombre en medio de la montaña, mínimo y vulnerable, distraído en esos alardes con tal de no mirar en el espejo sus limitaciones físicas.
Recuerdo la belleza del paisaje desnudo, las líneas de las montañas a lo lejos, la pureza de una luz desconocida golpeándome en los ojos, la hermosura de las plantas silvestres.
Recuerdo el olor de la sopa que tomamos en el refugio, ateridos de frío, riéndonos apenas con restos de energía, la montaña recortada en la ventana ahumada por los vahos de la cocina.
Recuerdo el miedo en medio de la oscuridad cerrada, el angustioso pesar en las primeras horas del sueño, envuelto en el espeso resuello de personas desconocidas, la salida a la planicie desnuda en medio de un tiempo helado que calaba los huesos, solo en la noche inabarcable –una noche inmemorial y, sin embargo, tan mía–, atento a las murmuraciones en ese último silencio del mundo. Recuerdo la noche espectral, el polvo de la ceniza volcánica plateada por la luna, las estrellas en la palma de la mano. Pensé en el primero de nosotros, el primer hombre que se hizo a sí mismo las preguntas últimas y procuró comprender el universo cuando este aún no había sido nombrado.
Pensé todo eso en aquel momento y vuelvo a pensarlo ahora, cuando las noticias del día cuentan que unos diez montañistas encontraron en el Everest su sepulcro. Vuelvo a preguntarme ahora qué los ha llevado a emprender obstinadamente el camino y a someterse a esas extenuaciones, porque me niego a pensar que solo buscan desafiar sus propios límites o se dejan arrastrar por el gozo de la adrenalina o el vértigo.
Le escribo a un viejo compañero del oficio, el fotógrafo Daniel Merle, que en dos ocasiones intentó alcanzar la cima del Aconcagua. Las razones por las que procuró esa proeza son dos. Tenía 50 años la primera vez, y quería probar la capacidad de su cuerpo; en la segunda ocasión lo movió el espíritu de aventura y la idea de enfrentarse a lo desconocido, que le provocaba temor. Padeció alucinaciones, pero jamás sintió miedo ante la posibilidad de una muerte inminente o la descomposición de su cuerpo. Rodeado por la nieve pálida, se figuró una muerte blanca. El sueño cobraba, al fin, la forma de cierta justicia poética.
Recuerdo la noche espectral, el polvo de la ceniza plateada por la luna, las estrellas en la palma de la mano