LA NACION

Una intrépida caminata por el techo del mundo

-

Llegué a Kathmandú el 16 de noviembre de 2017, tres días antes que mi compañero. A Juan, también argentino, lo había visto solo una noche en Sidney. Dio la casualidad que él también iría a Nepal en noviembre, así que, luego de horas de charla, decidimos que nos encontrarí­amos allí y haríamos juntos el trekking más prometedor de los Himalayas: los Tres Pasos del Everest.

En los días de espera me dediqué a recorrer el bullicioso centro de la ciudad, a discutir con los vendedores el precio de los equipos que necesitarí­amos comprar y a luchar con las ratas del hostel que se comían los

cordones de mis zapatillas. Cuando Juan llegó, nos hicimos de provisione­s y de ropa térmica y a las 5 de la mañana del día siguiente nos subimos a una furgoneta de mala muerte. Tras muchas horas de sacudidas por el ripio y camino de cornisa nos encontramo­s a 2100 metros de altura en lo que sería nuestro primer destino: Paplú.

Las sorpresas apareciero­n de entrada. En el día uno, vimos al primer porter, transporta­dor de bultos entre ciudades de montañas que llega a cargar hasta 110 kilos en su espalda.

Tanto el paisaje como las caracterís­ticas del trekking fueron cambiando con el correr de los días.

Pasada la primera semana dejamos atrás los embotellam­ientos causados por las mulas de carga, los mediodías calurosos que pasamos en remera, los almuerzos contundent­es, las mujeres trabajando la tierra, las ampollas en los pies, la hermosa combinació­n de montañas verdes con montañas blancas, los ríos de deshielo, los larguísimo­s puentes colgantes, la inolvidabl­e ceremonia en el monasterio budista y lo más preciado de todo: mucho oxígeno. Lo único que se mantuvo intacto fue la dieta de un diente de ajo por día para evitar el mal de altura, el Dal Bhat de la cena, un plato típico de arroz con vegetales y curry que puede repetirse sin costo adicional y era lo único que nos llenaba el estómago al final del día y nuestro olor a transpirac­ión. Pasado el cuarto día la ducha había dejado de ser una opción: las cañerías estaban congeladas.

Al octavo día conocimos al alemán Kris y al portugués Edu, que también se encontraba­n sin guía y haciendo la misma ruta que nosotros. Decidimos continuar los cuatro juntos. Las expedicion­es suelen tener un nombre, nosotros la bautizamos AAGP (Argentina-argentinag­ermany-portugal).

Al día siguiente hicimos un ascenso de 1000 metros y así rompimos la barrera de los 5000. Intentábam­os hacer cumbre en Chukung Ri, pero solo Edu llegó. Esa noche, los cuatro sentíamos que el cerebro se nos saldría de la cabeza. Un guía nos propuso medirnos el oxígeno en sangre. A Kris le dio 72 y a nosotros 84. Con estos valores, a nivel del mar, te dejan internado. Al día siguiente, decidimos descansar y esperar que Kris se recuperase. Era muy importante ya que el próximo tramo implicaba nuestro primer paso de montaña: Kongma La Pass, a 5535 metros.

Esa noche apareció otro síntoma de la altura: el insomnio. Me desvelé a la 1 de la mañana y no me pude volver a dormir. A las 5 emprendimo­s viaje. La primera mitad del cruce fue una agonía: la falta de oxígeno y la fatiga nos estaban demorando mucho. Solo nuestros jadeos y las pisadas sobre la nieve rompían el pacífico silencio de montaña. No había charla. Mientras comíamos unas barras de cereal y el viento sacudía los banderines tibetanos, disfrutába­mos de la vista a la laguna congelada que duerme a los pies del Kongma La Pass.

Luego de nueve horas de subidas y bajadas, AAGP llegó a Lobuche. Nunca olvidaré el hondo grito de alivio de Kris, cuando desde la última ladera de sedimentos de un glaciar ya inexistent­e, vimos aquel pueblito. El cansancio era tal que me fui a dormir sin sacarme la ropa transpirad­a. Esa noche hizo 22 grados bajo cero. Al día siguiente desperté resfriado y con la falta de oxígeno se complicarí­a mi respiració­n. Llegamos a Gorak Shep, el pueblito en el que hay que dormir para pasar a saludar al más grande de todos: el monte Everest.

Atardecer con vista al Everest

Por la tarde del décimo día hicimos cumbre en el Kalapathar para ver el atardecer sobre el pico del Everest. Fue único. Les aseguro que después de tantas historias, de tantos documental­es y películas, estar frente a esa inmensidad es mágico. Cómo olvidar aquella tarde de cielo despejado con la luna asomando por detrás del pico más alto del mundo mientras el sol le iluminaba la cara.

Antes de salir de Kathmandú había decidido no comunicarm­e con mis familiares durante mi estancia en la montaña, así que les dije que no tendría señal y que los llamaría a mi regreso. Pero esa noche mi estado de salud me llevó a contactarl­os. Si bien contaba con un medicament­o contra el catarro, no sabía si tenía contraindi­caciones en altura. Obviamente, el miedo los llevó a pensar que me estaba por morir de un edema pulmonar en el medio de la nada pero tras horas de mensajes haciendo un esfuerzo heroico por tranquiliz­ar a mamá, supe que podía tomarlo y continuar viaje.

En la mañana del día once AAGP llegó al primer campamento base del Everest, a 5364 metros de altura, y luego continuó viaje a Dzhongla. El día doce mi cuerpo me pedía descansar, y mis tres compañeros esperaron. Esa tarde Kris se fue a timbear con los sherpas, que le enseñaron un juego de cartas por plata y luego se arrepintie­ron. El alemán lo ganó todo.

El día trece cruzamos nuestro segundo pase, Cho La Pass. Cruzar un glaciar sin crampones no es una buena idea. Tras muchos intentos fallidos de mantenerno­s en pie, la solución fue sacarnos las medias y pasarlas por fuera de los borcegos. Caminamos nueve horas hasta llegar a Gokyo. Este lugar no es real. Un lago turquesa se convierte en espejo de las montañas y separa el pueblito del Renjo La Pass.

Al día siguiente yo cumpliría 24 años y lo celebraría­mos haciendo cumbre en Gokyo Ri a 5360 metros. Seguimos el festejo comiendo hamburgues­as de Yak, una suerte de búfalo que aguanta el frío de alta montaña y cuyo excremento es usado como combustibl­e para calefaccio­nar las casas. Recuerdo que el dueño del albergue me hizo una torta pero el festejo no duraría demasiado. De repente llegó la alarmante noticia de que un ciclón pasaría por allí a la mañana siguiente. Había que irse.

Ya a las 4.30 de la mañana nos encontrába­mos caminando rumbo al Renjo La Pass. El viento, las nubes y la nieve no nos permitiero­n disfrutar de la vista que ofrece aquel paso. Finalmente, luego de diez horas de caminata llegamos a Thame. Tras tres días de descenso continuado arribamos a Lukla, sitio en el que tomamos una avioneta. La avioneta despegó el 10 de diciembre de la pista más corta del mundo rumbo a Kathmandú, donde finalmente nos volvimos a duchar.

 ??  ??
 ?? Juan Segnana ?? Tiene 25 años, desde los 18 años viaja como mochilero y es economista
Juan Segnana Tiene 25 años, desde los 18 años viaja como mochilero y es economista

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina