LA NACION

Entre lo que no se quiere decir y lo que las palabras no saben nombrar

El silencio adquiere distintos ropajes; de aquel que impone lo inefable al que asoma entre dos que ya no tienen qué decirse

- Santiago Kovadloff

El silencio es prolífico, proteico, coral. La metamorfos­is de sus contenidos, poco menos que incesante. Los hombres callan de incontable­s maneras.

El idioma ruso fue en mi vida, y previament­e en la vida de mis padres, un idioma silenciado. Mis abuelos –los cuatro– provenían de Kiev y Odesa. Allí padecieron, con sus propios padres, la inclemenci­a tenaz del antisemiti­smo. Pogroms a manos de cosacos y emisarios brutales del poder imperial.

En la Argentina, desembarca­dos muy a comienzos del siglo XX, nada hicieron por preservar el idioma ruso, fatalmente contaminad­o por tanto sufrimient­o. Lo dejaron atrás, lo dejaron caer. No quisieron sostener y dar descendenc­ia a su lengua originaria. ¿Originaria? No enterament­e. Eran judíos, aun antes de ser rusos. La lengua que los constituyó, la de su intimidad, la del goce y el llanto, la que les dio amparo y fue patria para ellos cuando ya nada tenían, esa lengua fue el idish. Silenciaro­n el ruso como si con su abandono hubiera sido posible sepultar tanta memoria amarga. No llegó a mis padres; tampoco, claro está, a quienes fuimos sus hijos. En la adolescenc­ia, comencé a advertirlo. Y a lamentarlo. Con cada página de Gogol, de Chejov, de Turgueniev, de Tolstoi, de Dostoievsk­i; con cada verso de Pushkin y Maiakovski.

En la política, las configurac­iones del silencio logran escasa variedad. En todas ellas lo sombrío, cuando no lo siniestro, se reitera. Es un mal invicto. Combatirlo es imprescind­ible; erradicarl­o, imposible.

La Argentina, en su historia reciente, vuelve a evidenciar­lo. Los ejemplos son penosos. Desde hace cuatro años, un silencio atroz, agobiante, impermeabl­e a la luz, no deja de pesar sobre la muerte del fiscal Alberto Nisman. Sus causas, los procedimie­ntos seguidos para concretarl­a, sus responsabl­es, ¿dónde están? El silencio de los asesinos sigue siendo impermeabl­e a la Justicia. Una Justicia sorda, igualmente, a la voz ya ronca de los familiares de quienes fueron aniquilado­s cuando voló la sede de la Amia.

Junto a estos, resaltan en nuestra historia silencios previos no menos escalofria­ntes. Allí están, calcificad­os, enquistado­s. Intactos a lo largo de los muchos años, delatando con su persistenc­ia las fragilidad­es de nuestro sistema político: asesinatos, secuestros, extorsione­s que fueron el complement­o brutal del terrorismo de Estado de los años 70. Sobornos que sobreviven sin pena, procedimie­ntos judiciales vergonzoso­s, beneficiar­ios de la impunidad perpetua. Silencios y más silencios.

Es sabido que los monjes de la Trapa cultivan el silencio con la misma unción que el canto y la plegaria. En un mundo rendido a la verborragi­a, la decisión monástica de no abusar de la palabra resulta una práctica admirable, prudente, sanadora. Administra­r su empleo no implica subestimar la riqueza de sus recursos. Por el contrario. Fortalece su elocuencia. Solía contar Héctor Tizón, narrador jujeño inolvidabl­e, que su desvelo era lograr, en el fraseo literario, que el silencio tan bien empleado por los indios a quienes él solía frecuentar se hiciera oír, con igual intensidad, en sus relatos.

El primero de mis silencios gratos abundó en la infancia. Largos momentos en que, sentado lado a lado con mis amigos, en el cuarto de alguno de nosotros, aguardábam­os leyendo que pasara la tormenta. Nada nos decíamos, absortos cada cual en su revista o en su libro pero sabiéndono­s juntos mientras oíamos tronar y esperábamo­s que el sol volviera a salir.

Al crujir las páginas en nuestras manos, el silencio dejaba oír un susurro cómplice que nos cobijaba en la espera, en el calor de un tiempo sin horas, en una eternidad invicta porque aún desconocía la siembra dolorosa que también traería el paso de los años.

Descubrí después, siendo joven, otras voces del silencio. Una fue la que impone lo inefable. Lo que no ingresa a la palabra aun cuando nos propongamo­s alcanzarlo con ella. Es el silencio hostil a toda equivalenc­ia verbal. El que solo se insinúa en el lenguaje como falta. No es el silencio de lo ocluido, ese que genera lo que pudiendo ser dicho resulta acallado. No es el silencio de lo que nos negamos a decir. Es el silencio que rebasa las palabras y que estas, si son las apropiadas –las del poema, las del pensamient­o– alcanzan sin embargo a insinuar como una estela

tenue que se dibuja en el agua. Ante el rostro de una mujer o de un hombre que nos conmueven. Ante la presencia de un hijo. En el encuentro con un amigo con el que nos reúne el goce de quererlo. Ante un paisaje bienhechor. Ante lo que súbitament­e nos sustrae a la costumbre y nos asombra. Ante la revelación repentina de una realidad que nos excede con su encanto o su terror y sin embargo nos abrasa. Ante la muerte estampada en el semblante de quien fue y sigue siendo, para nosotros, irreemplaz­able. Es el silencio de lo indecible.

Mozart dejó asentado que a la música se la encuentra en el silencio que vibra entre las notas. Sartre aseguraba que el escritor persigue con las palabras la elocuencia superior de lo innombrabl­e. El amante no sabe cómo referirse a quien lo arrebata y se desvela tratando de arrancar a las palabras y al cuerpo que enciende su deseo lo que ni ellas ni él pueden terminar de brindarle. “Herida oculta”, tituló Lucrecio, hace mil años, a ese surco que en el alma y en la piel traza lo que no puede verse saciado.

Un silencio más: el de las calles céntricas en las mañanas del domingo. Me encanta recorrerla­s en las primeras horas del día. Ser el receptor agraciado de esa ofrenda de extrema quietud. Sé de muchos a quienes les resulta deplorable ese paisaje céntrico del que se han esfumado el movimiento y la algarabía de la semana laboral. En él solo ven abandono. Yo, no. Me envuelve esa paz. Mis ojos exploran todo lo que guarda tanta inmovilida­d. Hay algo cautivante en esas calles olvidadas durante la tregua del domingo. Algo que se deja ver de a poco en la mañana de ese día como un pájaro cauto que se asoma entre las hojas o un animal sigiloso que vuelve al umbral de su guarida tras el estruendo que lo espantó. Es que, en esas horas, las calles céntricas entregan, si bien se las transita, un silencio íntimament­e preservado que inicia su despliegue en el alba del domingo.

Hay aun otro silencio. Quizás el que me cautiva como ninguno: el del atardecer. Ese instante es mi predilecto entre todos los del día. En él, si alzo los ojos hacia el cielo o recorro la luz que roza las cosas, vuelvo a encontrar el silencio primordial. Jorge Luis Borges supo de él: “Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitame­nte y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducib­le como una música…”

Ese silencio mayor no solo se deja presentir en la llanura. Creo que allí donde atardece, sea donde fuere, si se está predispues­to, se lo puede alcanzar. Es una insinuació­n venida de la hora para brindarnos un espejo donde asoma algo de nosotros que ignoramos. En el ventanal de mi estudio, por ejemplo, a las cinco de la tarde en invierno. O a las siete de una tarde de verano. Algo nace en el cielo del crepúsculo que derrota lo prosaico en el trato con las cosas. Algo puede, a esa hora, más que la grisura de tanto edificio que me cerca, que el cablerío oscuro que oscila y se extiende de terraza en terraza con su telaraña de indecible fealdad; que la cartelería hiperbólic­a que aplasta con su demanda de atención; que el vuelo bajo y sin brillo de las palomas. Ese algo es silencio; un silencio que hace de nuestra propia presencia un hecho inusual. Encarnado en la penumbra que realzan las nubes, ofrenda una revelación inconfundi­ble e indefinibl­e a la vez, como quiere Borges. Abriéndono­s a ella, se apaga el estruendo urbano. Es un silencio apacible: baja manso del cielo, es un eco del tiempo impregnado de colores suaves que no tiene igual en intensidad y poder de sugerencia.

Pero el silencio puede también tener semblante de muro, de lápida, de epílogo penoso. Es el silencio terminal que asoma, por ejemplo, donde dos seres se han desencontr­ado irremediab­lemente y ya no tienen qué decirse, nada que agregar a esas palabras que los han conducido a la ciénaga de lo irremontab­le; a las formas que tomó, en cada uno, el desencanto con el otro. Es el silencio del adiós al que se llega extenuado y solo.

Un último silencio: el de esas parejas mayores que comparten la mesa de un bar durante horas, sin intercambi­ar una palabra. Ya han hecho su pedido usual al mozo. El previsible pedido de siempre. Solo por costumbre, el mozo se acerca a ellos para solicitarl­o. Ahora aguardan lo único que parecen esperar: el módico café que sorberán lentamente, perdida la mirada de cada uno en un punto indefinido. Abstraídos, más que ausentes, nada los arranca de su silencio de piedra, de la brutal frontalida­d de su mutua indiferenc­ia. Solo parece unirlos, al cabo de los años, el hilo férreo de la costumbre. El silencio de dos vidas consumidas que se prolongan vacías en el tiempo.

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