LA NACION

La última revelación DEL BALLET DEL teatro colón

Con 23 años, el bailarín paraguayo ya tuvo sus primeros roles protagónic­os; desde el jueves volverá a interpreta­r al esclavo Alí de El corsario, personaje con el que hace un año se ganó los aplausos de la platea

- Espectacul­os@lanacion.com.ar

“Jiva”, en hindú significa alma, y “mbareté” en guaraní, quiere decir “que tiene fuerza”. Armarse de valentía es lo que necesitaba Jiva Velázquez cuando vino hace siete años de Paraguay para incorporar­se al Ballet del Teatro Colón. Por eso, ni bien llegó a Buenos Aires decidió tatuarse esa palabra-amuleto en el antebrazo izquierdo. Al lado tiene ahora, además, un árbol del que cuelga una pequeña hamaca, una imagen que le transmite cierta melancolía y soledad.

Pasó el tiempo desde que dejó Asunción, donde hizo la carrera de danza en la escuela municipal de ballet en paralelo a la escolarida­d completa, y ahora, con 23 cumplidos y la experienci­a de varias temporadas en el cuerpo de baile de la compañía oficial, ya tuvo chances de lucirse hasta en roles principale­s. Hoy es lo que puede decirse un artista “revelación”. A un año de aquellas funciones de El corsario en las que una platea enardecida aplaudía a rabiar sus saltos y piruetas, vuelve esta semana a encarnar al esclavo Alí de este clásico que el Teatro Colón repone el jueves como puntapié de unas semanas de intensa actividad para la compañía que dirige Paloma Herrera (ver aparte).

El crecimient­o de su trabajo fue en función de las oportunida­des: “Siento un poco más de reconocimi­ento y respeto de mis compañeros y la dirección, y con eso me siento más seguro. Ahora quiero dar más, estoy un poco ansioso, con ganas”, dice. Sin ir más lejos, el mes pasado accedió a su primer protagónic­o en un ballet completo, el Don Quijote de Vasiliev, no sin percances: “La primera función estuvo correcta, pero hubo un problema con las mangas de mi vestuario y en el pas de deux fue desesperan­te: quedaron trabados los hilos en el tutú de la bailarina. Y después me caí al piso en la variación. Más allá de eso, no me sentí mal, pero las expectativ­as propias y ajenas daban para más”. Alto, vigoroso y estilizado, como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie. La última de esa serie de presentaci­ones tuvo el sabor de una dulce revancha: el 10 de abril la sala fue una fiesta. Quienes no habían reparado hasta ahí en este joven intérprete, se sorprendie­ron; los otros, confirmaro­n que había en él el valor necesario para forjar una figura.

Tiene la sonrisa instalada en la cara; es un hombre alegre, se reconoce. Un poco abrumado por el ritmo de la ciudad, se mueve en bicicleta entre Parque Patricios, el centro y Palermo, donde estudia producción de música electrónic­a. Todavía tiene los rasgos de ese chico hiperactiv­o que a los seis empezó a tomarse de la barra. Al segundo año ya quería dejar de bailar, no entendía lo que hacía, pero un Cascanuece­s revirtió su idea. “Sentí el desafío y me gustó el ambiente. Ser varón haciendo ballet en Paraguay no es común, pero lo naturalicé tanto que nunca sentí que hubiera un problema. Conozco gente que lo vive como algo secreto. Yo no lo tuve que ocultar”.

Papá matemático y mamá química, una pareja exacta, querían para Jiva un futuro más seguro. Terminados los estudios, primero se negaron a que cruzara a la Argentina para presentars­e a una audición, y enseguida la promesa de bailarín pensó en dedicarse al periodismo. Pero fue Lidia Segni –reconocida maestra de ballet y, por entonces, directora del Ballet Estable del Teatro Colón– quien de visita en Asunción para impartir unas clases terminó por ofrecer (y convencer) a los Velázquez un contrato para su hijo, todavía menor de edad, en la compañía más importante del país. “Un año para probar”, acordaron todos. Era 2013.

“Me encantó, no podía creer que me pagaran por lo que estaba haciendo”, recuerda Velázquez, que también baila para el Buenos Aires Ballet (BAB). Vivió un año y medio en un hostel, a dos cuadras del teatro. Aún aniñado, era más amigo de los alumnos del instituto que de los bailarines de la compañía. Al año siguiente, se presentó al concurso de estabilida­d. Y quedó. Desde entonces, probableme­nte lo más importante que le haya ocurrido para desatar su crecimient­o fueron las enseñanzas de Philip Beamish, a quien Maximilian­o Guerra llevó durante su gestión (2015-2016) para dar clases a los integrante­s del ballet. “Fue un cambio para mí, volver a conectar con la danza y tratar de ser profesiona­l. Él me hizo pensar por qué doy un paso y por qué lo hago de esa manera; era un desafío tomar la clase”. Se refiere a la técnica de este maestro australian­o reconocido en el mundo –fue coach durante más de una década de Alessandra Ferri y trabajó con varias compañías europeas y figuras de renombre internacio­nal–, que investigó la relación entre la mente, el cuerpo y el flujo de energía, incorporan­do varias disciplina­s (acupresión, yoga, meditación, osteopatía) al ballet. Beamish decía: “Si respetás las leyes del movimiento y tratás a tu cuerpo con delicadeza e inteligenc­ia, entonces, a través de la danza, recuperará­s lo que ponés”. Para explicar el impacto que tuvo en él, usa una frase muy simple: “Entendí dónde estaba parado”, y uno podría entender

“Siento un poco más de reconocimi­ento de mis compañeros y de la dirección, y con eso me siento más seguro”

esa oración en varias direccione­s, más allá del lugar en el que tenía los pies. “Fueron dos años de trabajo muy intenso; no salías cómodo de las clases. Tenías que trabajar un montón, pero veías el progreso, sutil, pero era progreso. Con él fue muy notorio el cambio”.

Beamish murió en febrero del año pasado, en Buenos Aires. Ese verano, algunos de sus jóvenes discípulos del Colón –Jiva y su novia, la bailarina Emilia Peredo Aguirre– habían viajado con él a Costa Rica, acompañánd­olo en sus cursos. “Cuando falleció sentí un dolor de espalda que me duró tres días. Después, enseguida vino El corsario. Él era un hombre de mucha energía, creo que por eso yo tenía tal carga emocional en esas funciones”. En el rol de Alí, esclavo del protagonis­ta de la obra (Conrad), y especialme­nte en el célebre pas de trois que es leitmotiv de esta obra, el virtuosism­o se sirve a la carta. A Velázquez, que justamente es un bailarín muy dado a los grandes saltos y las piruetas, no se le escapa los riesgos de terminar haciendo circo. “Es circo si todo tu foco está puesto en salir y hacer los trucos. Antes le ponía toda la concentrac­ión a eso y ahora quiero creer que el salto es parte de lo que sigue, sin separar la pirueta del paso que viene después ni de la parte bailada. Quiero usar ese carácter explosivo a mi favor. El esclavo no dice mucho, lo suyo son las partes virtuosas. A mí me interesa ver al personaje como el arma de Conrad, por eso cuando baila muestra su virtuosism­o de batalla. Y si yo lo tengo, ¿por qué no lo voy a mostrar? Se me puede encasillar como bailarín virtuoso y nada más, pero siento el desafío de hacer otras cosas”.

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 ?? Santiago filipuzzi ?? El bailarín Jiva Velázquez, de 23 años
Santiago filipuzzi El bailarín Jiva Velázquez, de 23 años
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Archivo máximo parpagnoli / teatro colón El mes pasado hizo su primer protagónic­o: Don Quijote
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Máximo parpagnoli / teatro colón Llegó al Colón en 2013 y un año más tarde se incorporó al Ballet Estable

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