LA NACION

Idioma y clima difícil, razones por las que hay pocos argentinos en Rusia

Son apenas 300, según la embajada argentina en Moscú; en cambio, se estima que unos 350.000 inmigrante­s de esa nación se instalaron en nuestro país

- Evangelina Himitian

MOSCÚ.– Nicolás Crededio llegó a Moscú cuando los argentinos que habían viajado al Mundial de Rusia comenzaban a replegarse. “Más de uno habrá creído que vine para alentar a la selección y me quedé sin pasaje de vuelta, pero no fue así”, bromea. Lo cierto es que hoy Nicolás es uno de los apenas 300 argentinos que viven en la Federación Rusa, según confirman en la embajada argentina en ese país.

“No es frecuente encontrars­e con otros argentinos. Y los pocos que hay nos conocemos, nos juntamos y nos encargamos de abastecern­os entre todos de yerba y dulce de leche”, cuenta Nicolás, de 26 años, nacido en Coronel Dorrego. ¿Qué lo llevó hasta las tierras de Lenin? “El amor y el tango”, sintetiza.

Aunque enseguida explica que el orden fue al revés. Cuando daba clases de tango en La Viruta, en Palermo, una tarde se cruzó con Alexandra Sitnikovo, una rusa que bailaba casi tan bien como él. Los dos estaban en pareja, así que fue al año siguiente, cuando se volvieron a cruzar en la pista de baile y ambos estaban solos, y no tardaron en formar un tándem, en la milonga y en la vida. Cuando Alexandra, de 47 años, decidió volver a Moscú, donde vive su hija y da clases de tango, Nicolás no lo dudó. Sacó pasajes y decidió probar suerte. Hoy, a casi un año, está feliz. “Una hora de clase acá se cobra unos 100 dólares, y en Buenos Aires, con suerte 20 o

30”, resume.

Se le abrió un mundo de posibilida­des porque los rusos aman el tango, y como hay tan pocos argentinos la pista quedaba casi libre para él. Se dedica a dar clases y espectácul­os en distintos espacios de Moscú, en los que se arman milongas. Incluso lo invitan de la universida­d a dar clases y allí va con su bandera argentina.

¿Por qué son tan pocos los argentinos en Rusia? Nicolás no sabe la respuesta. Pero imagina que el idioma es una gran barrera. Porque ni siquiera en Moscú saber inglés significa poder comunicars­e. “Aquí se habla ruso o ruso”, bromea. “En ocasiones, podés sentirte muy incomunica­do. La llamo a Alexandra a veces desde el supermerca­do para preguntarl­e cosas básicas. Si no la tuviera a ella, sería mucho más difícil todo”, dice.

Horacio Lazzari Mathieu, cónsul argentino en Rusia, confirma que los residentes argentinos matriculad­os son 324: de ellos, 234 viven en Moscú. En San Petersburg­o, la capital cultural del país, son 15, y en el resto del país, apenas 51. En el número total se incluye a los argentinos que residen en países que pertenecie­ron a la Unión Soviética, como la república de Belarús, donde viven siete argentinos; la de Kazajstán, donde hay tres, y Kirguistán, con 14, donde no hay representa­ción diplomátic­a.

La ecuación es llamativa. En la Argentina se estima que hay unos

350.000 rusos. En cambio, en Rusia hay apenas unos 300 argentinos. ¿Por qué son tan pocos?

“Perfil migratorio de la Argentina”, es el último informe de la Organizaci­ón Internacio­nal para las Migracione­s (OIM) sobre argentinos en el exterior. Es de 2012 y dice que son casi un millón: 971.698 personas. El 97% viven en 30 países, entre los que no figura Rusia. La lista la encabeza España, con casi 300.000, y sigue Estados Unidos. En Japón hay casi 4000, y en Filipinas, unos 800. En cambio, Rusia se inscribe entre los países del mundo donde viven menos argentinos.

Entre 1881 y 1914, unos 160.000 rusos llegaron a la Argentina. Fueron la cuarta migración más importante que recibió en esos años el país, después de los dos millones de italianos, los 1.400.000 españoles y los 170.000 franceses. Se estima que los nietos de esa migración rusa hoy se convirtier­on en una diáspora de 350.000 personas.

El informe de la OIM señala que el 65% de los argentinos que viven hoy en España se instalaron después de 2000. ¿Por qué durante la última crisis los descendien­tes de esa nacionalid­ad no fueron a probar suerte a la tierra de sus abuelos? El idioma, el invierno crudo, la idiosincra­sia y la distancia son las principale­s explicacio­nes.

En el consulado en Rusia los tienen censados por profesione­s: hay 52 ingenieros, 41 estudiante­s, 40 profesores, 24 religiosos, 19 médicos, 12 periodista­s, ocho cocineros, ocho gerentes, dos veterinari­os, seis arquitecto­s, en una larga y dispersa lista de ocupacione­s y apenas un relacionis­ta público.

Ese vendría a ser Daniel Flores, que dejó Neuquén, donde trabajaba en la industria petrolera, para instalarse en Moscú hace nueve años. El recorrido fue más largo que eso. Cuando, en 2008, se quedó sin trabajo en la Argentina, una empresa brasileña lo contrató y envió a El Cairo. Allí, conoció a Elena, su actual mujer, que es rusa, que estaba de vacaciones en ese lugar. Cuando cayó el gobierno de ese país, lo trasladaro­n a Brasil y entonces le propuso matrimonio.

Pero ella no soportó el calor de Río de Janeiro y se volvió a Moscú para estudiar Medicina. Un tiempo después, Daniel consiguió que lo enviaran a Angola, donde podía viajar cada seis semanas. Otra crisis lo dejó sin trabajo y se mudó a Rusia, para siempre. A casi una década, recién ahora logra manejar más o menos el ruso, pero casi nada le resultó tan difícil en la vida. La primera vez que llegó a Moscú, el termómetro marcaba -20°C, pero con el tiempo terminó por habituarse. Trabaja en relaciones públicas y promociona eventos del mundo del deporte. Hace poco más de un mes visitó la Argentina, ya que trabaja en la promoción de la Copa América y del Mundial de rugby en Japón. Aprovechó para abastecers­e de yerba y dulce de leche. Aunque con el tiempo descubrió que en un almacén ruso se vende yerba de Misiones: es el hijo de una mujer argentina que llegó hace tiempo y que se encarga de que en ese país nunca falte.

Una misión similar encara Andrés Leonardo, de 43 años, porteño que vive en Rusia desde que tenía 12 años. Administra un “mate-inn bar” llamado La Reserva del Che. Organiza encuentros de argentinos y rusos para acercar la cultura de unos y otros. A los rusos les hace probar el mate y a los argentinos, el borsch, tradiciona­l sopa de remolacha. Llegó a Moscú poco después de la caída de la Unión Soviética. El padre era descendien­te de húngaros y su madre, de italianos. Pero en los 60 habían logrado ingresar en la universida­d pública de Moscú. Cuando volvieron a la Argentina, durante el último gobierno militar, lo acusaron de activista soviético y lo detuvieron. Apenas recuperó la libertad, prometió irse del país.

Varios años después, cuando cayó la Unión Soviética, se mudaron a Moscú. Andrés habla con más acento ruso que porteño. Y dice que los rusos no le creen que no es local. Todos los años, visita a su familia: tíos y primos que viven en Misiones. En Rusia, se recibió de sociólogo y psicólogo social.

“Hay pocos argentinos porque el idioma es una gran barrera. Además, los descendien­tes de los rusos que migraron a principios del siglo XX sienten que el país que quedó después de la Unión Soviética no es la Rusia de sus abuelos. Los que migraron eran los rusos de la vieja escuela. Hasta la manera de hablar es distinta”, apunta.

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Argentinos y rusos juegan al bingo en el Parque Máximo Gorky, de Moscú

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