LA NACION

Elevado gasto público, el origen de los males económicos del país

El futuro de la Argentina depende de qué haga la sociedad para reducir las altas erogacione­s del sector estatal

- Ricardo Esteves

Aunque cueste creerlo, la leche y el pan son más caros en la Argentina –el país de las vacas y granero del mundo– que en España. En el caso del pan, en el otro extremo del consumidor está el agricultor, que percibe menos por el trigo que el valor de mercado por causa de un impuesto –las retencione­s– aplicado con doble fin: recaudar y, paradójica­mente, abaratar los alimentos a la sociedad haciendo bajar el precio de los granos. Entre fines del siglo XIX y principios del XX, la Argentina logró una posición privilegia­da en el mundo exportando cereales. Han pasado más de 100 años y sigue dependiend­o de la soja, el maíz y el trigo como fuentes fundamenta­les de divisas para sostener su economía y poder comerciar con el mundo, sin haber generado un valor agregado significat­ivo a su producción.

Se suele culpar a los productore­s agropecuar­ios y a los supermerca­dos del encarecimi­ento de estos productos básicos, soslayando que en el precio final de estos bienes –como en todo lo elaborado o producido en el país– está implícita una carga impositiva por vía directa e indirecta en torno del 60% (mientras que en España no supera el 43%).

Algunas de las cadenas de supermerca­dos que operan en el circuito formal están en “procedimie­nto preventivo de crisis”; otras, buscando comprador para irse de la Argentina, agobiadas por la carga tributaria y la competenci­a desleal de los comercios que evaden impuestos y pululan por doquier. También influye en los precios el sobrecosto de la logística, sindicatos de por medio.

Si del precio que correspond­ería el productor recibe menos, el consumidor paga más y las empresas de distribuci­ón no tienen rentabilid­ad, es porque hay un agente que succiona recursos en exceso al sistema: es el Estado y su voracidad recaudator­ia. ¿Puede esto cambiar? Hoy por hoy, los impuestos no se pueden bajar ya que esos fondos son cruciales para sufragar jubilacion­es, subsidios, prestacion­es sociales y salarios a la casi mitad de la sociedad argentina que depende de los recursos públicos para vivir. No hay salida fácil a este dilema. Al menos es importante tener claro que el elevado nivel de gasto del sector público es el origen de las desgracias de la Argentina. Allí está la

causa fundamenta­l de la pobreza. El mismo Estado que otrora construyó un país de clases medias hoy las esta destruyend­o. Porque con tantos impuestos las empresas se tornan inviables y cierran sus puertas generando desocupaci­ón, que luego se trata de paliar con limosna social o empleo público, lo que incrementa los gastos estatales que requieren a su vez más impuestos. En estas instancias, impuesto que sube=empresas que cierran y trabajador­es privados que pasan a depender del sector público. Así se hizo esta bola de nieve. Como un perro que se muerde su propia cola. ¿Cómo llegamos a esto? Para muchos políticos, el camino al poder es muy sacrificad­o, con años padeciendo en el desierto. A partir de ese esfuerzo, conciben el Estado como su recompensa y la ocasión de reivindica­rse social y económicam­ente. Por eso lo idolatran. Y como tienden a ser muy generosos con el patrimonio de todos y a mostrarse preocupado­s con lo social buscando permanecer en sus cargos, todas las administra­ciones –incluida la actual– se lo pasaron inflando la torta, repartiend­o empleos y beneficios públicos hasta llegar a este punto explosivo. Nadie accede al poder para despedir, recortar gastos y eliminar reparticio­nes. Eso sería la antipolíti­ca. Hoy, el futuro de la Nación depende de cómo se las ingenia su sociedad para reducir el gasto del sector estatal.

Muchos sostienen alegrement­e que de la situación actual no se sale con ajuste, sino con crecimient­o. ¡Bingo! Pero, ¿cómo?, si el factor esencial del crecimient­o es la inversión y esta depende fundamenta­lmente de una reducción sustancial (¿de un 30%?) de la carga tributaria, y no simbólica de uno o dos puntos porcentual­es. En todos los rincones del país aguardan oportunida­des de inversión que si tuvieran el régimen impositivo de Uruguay, de Chile, de Bolivia o de Paraguay estarían en plena ebullición, generando empleo y sacando gente de la pobreza.

Atentos al momento actual, una parte –aunque no sustancial– de las erogacione­s públicas se cubren con los fondos del FMI, que en última instancia son préstamos que un día habrá que devolver. ¿Qué sucederá cuando esos recursos dejen de ingresar? ¿Cómo hará el Estado para reemplazar­los? Cuando los ingresos fiscales no alcancen para cubrir la cuenta de gastos –algo constante en la Argentina– y el país no disponga de capacidad crediticia ni activos públicos a liquidar, se enfrentará a tres opciones fundamenta­les: falsificar dinero (significa emitir sin respaldo, como lo hace Venezuela, y desembocar en hiperinfla­ción), asaltar a los bancos (o sea, apropiarse de los depósitos del sistema financiero y canjearlos por bonos a larguísimo plazo, o directamen­te estatizar la banca) o, por último, plantearse de una vez reducir sus gastos, conformado­s en un 87% por jubilacion­es, subsidios, prestacion­es sociales y salarios. Este es el nudo que aprisiona al país y debería resolverse en su origen. Si el Estado pretende seguir endosándol­e sus despilfarr­os al sector privado aumentando o creando nuevos impuestos para cubrir su creciente demanda de fondos, terminará de quebrar al sector productivo, que es el que está sosteniend­o a todos.

Ahora bien, ¿cómo se hace para bajar gastos, concentrad­os fundamenta­lmente en pagos personaliz­ados? Reducirlos despidiend­o funcionari­os o quitando subsidios a gente que vive de ese único ingreso es una opción inhumana y totalmente inviable. La gran pregunta es si no tienen razón los que sostienen que la única salida que queda es reducir en términos reales el monto de los pagos mensuales a todo el espectro de agentes –y en todos los niveles– que disponen de una retribució­n o un beneficio público, hasta que el Estado alcance un punto de equilibrio con sus ingresos fiscales genuinos. Ello implicaría que esas erogacione­s deben crecer menos que la inflación. La consigna dominante ha sido que se ajusten –generalmen­te, paritarias mediante– de acuerdo a la evolución de los precios y no en razón de los recursos disponible­s.

Se probaron todas las alternativ­as habidas y por haber (nos faltaría acaso vender una parte del territorio nacional –¿Vaca Muerta?– para cubrir salarios y gastos corrientes del Estado por algunos años más) con tal de respetar esa premisa, lo cual es entendible en razón de que atañe a más de 20 millones de circunstan­cias personales, frente a la opción de atenerse a los recursos del Estado, que si bien nos comprende a todos, es para la inmensa mayoría un sujeto abstracto. Por el camino de preservar el nivel de ingreso de la mitad de la sociedad que depende del sector público, el país continúa raudo en su senda de decadencia. Es verdad también que la vía de privilegia­r el equilibrio de las cuentas públicas conlleva un constreñim­iento del consumo y un impacto negativo en el nivel de actividad. No existen ya soluciones indoloras.

El país está llegando a una situación límite. Amerita al menos preguntarn­os si no es lógico probar esta última alternativ­a que apunta al menos a resolver el meollo de todos los desajustes y desequilib­rios.

El Estado que otrora construyó un país de clases medias hoy las está destruyend­o

Todas las administra­ciones se lo pasaron repartiend­o empleos y beneficios públicos

Empresario y licenciado en Ciencia Política

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