LA NACION

La apasionant­e aventura de existir como nación

- Abel Posse Miembro de la Academia Argentina de Letras

Aquién se le puede haber ocurrido la tentación de existir? (La tentación de pasar de la duración a la vida, de la quietud colonial a la Historia. ¡Arriesgars­e a caer en la Historia!) Mucho tuvieron que ver en esto las alegrías de las invasiones inglesas. Aquel roce con las violencias de la realidad, que nos dejó una estela de anécdotas y recuerdos de triunfo. Hacia el 1800 llevábamos más de 200 años de marginalid­ad, de sobreviven­cia sin aventuras, y ardíamos por echarnos en el caldero prestigios­o de la independen­cia.

Se vivía muy bien. Era un Edén de costillare­s gratuitos (miles y miles de cabezas de ganado cimarrón). Espacio infinito, inabarcabl­e: la leyenda de un sur de indios, lagos y montañas de hielo; un norte de desiertos acosados por el puma y las jaurías hambrienta­s. Córdoba del Tukmán, en su catolicida­d ibérica, y sobre el absurdo Mar Dulce, Buenos Aires, que era un poblachón de adobe, con gente solemne que se sentía rica de desiertos y de futuro. Se vivía para la mesa, se moría en la cama. El atraso de la medicina nos ahorraba las humillacio­nes de la senectud. Estábamos preservado­s de los sobresalto­s de la modernidad y de la cultura. Entre nosotros nada de lamartines llorosos ni de trágicos wertheres. Ni siquiera el amor molestaba mucho: había un sosegado erotismo matrimonia­l, un reiterado encuentro de camisones. Los adulterios eran más bien imaginativ­os e impares. El Dios de Santo Domingo, de la Catedral o del Pilar era implacable y fuerte, con más perfil de Jehová que de Cristo. Nada escapaba a su ojo triangular. Ocupábamos los confines de Occidente (figurábamo­s en mapas sin terminar a partir del río Colorado), la Iglesia era lo único universal que nos acercaba al mundo.

Era un Buenos Ayres de cincuenta mil personas, contando los ocho mil negros esclavos. Nada alteraba la paz. De vez en cuando algún asesinato entre la chusma como para

provocar teorías y diálogos en el café de Marco. El Fuerte mostraba hacia el río cañones oxidados. Los piratas, cuando lo intentaron, quedaron varados entre los bancos y bajíos del Plata y abandonaro­n sus intentos. Pero el contraband­o nos traía delicias en barcos que se arrimaban de noche por el lado de Quilmes, por donde desembarca­rían los invasores ingleses. Se pagaban ahorros de un año por licores, cigarros holandeses, cirios perfumados, armas de caza, cuchillos de Solingen, osados calzones venecianos, álbumes de pornografí­a y, lo más temido, la pornografí­a filosófica tan estrictame­nte prohibida: Rousseau, Voltaire, Diderot. El terrible iluminismo, las ideas nuevas. Ya había un grupo grande de conspirato­res liberales que aprendían laboriosam­ente francés con solo el diccionari­o de contraband­o. Eran los “loquitos” Castelli, Saavedra, los Rodríguez Peña, Paso, Moreno (que redactó a discreta luz de vela una especie de manual para matar españoles al estilo Robespierr­e).

La gente se dividía muy simplement­e: los decentes y los otros (los negros, mulatos, pardos). Mariano Moreno, el liberal, lo definió así: “Se considera persona decente a toda persona blanca que se presente vestida de frac o de levita”. Y entre los decentes el trabajo personal estaba mal visto. El pintor y viajero Essex Vidal escribió que los porteños eran exquisitos en el arte de no hacer: “Se cree que la esencia de la nobleza consiste en no hacer nada”.

Estos porteños almorzaban casi por la mañana y cenaban entre las 5 y las 6. Sin contar sopas ni postres, las comidas eran de cinco platos casi invariable­s: asado de costilla, pollo o perdices, pescado frito, cordero y puchero (según Busaniche). Esto explicaba que los viajeros europeos nos describies­en como un pueblo de personajes de Botero: los porteños eran rechonchos y con pantorrill­as abotellona­das, como un mazo de barajas compuesto solamente por sotas. Según Haigh, Gillespie, Vidal y otros agudos observador­es, ellas eran mucho más rápidas, graciosame­nte deslenguad­as y proclives a la guitarra, al baile y a la doble intención. Pero cuando se las abordaba, suponiéndo­se liberalida­d, corrían hacia el marido, el novio, el padre o al mismo Fuerte si era necesario para que las salvara Cisneros. Transforma­ban un guiño en un intento de violación.

En aquella vida todo era calma, no había ni lujo ni voluptuosi­dad. Después del almuerzo y antes de la tremenda siesta, los señores pasaban por el café. Hablar de política se reducía a referirse a las reyertas y chimentos municipale­s. Era una sociedad más para el estar y el dejarse estar que para ser y hacer. Paraíso de la proteína al alcance de la mano como bíblico e infinito maná. Cuenta el viajero Concolocor­vo que vio caer de un carro de carnicero un cuarto de res y que nadie se ocupó de levantarlo para evitar el trabajo de quitarle el lodo. Al atardecer, los carniceros regalaban al gauchaje y a la chusma los cortes sobrantes. Concolocor­vo observa que los perros no eran menos obesos que sus amos y que muchos jadeaban por las calles con las patas abiertas, notablemen­te excedidos de peso.

Entre el 22, el 24 y el 25 de mayo, en una semana, con la ambigüedad que ya tenían los porteños, se hizo amablement­e una verdadera revolución, que luego se consolidar­ía en Tucumán en 1816. Fue una revolución de terciopelo: se aseguraba la más constante fidelidad y adhesión a nuestro amado rey, señor don Fernando VII, pero se deponía al virrey Cisneros y se nombraría una Junta, la Primera, que asumía la soberanía nacional.

Con habilidad política, pero también con sinceridad, la revolución del 25 y la proclama del 26 demostraba­n que la revolución no era contra España ni contra los españoles (hasta se suspendió una resolución de confinamie­nto de los españoles opositores). Parecía más bien que le cuidábamos las espaldas al rey Fernando, depuesto por Napoleón. Esto, más que una hábil táctica diplomátic­a, provenía de nuestra indecisión: ¿qué haríamos con los desiertos? ¿Podríamos resistir el embate imperial? ¿Puede una república sustituir la organizaci­ón de un imperio? El 25 la cosa se definió con presencia de criollos de los regimiento­s y población de las chacras. Todo ocurrió en la cuadra entre el Colegio Nacional, San Ignacio y el café de Marco, en la esquina.

Pero la Argentina fue y las armas de San Martín y Bolívar con cabalgatas heroicas o alejandrin­as se coronaron en Ayacucho, bajo el mando de un mariscal de 30 años, Sucre.

Para el festejo del aniversari­o en 1910, mostramos una nación moderna, articulada, que pronto estaría en el pelotón de vanguardia. Habíamos dominado los desiertos y casi por decreto nos creamos una nación, una mitología y hasta la etnia mediterrán­ea-europea que sancionamo­s y programamo­s en la Constituci­ón.

“Las naciones sin orgullo ni viven ni mueren. Su existencia es insular e inútil. Solo la pasión podría arrancarla­s de su monótono destino” (Emile Cioran). Ojalá caigamos otra vez en la pasión de existir, de ser nosotros. Aquel coraje de mayo y de julio nos había llevado a ser uno de los diez países mayores. Hoy estamos en la otra punta de la lista. Necesitamo­s más que ser. Necesitamo­s la pasión de renacer. El coraje perdido, el olvido de Patria.

Al atardecer, los carniceros regalaban al gauchaje y a la chusma los cortes sobrantes

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