LA NACION

La aventura de dar lo que no se tiene

- Diana Fernández Irusta

Me lo explicaron, quizá no mil, pero sí unas cuantas veces. Hasta creí entender lo que esa frase decía; certeza que, más o menos rápidament­e, se diluyó. La conocida sentencia de Jacques Lacan: “Amar es dar lo que no se tiene a quien no es”. La intensidad del oráculo; su misma sustancia críptica, esa intuición de que algo ligado con la verdad yace ahí. Late, refulge; no puede asirse.

Recordé el dicho lacaniano hace unos días, durante una obra teatral. Atlántico, de Alfredo Staffolani, dirigida por Luciano Suardi en Teatro Anfitrión. Una obra pequeña, que

cuenta una historia ínfima. Chico conoce chica. Más precisamen­te, Inés conoce a Diego; a Diego, que está con la Rubia. Una historia pequeña sobre un amor fugaz, acontecido entre el ir y venir de la marea. Inés nació y vive en Necochea; Diego y la Rubia están de paso. Y son, todos ellos –la ciudad, los amantes entrecruza­dos, la playa no demasiado glamorosa–, tremendame­nte frágiles, erróneamen­te grises, un apunte al costado del libro de los grandes acontecimi­entos.

La historia es pequeña, conocida, y está maravillos­amente contada. Dos o tres guiños de iluminació­n, una escenograf­ía depurada que tan pronto nos instala en medio de la arena como nos lleva a un bar y de ahí a un auto, a una cama, de vuelta al bar. Inés y Diego se gustan, se besan, se aman; Diego la quiere a la Rubia, que se rompe de despecho, y los tres se enredan, sufren, se inventan espacios de encuentro que duelen de escasos y breves. Por momentos son tan torpes que hasta dan risa. Y uno recuerda lo que ayuda reírse cuando se vuelve intolerabl­e esto incompleto, incierto y doliente que somos.

El encanto de Atlántico está en las interpreta­ciones y en el modo en que la historia es contada. Hay palabra en acción y palabra dicha. Inés actúa su amor, pero también lo cuenta; hay algún contrapunt­o entre lo que ella narra y lo que ocurre ante nuestros ojos: pequeñas, interesant­es distancias, entre su mirada, la de Diego, la nuestra.

Un juego que recuerda, aun en todo lo que las distancia, al de la serie The affair, de Sarah Treem y Hagai Levi. Allí también está el mar como testigo (o quizá más que eso); también hay una infidelida­d, una puerta abierta a lo ingobernab­le del deseo, y el sobrevuelo de una sospecha, la misma que en Atlántico emerge en boca de Inés y le hace decir, cual Casandra de lo amoroso: “Todo, siempre, termina mal”.

Noah y Alison, los personajes centrales de The affair, se desean a morir. Ambos están casados, ambos sienten culpa, ambos presienten que lo que asoma como un desliz veraniego tendrá devastador­es efectos en cadena. Tienen idas y venidas, por momentos son rudos, exudan humana sensualida­d. Se buscan con desesperac­ión, pero incluso cuando se encuentran siguen estando solos. En The affair el punto de vista es rey, y en más de una ocasión asistimos al mismo hecho, visto una vez a través de los ojos de Alison, otra por intermedio de Noah. Y ahí está lo jugoso: siempre surge alguna disonancia; ambos vivieron lo mismo, pero no. A veces son desacoples de género; otras, podría sospechars­e, errores de interpreta­ción. O simples, tal vez secretamen­te turbias, mentiras.

Aunque en Atlántico no subyace el poso de oscuridad que hilvana las pasiones de The affair, sí reluce el hallazgo de ese punto de quiebre: la soledad inconfesab­le, el embrujo que impulsa a dos desconocid­os a hacer lo imposible por estar juntos. Y lograrlo, y estar, y que siempre sepa a poco. Y que el malentendi­do, y que la distancia, y el sinsabor y el vacío. La certeza agridulce de saber que, así y todo, algo ocurrió; eso mismo que trastorna y obliga a seguir deseando. Diego e Inés son las “imágenes paganas” de la canción de Virus (cuyo estribillo viene impreso en el programa de Atlántico), besos y ausencia arremolina­dos; bocas empecinada­s en “pronunciar el silencio”.

Son tremendame­nte frágiles, un apunte al costado del libro de los grandes acontecimi­entos

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina