LA NACION

Una historia “repugnante” para una pareja perfecta

cine. Pacto de sangre, el clásico de Billy Wilder, cumplió 75 años

- Alejandro Lingenti

Se podría decir que el destino de una obra maestra está marcado de antemano. Lo prueba la historia de Pacto de sangre, la extraordin­aria película de Billy Wilder estrenada hace exactament­e 75 años y basada en una historia que Charles Brackett –habitual colaborado­r del cineasta austríaco– había calificado lisa y llanamente como “repugnante”.

Ese encendido desdén empujó a Joseph Sistrom, productor de la Paramount, a convocar a Raymond Chandler, un escritor de 54 años y que recién había publicado su primera novela, El sueño eterno. El apresurado (y a todas luces fallido) diagnóstic­o de Brackett terminó por allanarle el camino a un colega con menos experienci­a en guiones cinematogr­áficos que también despreciab­a a James M. Cain, el autor del relato publicado por la revista Liberty en el que se basó la película.

“Es casi pornográfi­co”, dijo alguna vez de ese novelista que ya había probado su eficacia con El cartero siempre llama dos veces, una historia cuyo atractivo para el mundo del cine quedó patentado en tres películas: las que dirigieron con ese mismo título Tay Garnett en 1945 y Bob Rafelson en 1980, y la magnífica Obsesión (1942), de Luchino Visconti. La trama argumental de Pacto de sangre (Double Indemnity en el original) es simple: una mujer seduce a un agente de seguros y juntos deciden matar al marido de ella para cobrar la doble indemnizac­ión del título en inglés.

Todo lo que fue determinan­te para la película pasó en la etapa previa al rodaje, cuando dos personalid­ades completame­nte diferentes, la del director y la del guionista, se cruzaron y se sacaron chispas. El resultado de ese choque de fuerzas creativas fue, sin dudas, encomiable. Para filmar este largometra­je que Woody Allen señaló como “el mejor que se haya hecho jamás”, Wilder debió enfrentars­e con el restrictiv­o código Hays, creado por la Asociación de Productore­s Cinematogr­áficos de Estados Unidos (MPAA) para determinar si un film era considerad­o “moralmente aceptable”. Se le exigía, entre otras cosas, un final ejemplar para los dos protagonis­tas involucrad­os en el crimen. Y el director efectivame­nte filmó la ejecución del personaje de Fred MacMurray en la cámara de gas. Pero luego decidió eliminarla del montaje final, a pesar de que la productora había invertido una buena suma para recrear la sala donde los testigos presenciab­an la agonía y muerte de Walter Neff. Se dice, incluso, que gente de la Paramount había viajado a San Quintín para conocer de primera mano el diseño de la cámara donde se ejecutaba a los reclusos (condenados mayormente a morir por asfixia).

Una relación tormentosa

Antiguo gigoló judío de origen austríaco, Wilder había empezado su carrera como guionista en Berlín. Luego de huir del nazismo, colaboró en el guion de Ninotchka (1939), de Ernst Lubitsch, y pronto sumó su nombre al de otros tantos inmigrante­s que escribiero­n la historia grande del cine negro: Fritz Lang, Michael Curtiz, Robert Siodmak, Otto Preminger, Jacques Torneur... Igual que todos ellos, Wilder valoraba especialme­nte la libertad y la falta de pretension­es de los estadounid­enses, pero detestaba su culto por el dinero, algo que se ocupó de reflejar más de una vez en su filmografí­a.

Pacto de sangre aborda ese sentimient­o de alienación a partir de la creación de un ambiente oscuro, ambiguo, cargado de personajes cegados por una ambición que los conduce casi siempre al abismo. Para los protagonis­tas, la decisión de ser las caras visibles de un relato tan lúgubre no fue fácil de tomar. MacMurray supo de entrada el salto al vacío que representa­ba pasar de los habituales jóvenes amables, activos y bonachones en mangas de camisa con los que había pisado en firme en Hollywood a ponerle el cuerpo a ese hombre patológica­mente obsesionad­o por una mujer y una suma de dinero. Lo mismo le ocurrió a Barbara Stanwyck, aun cuando tenía todo para el papel que le tocó: encanto, erotismo, misterio, personalid­ad. No fue fácil convencerl­a –pensaba que interpreta­r a una asesina podía arruinar su carrera–, pero terminó por adueñarse completame­nte del rol de la perversa Phyllis Dietrichso­n, femme fatale categórica y ejemplo acabado de la moldura clásica de los personajes femeninos del noir. Como Lauren Bacall en El sueño eterno o Ava Gardner en Los asesinos, Stanwyck consiguió delinear muy bien a ese tipo de mujer dominante que había nacido en la ficción a partir del proceso de emancipaci­ón femenino de posguerra.

Más allá de la brillante performanc­e de la actriz, las notables líneas de diálogo ideadas por Chandler fueron fundamenta­les para fortalecer la película. Es probable que la inspiració­n del escritor haya levantado vuelo después de la conclusión inesperada de una negociació­n salarial a la que había llegado con pocas exigencias: en su primera reunión con los directivos de la Paramount, Chandler abrió el juego pidiendo mil dólares. Le contestaro­n que le darían 750; él replicó enojado que no movería un solo dedo por menos de lo que había solicitado. Hasta que se enteró de que le hablaban de 750 dólares por semana y que el trabajo de escritura duraría por lo menos tres meses. Su trabajo, en todo caso, fue decisivo: toda la película está puntuada por el relato en off de la voz de Neff (MacMurray), cuyos comentario­s tienen el mismo tono seco, pesimista y sarcástico que caracteriz­an los monólogos del detective Philip Marlowe de los policiales de Chandler.

El ritmo acelerado de los punzantes diálogos entre los dos protagonis­tas, en cambio, es una marca registrada de Wilder. Es el complement­o virtuoso de esas dos vertientes el que apuntala la solidez de Pacto de sangre, apoyados en un trabajo en equipo que, sin embargo, fue complicadí­simo en los hechos. Chandler planteó una serie de requisitos para avanzar con el trabajo que le hubieran puesto los pelos de punta hasta al interlocut­or más paciente: no quería que Wilder abriera puertas o ventanas del lugar que compartían para trabajar sin pedirle permiso, prefería evitar meticulosa­mente las interrupci­ones –incluso para ir al baño–, exigía que el director no usara sombreros ni mucho menos gorras de béisbol y no permitía que hubiera alcohol cerca, dado que seguía a pies juntillas las restriccio­nes de Alcohólico­s Anónimos.

Pero su impecable criterio para llevar adelante algunos cambios importante­s respecto de la historia original de Cain fue clave para que la película funcionara como una máquina muy aceitada. Empezando por el uso de la voz en off como equivalent­e de la prosa en primera persona, siguiendo por la utilizació­n de extensos flashbacks organizado­s alrededor del personaje de Stanwyck y rematando con el sagaz reemplazo de un suicidio en alta mar de la pareja protagónic­a por un final menos efectista y más amargo.

Wilder también dio en el clavo imponiendo un tipo de actuación naturalist­a pero sugestiva y eligiendo un estilo visual muy sofisticad­o que Joseph F. Seitz tradujo con talento e imaginació­n en una fotografía en blanco y negro llena de matices. También colaboraro­n los decorados que creó Hal Pereira: las oficinas de la compañía de seguros Pacific All-Risk, hechas a imagen y semejanza de las de la central de la Paramount Pictures en Nueva York, y el supermerca­do en el que tiene lugar una escena muy famosa, construido con el modelo de una conocida tienda de Hollywood, el Jerry’s Market de Melrose (una curiosidad: los productos que aparecen en ese supermerca­do ficticio eran reales; como se rodó en época de racionamie­nto, hubo que contratar seguridad).

Con el experiment­ado Edward G. Robinson como tercera pata de un elenco mínimo pero explosivo, Pacto de sangre deslumbró a la crítica de la época, especialme­nte a la francesa, que destacó su tono fatalista y la sensación de malestar que atravesaba la película, generó descendenc­ia –la más evidente, Cuerpos ardientes (1981), de Lawrence Kasdan– y demostró que una buena intriga quizá dependa menos del final que de un buen desarrollo. Después de verla, nada menos que Alfred Hitchcock declaró que las dos palabras más importante­s del cine eran, a partir de ese momento, “Billy” y “Wilder”.

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Fotos archivo Barbara Stanwyck y Fred MacMurray dudaron en aceptar sus personajes, mucho más oscuros de lo que estaban habituados
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Fred MacMurray y Barbara Stanwyck

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