La música inmortal
Muchos siguen fascinados por las vanguardias artísticas como si fueran algo que pasó esta mañana. Es cierto que su nombre mismo (vanguardia) da a entender que sus acciones y provocaciones están todavía en “la primera línea”. Pero, como dijo hace algunos años Beatriz Sarlo, las vanguardias fueron una formación histórica tan transitoria como los goliardos. La historia no es reversible, y lo que fue no volverá a ser.
Pero esa condición irreversible no trae consigo la conclusión de que se hayan agotado los efectos de las vanguardias. No se trata ni siquiera
de efectos artísticos (esos los conocemos ya de sobra); son sencillamente ideas –digámoslo con esa imprecisión– que no habrían salido a la luz sin la piedra de toque vanguardista.
En 1953, Juan Eduardo Cirlot publicó en España su libro Introducción al surrealismo. Además de escribir un Diccionario de símbolos que no dejó de reeditarse, fue músico, poeta, amigo de Alfonso Buñuel, el hermano pintor de Luis, el director de cine, y a él precisamente está dedicado su estudio sobre el surrealismo.
Quien lea el libro de Cirlot sabrá que no es solamente el surrealismo aquello que está muerto, sino también un modelo de intelectual irrepetible, capaz de la lectura más erudita e implacable (quien sabe mucho suele ser implacable porque es muy difícil que se logre engañarlo). Vista superficialmente, esta Introducción al surrealismo parece un inusitado ejercicio arqueológico; de cerca, en cambio, el surrealismo de André Breton –a quien Cirlot trató en profundidad– se revela como la excusa para revelaciones de alcance más amplio.
Dos o tres páginas bastan. hace ya bastante, publiqué un libro en el que afirmé temerariamente, sin muchas justificaciones, que nunca había existido una música surrealista. La única explicación eran los hechos: sencillamente, no hay. Faltaba saber por qué. Cirlot ya lo había explicado, definitivamente. Para empezar, no había ninguna causa por la que la música no pudiera ganar para sí las técnicas surrealistas, ya sea en la poesía o en las artes visuales (recordemos que el collage sonoro podemos encontrarlo ya en las sinfonías de Gustav Mahler), o incluso en su aprovechamiento de los sueños. La razón es entonces otra. Nos dice Cirlot: “Más que una incapacidad de la música para adaptarse técnica y expresivamente a las métodos y fines del surrealismo, debe tratarse de una disparidad más profunda”.
Apoyado en la autoridad y en las investigaciones del musicólogo Marius Schneider –otra figura igualmente irrepetible–, Cirlot saca una conclusión sorprendente que apunta a una metafísica del arte. Son unas pocas líneas, pero piden a gritos que se las cite enteras: “La música sería la expresión propia del ser, en cuanto espíritu dotado de inmortalidad capaz de penetrar en las cosas perecederas, pero sin identificarse con ellas. Las artes visuales serían la expresión de la parte perecedera, finita, transitoria del mundo. El surrealismo, naturalmente, por su ideología y su pesimismo no podía dejar de entregarse a lo espacial y transitorio, rechazando a la vez la música y la idea de la inmortalidad”.
La conclusión es fulminante, y es imposible no admirar la audacia y el voluntario anacronismo. Todas las artes pueden mezclarse porque, como enseñó el filósofo Zenón de Elea cuatro siglos antes de la era cristiana, “no existe ninguna cosa que no pueda ser comparada con otra”. Pueden, sí, pero no si no se quiere. El surrealismo apostó todo, un pleno, a lo pasajero. Ya sabemos qué pasó después. Quedó una juguetería en ruinas, que visitamos con la curiosidad malsana de saber con qué extravagancias se distrajeron otros, antes. En cambio, Franz Schubert o Morton Feldman, o quien el lector prefiera nombrar, conocían –aun sin saberlo– la fórmula de la inmortalidad.
Quedó una juguetería en ruinas que visitamos con una curiosidad malsana