Inflación, ausente en los discursos
El mayor problema económico solo está implícito en los spots de campaña; resolverlo costará más de lo previsto, dice scibona
Un dato que suele pasar inadvertido es que los jóvenes de 16 a 18 años que podrán votar en las elecciones presidenciales del 27 de octubre, prácticamente nunca vivieron con una inflación de un dígito anual, salvo cuando recién nacían. Esta realidad diferencia a los centennials argentinos (nacidos en el siglo XXI) de sus pares de la mayoría de países latinoamericanos en un mundo de inflaciones bajas. Sobre un total de 180 países, apenas una veintena registra una inflación de dos dígitos. Y, dentro de este indeseable grupo, la Argentina se ubica entre los cinco primeros puestos del ranking encabezado por Venezuela, con su incalculable hiperinflación de ocho dígitos (10.000.000% según la estimación del FMI para 2019).
Aun sin llegar a estos exorbitantes extremos, la economía argentina padeció tres hiperinflaciones (1975, 1989 y 1990) y una alta inflación crónica desde hace décadas, sólo interrumpida por períodos más o menos breves de estabilidad que no fueron sostenibles (como la “inflación cero” de Cámporaperón-gelbard, en 1973/1974; el Plan Austral de Alfonsín-sourrouille, en 1985/1986; la convertibilidad de Menem-de la rúa- Cavallo, en 1991/2001 y el trienio 2003/2005 de Kirchner-lavagna).
Oculta bajo las falsificadas estadísticas del
Indec, durante los dos mandatos de Cristina Kirchner la inflación verdadera fue creciendo hasta ubicarse en torno de 25% anual promedio en los últimos años, mientras la pobreza –también antes camuflada– volvía a subir hasta 30%. Y si bien Mauricio Macri tuvo el gran mérito de haber recuperado la confiabilidad de las estadísticas oficiales con Jorge Todesca al frente del organismo, no podrá disimular que la inflación habrá de registrar un promedio simple de casi 39% anual cuando en diciembre se convierta en el primer presidente no peronista que complete su mandato. Así, su ambicioso objetivo inicial de “pobreza cero” quedará a una lejana distancia de 35 puntos porcentuales.
Solo con el “prontuario” de la última década resulta llamativo que bajar la inflación –el mayor y más complejo problema económico argentino– ocupe un lugar secundario en los elementales spots de la campaña electoral, pletóricos de obras públicas en el caso de Macri y de expresiones de deseos en la oposición. Tal vez porque el fracaso de Cambiemos en este terreno no redime al de CFK que, además, dejó una fenomenal herencia de inflación reprimida (por el atraso del tipo de cambio y tarifas de servicios públicos) y fuerte distorsión de precios relativos. Ni viceversa.
El economista Daniel Heymann puntualiza que la economía atraviesa un ciclo de 5/6 años en el cual el “ancla” cambiaria desemboca en la típica restricción externa (escasez de dólares), se traduce en devaluaciones significativas del peso y posteriores saltos inflacionarios. Ocurrió con las devaluaciones de
2014, con una inflación que llegó a 40% anual; de 2016, con un nivel similar, y de 2018, con
50%. Qué podría ocurrir en 2020 por ahora es una incógnita ligada al resultado electoral.
Todo esto no forma parte de la campaña. A lo sumo, el problema inflacionario está implícito en los spots de Alberto Fernández (“el caos que nos dejan”) y de los partidos de izquierda (Nicolás del Caño), que aluden a la caída del salario real y el aumento de la pobreza, sin plantear cómo resolverlo.
Algo similar ocurre con los discursos o declaraciones de otros candidatos presidenciales. roberto Lavagna habla de priorizar la producción como antídoto de la inflación y José Luis Espert, de bajar drásticamente el gasto público y la presión tributaria para atacar sus causas. Pero se trata de eslabones sueltos que no alcanzan a delinear un programa antiinflacionario.
En el oficialismo, Macri y otros candidatos admiten genéricamente la necesidad de seguir reduciendo los desequilibrios macroeconómicos (fiscal y externo) mediante reformas estructurales (previsional, tributaria, laboral), a la vez que celebran la incipiente pero lenta desaceleración inflacionaria de los dos últimos meses, apoyada en la menor volatilidad cambiaria. Pero saltean dos interrogantes. Uno, cómo manejar la inercia de la alta inflación pasada con la indexación de tarifas de servicios públicos (suspendida hasta fin de año), buena parte del gasto estatal
El fracaso de Cambiemos con la suba de precios no redime a CFK, que dejó una fenomenal herencia de inflación reprimida
(jubilaciones y planes sociales), salarios y contratos privados. Otro, cómo avanzar en aquellas reformas si la actual polarización política –que implica dos modelos opuestos de país– se refleja en la primera vuelta electoral y, por consiguiente, en el Congreso, donde dificultará acuerdos legislativos.
Por ahora, solo el presidente del Banco Central, Guido Sandleris, admite públicamente que la inflación es alta (la suba de 2,7% de junio equivale a casi 38% anualizada) y llevará tiempo reducirla. De hecho, el último reporte del staff técnico del FMI no solo actualizó a
40% la proyección para 2019, sino que elevó a 32% la de 2020. O sea, 5 puntos por encima del 27% estimado en el relevamiento de Expectativas de Mercado (REM) que recoge el BCRA. Y prevé, además, un 21% para diciembre de 2021. A este ritmo, bajar la inflación a un dígito no sería factible antes de 2023 o
2024, según las políticas que se adopten. También hay que agregar otro factor: después de tantos años de inflación, la demanda de buena parte de la sociedad pasa más por neutralizar sus efectos (al menos, empatarle), que por bajarla drásticamente mediante políticas de shock.
Heymann, uno de los artífices del Plan Austral (y autor de la tabla de “desagio” que en 1985 permitió desindexar tarifas y contratos, ajustados a casi 30% mensual), coincide con este punto. Su argumento es que resulta más rápido bajar de una inflación muy alta –más de 100% anual– a un dígito, que desde un nivel de 30/40% anual. También lo extiende a las hiperinflaciones y recuerda el consenso social que generaron dos programas similares como la Convertibilidad (1991) y el Plan real brasileño (1994), aunque con desenlaces muy diferentes.
El economista sostiene que los programas de desinflación exitosos y sostenibles tardaron varios años para converger a un dígito anual, e incluyeron la persistencia en políticas fiscales y monetarias prudentes a mediano y largo plazo. Por eso, recomienda leer la tesis de maestría Moderando inflaciones moderadas, presentada en 2013 por el economista Fernando Morra, de la UNLP. El trabajo analiza los datos de 128 países, de los cuales 108 registraron incrementos en el nivel de precios de entre 15% y 30% durante tres o más años en el período 1960/2011.
Según los resultados, hubo 57 procesos exitosos, con una duración media de 4 años y una desinflación promedio de 5,9% anual. Dos de ellos fueron los de Colombia y Chile (que se extendieron más de una década) y compartieron instrumentos similares, sin afectar la actividad económica. En Chile, después de diez años de reformas estructurales, la inflación bajó desde 20% anual en 1992 a
3,5% desde 1997, previa escala de dos años al
10%. En Colombia hubo más altibajos: subió de 23 a 27,5% en los 80, se redujo a 20% desde
1993 y seis años después bajó a 5,7%. En ambos países se consagró por ley la independencia de los bancos centrales (en el caso colombiano, con obligación de anunciar una meta de inflación anual, luego complementada con una política de agregados monetarios) y la aplicación de instrumentos institucionales de indexación (UPAC y UF). Otra similitud fue facultarlos a intervenir en el mercado cambiario y, en el caso chileno, anunciar una banda de devaluación junto a la meta de inflación, otra de déficit de cuenta corriente y una estricta regulación para desalentar el ingreso de capitales de corto plazo, abandonada a fines de los 90. En los dos países hubo un ancla cambiaria nominal, cuya credibilidad hizo que el traslado a precios de la devaluación fuera cayendo con los años.
Morra explica, además, que ambas economías presentaban un alto grado de indexación de salarios en función de la inflación pasada, con lo cual las desinflaciones deben ser necesariamente lentas y persistentes, ya que el crecimiento del salario real se relaciona con la velocidad de desinflación y una suba abrupta de precios y salarios generaría desequilibrios que pondrían en duda el propio proceso.