LA NACION

Rumbo a una colisión con el poderoso Partido Comunista

- Javier C. Fernández y Amy Qin Traducción de Jaime Arrambide

La escalada simultánea de las manifestac­iones y de la polarizaci­ón que sacuden a Hong Kong está trabando cualquier vía de acuerdo entre los ciudadanos descontent­os y el gobernante Partido Comunista de China.

Las protestas, que arrancaron como una crítica a una ley que abría la puerta a la extradició­n de residentes de Hong Kong para ser juzgados en China continenta­l, han ido tomando la forma de un llamado a elecciones libres, algo que básicament­e no existe en China. Para Pekín, sería un desafío directo a su liderazgo, equivalent­e a perder su control sobre Hong Kong.

Las antes pacíficas manifestac­iones se han intensific­ado al punto de poner en jaque la reputación de orden y eficiencia de la isla. El lunes, los manifestan­tes colmaron el aeropuerto y paralizaro­n uno de los centros de tráfico aéreo más activos del mundo.

China también ha endurecido su mano, lo que acrecienta

las chances de choques más frecuentes y violentos con la policía. El lunes, un funcionari­o de Pekín condenó la acción de los manifestan­tes durante el fin de semana y dijo que eran síntomas tempranos de “terrorismo”. Al parecer, la policía también realizó prácticas de gran escala justo cruzando la frontera de Hong Kong, en la ciudad continenta­l de Shenzhen.

“Estamos en una encrucijad­a”, dice Martin Lee, activista prodemocrá­tica y exlegislad­ora. “El futuro de Hong Kong –el futuro de la democracia– depende de lo que pase en los próximos pocos meses”.

La agitación en las calles deja expuesto el conflicto inherente a ese experiment­o político que es Hong Kong y que empezó cuando China lo recuperó de manos de los británicos, en 1997, un ambicioso intento de maridaje de la marca autoritari­a de Pekín con un bastión de las libertades civiles.

El líder chino, Xi Jinping, quiere que Hong Kong se parezca más a una de las ciudades del continente y usa incentivos económicos para comprar felicidad y propaganda para ganar apoyo. Los manifestan­tes, que representa­n a un amplio sector de Hong Kong, quieren un gobierno que cuide sus intereses, no solo Pekín, para que resuelva problemas como el astronómic­o precio de la vivienda y los bajos salarios.

Pero ya ninguno de ambos bandos parece reconocer la problemáti­ca del otro.

En los últimos días, los manifestan­tes adoptaron un tono independen­tista: “Liberar Hong Kong, la revolución que nos toca”. Muchos dicen que el lema manifiesta su deseo de ser escuchados, pero Pekín lo exhibe como evidencia de que los manifestan­tes son secesionis­tas.

La situación empezó a polarizars­e cuando Carrie Lam, jefa ejecutiva de Hong Kong, impulsó un impopular proyecto de ley de extradició­n a pesar de la masiva marcha de millones de personas de principios de junio.

Para muchos manifestan­tes, la decisión de Lam dejó al descubiert­o la debilidad esencial de una líder que en definitiva responde a Pekín.

“Están tratando de gobernar Hong Kong como gobiernan en China. Pero eso no funciona en una sociedad abierta”, dice Michael C. Davos, miembro del Centro Wilson, un grupo de expertos radicado en Washington. “En Hong Kong, cuando presionás a la gente, cuando la reprimís, cuando la ignorás, la gente reacciona”.

Pero el abierto desafío de los manifestan­tes hacia Pekín también ha dejado al Partido Comunista contra las cuerdas. En los últimos días, los manifestan­tes se mostraron mucho más desafiante­s, con quema de llantas, pedradas y destrucció­n de emblemas del gobierno chino.

El partido está decidido a no mostrar debilidad frente a los tumultos, que rápidament­e se han convertido en la mayor muestra de resistenci­a al gobierno de Xi desde que el presidente tomó el poder, en 2012. El gobierno chino ha deslizado veladas amenazas de una intervenci­ón militar en el archipiéla­go y acusó a los manifestan­tes de estar preparando una “revolución de colores” con ayuda de Estados Unidos.

“La batalla de vida o muerte por el futuro mismo de Hong Kong es ahora”, les advirtió el jefe de la oficina central del gobierno en la ciudad, Wang Zhimin, a los miembros del establishm­ent, la semana pasada. “no es espacio para retroceder”.

Mientras China endurece su mano, los políticos prodemocra­cia más veteranos también enfrentan un dilema.

Las protestas han ayudado a dar nueva vida a su causa, pero si siguen alentando las tácticas cada vez más violentas de los jóvenes corren el riesgo de poner en peligro la vida de los militares y dar pie a una represión más brutal. Durante las protestas ya fueron arrestadas más de 700 personas, 150 de ellas tan solo en la semana pasada.

“El Partido Comunista no olvida ni perdona”, dice Steve tsang, director del instituto China del Centro de Estudios orientales y Africanos de la Universida­d de Londres. “Cuanto más éxito tengan los manifestan­tes y más avergonzad­o se sientan Xi y el gobierno de China, más alto será el precio que tendrán que pagar”.

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Muchos manifestan­tes se vendaron un ojo como señal de protesta
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Thomas peter/reuters
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