LA NACION

La imperiosa necesidad de derogar la ley de las PASO

absurdo. Las primarias obligatori­as han distorsion­ado el sistema de la elección presidenci­al transformá­ndolo en uno de triple vuelta

- Emilio Ibarlucía Profesor de Derecho Constituci­onal UBA

Finalmente se llevaron a cabo las primarias abiertas, simultánea­s y obligatori­as (PASO), que desde hace tiempo dirigentes de todos los partidos políticos critican duramente y consideran totalmente absurdas e innecesari­as, aunque no se atreven a tomar el toro por las astas y propiciar su derogación o modificaci­ón.

Y estas primarias han sido especialme­nte absurdas. No solamente porque han implicado un costo astronómic­o al erario (más de $4500 millones de pesos), sino también porque no se ha dirimido ninguna interna y, por ende, no se eligió formalment­e nada (los candidatos ya estaban elegidos). Se trató solo de una “gran encuesta nacional”, pero con la nefasta consecuenc­ia de que anticipó el resultado de las verdaderas elecciones y falta mucho tiempo para que se produzca el cambio de gobierno.

Es hora de que reflexione­mos en serio y que ya comience a pensarse que el año que viene (año no electoral) debe modificars­e la ley 26.571, que las instauró en 2009.

El problema de fondo es que se trata de una ley de muy dudosa constituci­onalidad y por eso genera los problemas que hemos vivido y que soportarem­os en estos meses.

En efecto, la Constituci­ón de 1853/60 no contempló los partidos políticos porque se suponía que la política estaba reservada para las personalid­ades notables. Nacieron, en el sentido moderno, a fines del siglo XIX, y la reforma de 1994 consideró necesario darles jerarquía constituci­onal. “Son institucio­nes fundamenta­les del sistema democrátic­o”, dice el artículo 38, y agrega: “Su creación y funcionami­ento son libres dentro del respeto a esta Constituci­ón, la que garantiza su organizaci­ón y funcionami­ento democrátic­o…”.

Es obvio que cuando prescribe que son “libres” lo que quiere la Constituci­ón es garantizar que puedan formarse y organizars­e de acuerdo con sus principios ideológico­s y plataforma­s políticas con la menor injerencia posible del Estado. Este solo debe garantizar que funcionen democrátic­amente, que las minorías estén representa­das, que haya competenci­a para la postulació­n a cargos públicos electivos, el acceso a la informació­n pú

blica y la difusión de sus ideas. De ningún modo ello autoriza al Estado a imponerles autoritari­amente la forma de selecciona­r sus candidatos a los cargos electivos.

Si un partido político o alianza de partidos desea que solamente participen en tal decisión los afiliados –que han demostrado comulgar con su plataforma ideológica–, debe estar en su derecho de hacerlo de esa manera. Y si desea que partiquién cipe en tal decisión cualquier otra persona, también debe poder hacerlo, pero lo que no es posible es que el Estado se lo imponga.

Por la misma razón, ser “libres” implica que tengan plena autonomía para decidir cuándo harán la elección interna no solo para autoridade­s partidaria­s, sino también para postulante­s a cargos electivos. En definitiva, el partido político debe tener plena libertad para decidir cuándo, cómo y con qué método selecciona­rá a los candidatos que mejor lo representa­rán y explicarán sus propuestas a la ciudadanía.

La imposición por ley de las elecciones internas para elegir candidatos en forma obligatori­a y simultánea a todos los partidos o alianzas lejos de fortalecer a los partidos políticos ha contribuid­o a su destrucció­n. No existen bajo la inteligenc­ia con que la Constituci­ón los concibe. Solo existen hoy “referentes” y “espacios” (que no se sabe qué quiere decir). Hasta tal punto la ley distorsion­a la voluntad de la Constituci­ón que todos los partidos y dirigentes se rebelan contra ella y hacen todo lo posible para que no haya internas en la forma que se pretende.

En segundo lugar, las PASO han desnatural­izado totalmente el sistema de elección presidenci­al instaurado con la reforma de 1994. Como es sabido, se superó el sistema de elección indirecta (colegio electoral mediante) de la Constituci­ón histórica para adoptar la elección directa (con el país como distrito único) con doble vuelta inspirado en el sistema francés del ballottage, aunque con peculiarid­ades argentinas. La finalidad de este sistema es que en la primera vuelta los electores elijan al candidato afín a sus preferenci­as ideológica­s o políticas aunque no tenga posibilida­d alguna de ganar y que en la segunda vuelta elijan al que consideren más cercano a ellas entre los dos contrincan­tes que queden, de forma tal que el presidente electo asuma con una mayor legitimida­d de origen.

Las PASO distorsion­an tal finalidad. Transforma­n la elección presidenci­al en un sistema de triple vuelta. Es que se convierten, en la práctica, en una primera vuelta. El día de su realizació­n se habla de ganó (o sea, quién sacó más votos en la comparació­n entre precandida­tos de distintas fuerzas y no entre contrincan­tes de una interna), lo que condiciona la elección “en serio” que vendrá después e influye en ella. En esta (teóricamen­te primera vuelta) muchos ya no votarán según sus afinidades políticas, sino al que tenga más posibilida­des de ganarle a aquel que más rechazo les provoca.

La obligatori­edad del voto y la simultanei­dad de las primarias son una originalid­ad del sistema argentino con una nota adicional: postulados los precandida­tos no puede haber modificaci­ones, de forma tal que los participan­tes de la interna no pueden hacer acuerdos para compartir la fórmula presidenci­al, ni siquiera con precandida­tos de otros partidos. No es así en Estados Unidos (donde no son simultánea­s) ni en Uruguay, países en los que, además, el voto en las primarias no es obligatori­o. En nuestro país, el sistema es rígido y disfuncion­al, dado que obliga a decidir con cuatro meses de anticipaci­ón fórmulas rígidas, inmutables.

Es una exigencia constituci­onal que las leyes deben cumplir con el principio de razonabili­dad. Todas las leyes persiguen fines, y para ello implementa­n medios o mecanismos que deben ser idóneos para alcanzarlo­s. Supuestame­nte, la ley 26.571 procura la democratiz­ación de la representa­ción política (así se llama), y es evidente que lejos está de lograrlo. Los candidatos se siguen eligiendo a dedo o mediante conciliábu­los nada transparen­tes y los partidos políticos son meros sellos, más débiles que nunca.

A ello se suman los grandes inconvenie­ntes que provocan: adelantan la disputa electoral, dejando solo un año intermedio para que se pueda gobernar con cierta tranquilid­ad y pueden anticipar –como ahora ha ocurrido– el resultado de las verdaderas elecciones en forma irreversib­le. Ya no se trata de que no habrá ballottage; la “primera vuelta sin necesidad de ballottage” ya se hizo; ¿cómo podrá gobernar el presidente en funciones estos cuatro meses que faltan? Ni siquiera podría anticipar –como lo hizo Alfonsín en 1989– la entrega del poder porque, en rigor, no hubo elecciones.

En Estados Unidos y en Uruguay, el voto en las primarias no es obligatori­o

En nuestro país, el sistema es rígido y disfuncion­al: obliga a elegir con cuatro meses de anticipaci­ón fórmulas rígidas

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