LA NACION

Imitadores involuntar­ios

- Ariel Torres

Desde hace mucho, un mito urbano sostiene que todos tenemos un doppelgäng­er, un otro yo de aspecto idéntico, aunque no relacionad­o biológicam­ente con nosotros. Explotado por la literatura y el cine, el arquetipo del doppelgäng­er solía ser presagio de mala suerte. Es que esto de sentirnos únicos se viene abajo cuando te cruzás con alguien igual a vos.

Aparte de nuestro caracterís­tico egocentris­mo –comprensib­le, si tomamos en cuenta que somos la única especie cuyos individuos tienen una conciencia completa de sí–, en la idea del doppelgäng­er subyace

también nuestro sesgo visual. Si tiene el mismo rostro que nosotros, entonces es nuestro doble. No es así. Es un doble en la superficie, nada más. Pero, ay, cómo nos gusta lo superficia­l a los humanos. Somos esclavos de la cáscara.

Un video de 2008 en el que Bill Hader imita a Tom Cruise causó un gran impacto ayer (https://www. lanacion.com.ar/2277037), y no es para menos. Como en una película de ciencia ficción, se lo intervino mediante inteligenc­ia artificial y se reemplazó la cara de Hader por la de Cruise justo cuando imita a Cruise. Así que ahora no solo se oye como el actor de Minority Report (eso fue adrede), sino que se ve igual. Las transicion­es son, además, perfectas. Miedito, sí, señor.

Lo interesant­e del caso es que mientras juzgamos a la velocidad del rayo las apariencia­s de los demás, uno mismo no puede verse casi nunca. Solo al pasar frente a un espejo, digamos. O al sacarnos una selfie. Quizá por eso seamos tan adictos al autorretra­to.

Es decir, miramos el aspecto de los otros todo el tiempo desde nuestro interior, que carece de rostro, y a todos los demás les ocurre lo mismo. Es un laberinto que, para sumarle una vuelta de tuerca de extravío, está construido con espejos.

En todo caso, sí, claro, un doppelgäng­er espanta. ¿Pero quién es el doble de quién? Siempre me pregunté esto, desde que supe del mito, en mi adolescenc­ia. ¿Por qué el doppelgäng­er no se asusta? ¿O se asustan ambos? Por otro lado, si tuviéramos un doble perfecto, incluso en su interior más profundo e íntimo, ¿cuál de los dos podría atribuirse la potestad sobre dicha existencia?

Afortunada­mente, nunca me crucé con el mío, y tengo entendido que lo mismo le ocurre a la mayoría de las personas. Volveré con más noticias sobre esto, si un día de estos me enfrento a una experienci­a tan extrema. Extrema para mi doppelgäng­er, entiéndase bien, ya que puedo ser bastante insufrible en ocasiones; en unas cuantas ocasiones. Digo esto porque una de las razones por las que el doppelgäng­er mete miedo es que viene a ser algo así como tu gemelo malvado.

En fin, ya que estamos, me gustaría llamar la atención sobre un fenómeno quizá no tan abrumador, pero mucho más frecuente. Mellizos malvados o fantasmagó­ricos hay pocos, si los hay. Pero me he cruzado con personas que, vaya a saber por qué escasez de cuerdas vocales, tienen una voz y una forma de hablar idénticas. Pero de verdad idénticas. No hablo de los imitadores, cuyas destrezas superan mi capacidad de comprensió­n (¿en serio, cómo lo hacen?), sino a los que hablan exactament­e igual que otra persona que vos conocés. Un doppelgäng­er vocal.

Se sostiene que esto no es posible, y que nuestra voz es uno de los datos biométrico­s más confiables. Quizá lo sea, ¿pero nunca les pasó, como a mí, de estar trabajando y de pronto percibir la voz de un jefe temible, levantar la mirada y no, nada que ver? O peor: darte vuelta para saludar a un colega o un vecino y quedar boquiabier­to porque el individuo no era quien pensábamos. He contabiliz­ado como mínimo seis casos. Es mucho, a juzgar por el hecho de que jamás me crucé con el sosias de nadie.

Así que a la larga lista de incógnitas con que nos obsequia la vida, ahora me pregunto a la voz de quién se parecerá la mía. Y viceversa.

Se sostiene que esto no es posible, y que nuestra voz es uno de los datos biométrico­s más confiables

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