LA NACION

El tirador de Belgrano. Un “loco” con un arma que atacó hasta matar Cambios normativos

El 6 de julio de 2006, a la tarde, abrió fuego contra los peatones en el corazón del centro comercial de la avenida Cabildo; hirió a seis personas y asesinó a Alfredo Marcenac. Luego de su detención se supo que desde un año antes, y en la misma zona, habí

- Texto Belisario Sangiorgio

El viernes 14 de julio de 2006, Martín Ríos manejó el Honda Civic de su familia para llevar a su madre hasta un local de ropa ubicado en Uzal 3735, Olivos. Estacionó frente al comercio. Ella entró y él se quedó esperando en la vereda: tenía encima una riñonera con 37 proyectile­s y una Bersa Thunder calibre 380, con la que ya había disparado. Había herido. También había matado.

A los pocos minutos notó que había cerrado el coche y las llaves aún estaban puestas, adentro. Se acercó hasta la puerta del local, tocó timbre y le avisó a su madre. “Es un tarado”, dijo la mujer a las empleadas que la atendían, conocidas de ella. Todas rieron. Mónica, la madre de Martín, caminó media cuadra hasta la terminal del 152. Tomó un colectivo y regresó a su departamen­to de la avenida Crámer al 2100, en Belgrano, para buscar otro juego de llaves.

Cuando su madre se alejó, Martín Ríos comenzó a dar vueltas alrededor del Honda Civic pensando en cómo abrir la puerta. Un vecino lo vio y pensó que era un ladrón. Alertó al exsargento de la policía Mario Attardo, que trabajaba cerca, en un club de tenis.

Attardo llegó rápido, sin armas, y observó durante algunos minutos cómo ese hombre intentaba abrir su propio auto; se acercó y le preguntó qué pasaba. Instintiva­mente, Ríos lo empujó y echó a correr. En la intersecci­ón de Uzal y San Lorenzo, a tres cuadras del local de ropa, el expolicía –que solía patrullar esas mismas calles– logró reducirlo y llamó a la comisaría 1ª de Vicente López.

Los agentes arribaron en una camioneta e intentaron palpar al sospechoso, que reaccionó de forma descomedid­a e intentó escapar, una vez más, aunque no pudo; Ríos se opuso con fiereza a la requisa, y un policía tuvo que inmoviliza­rlo y pisarle la cabeza contra el asfalto. Entonces le encontraro­n el arma y las balas.

Martín Ríos quedó detenido. Con el correr de las horas se confirmó que ese joven de 26 años, desemplead­o y adicto a las drogas, que repetía que lo único que hacía era cuidar el auto y esperar a su madre, era, en realidad, quien ocho días antes había disparado a mansalva contra los peatones en el corazón del centro comercial de la avenida Cabildo. En ese ataque hirió a seis personas y asesinó de tres balazos a un joven estudiante de 18 años, Alfredo Marcenac. La prensa rápidament­e lo bautizó “el tirador de Belgrano”.

A las 16.45 del 6 de julio de 2006, sobre Cabildo –entre La Pampa y José Hernández–, Martín Ríos sacó su pistola y en calma, según describier­on los testigos, comenzó a disparar contra la multitud que a esa hora caminaba por allí. Fueron al menos 13 disparos; tres le arrebataro­n la vida al joven necochense.

No era el primer ataque público de este joven, que, según se supo después –a través de entrevista­s y peritajes–, creció en una familia disfuncion­al en la que no se enseñaban ni el respeto ni la paz, sino la frialdad y la violencia.

Su secuencia de tiroteos había comenzado un año antes. Después delprimero­se“guardó”durantecas­i un año. Cuando su yo asesino se volvió a desatar, en un lapso de 35 días cometió tres nuevos ataques, todos muy cerca de su vivienda en Belgrano, adonde se refugiaba después de disparar a sangre fría.

El 19 de junio de 2005, Ríos manejaba una bicicleta amarilla; en Olazábal y Vidal pedaleó enér

gicamente hasta que se detuvo frente a un colectivo de la línea 67. Sacó la pistola y disparó, solo por placer. El chofer del transporte recibió un tiro en el tobillo y un pasajero fue herido en la espalda.

Luego, el 2 de marzo de 2006, a las 17.10, encaramado en la misma bicicleta amarilla, “el tirador de Belgrano” frenó en Juramento y Crámer y abrió fuego hacia la confitería Balcarce, donde varias personas tomaban café. En esa ocasión, Ríos disparó –según los peritajes– 15 proyectile­s. Una chica de 17 años que estaba con su novio recibió dos tiros en una pierna; una mujer que se agachó al oír las detonacion­es sobrevivió por milagro.

El 16 de junio de 2006, a las 23.45, en Crámer y Elcano, Ríos, siempre montado en su bicicleta, disparó 16 tiros contra un tren de la línea Mitre que corría entre las estaciones Colegiales y Belgrano R; no hubo heridos de milagro.

Tres semanas después fue su último acto; esta vez, fue letal.

Los tiroteos masivos ya eran noticias de alto impacto social. Dos años antes el país se había conmociona­do con el caso del alumno que mató a tres compañeros e hirió a otros cinco en una escuela de Carmen de Patagones. Les disparó con la 9 milímetros de su padre, suboficial de la Prefectura, cansado de que le dijeran “Pantriste”.

La historia se repetía, ahora, en la capital del país. Esta vez, tendría efectos históricos. Es que el asesinato de Fredy Marcenac dejaría al

descubiert­o el descontrol que reinaba sobre la tenencia y portación de armas en la Argentina. La investigac­ión reveló que Ríos había podido comprar dos pistolas a pesar de que diferentes alarmas se habían activado tiempo antes en relación con su eventual incapacida­d psicológic­a. No obstante, un Estado indolente le extendió el permiso para tener armas de fuego.

Tras el homicidio, la familia Marcenac se sumó a la Red Argentina por el Desarme –que desde 2004 alertaba sobre el peligro de la proliferac­ión de armas entre la población civil– y, con su lucha y prédica, lograron que el gobierno modificara el sistema y los requisitos para acceder a la tenencia y uso de armas. Se intensific­aron controles y se especifica­ron los estudios médicos necesarios para quienes pretendían obtener del Estado sus licencias.

Tal como explicó la familia de Alfredo Marcenac a la nacion,

Ríos recibió sus primeras denuncias cuando apenas era un adolescent­e y con un encendedor y un desodorant­e hacía un lanzallama­s y perseguía a sus compañeros de la escuela. Pese a las recomendac­iones de psicólogos e institucio­nes para que recibiera tratamient­o, su padre –piloto comercial de aviones– decidió llevarlo a un polígono, enseñarle a disparar y fomentarle el hobbie de la caza de animales.

Además, fue su padre también el que –consciente de que Ríos era adicto a las drogas y no tenía trabajo– firmó como responsabl­e los papeles del Registro Nacional de Armas (Renar) que le permitiero­n obtener dos pistolas.

Adrián Marcenac, padre de Alfredo, aseguró a que en la la nacion armería donde se compraron esas armas los certificad­os psicofísic­os estaban firmados en blanco “por un médico inescrupul­oso”, listos para ser expedidos al portador.

Tiempo antes de perpetrar sus ataques, Ríos fue detenido portando un arma y comprando drogas, pero solo recibió una advertenci­a del ex-Renar y ni siquiera recibió sanción judicial. Más allá de este gravísimo antecedent­e, volvieron a renovarle el permiso de tenencia de armas. Cuando fue a iniciar el trámite para obtener las nuevas credencial­es lo recibió un médico que aprobó sus aptitudes físicas, pero exigió un control psicológic­o que nunca se realizó; igual le extendiero­n un nuevo permiso para tener la misma pistola 380 con la que disparó en la avenida Cabildo.

“El Estado no estuvo ausente, sino que sus funcionari­os resultaron ineptos, inoperante­s. Actuaron, pero mal. Estamos seguros de que Ríos mató por placer. Tenía pensado cómo evadir a la policía. Vació el cargador de su arma, por la espalda, contra un grupo de chicos; lo hizo con frialdad, sin ponerse nervioso… Se fue caminando, tranquilo. Pero según la Justicia no entendía qué estaba haciendo, lo considerar­on ‘un chico enfermo’”, dijo Marcenac.

Luego de varios cabildeos y un largo proceso en el que no estaba en duda la autoría del crimen, sino el estado mental del homicida –eventualme­nte esquizofré­nico–, en 2009 el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 12 porteño declaró a Ríos inimputabl­e, al considerar que no comprendió la criminalid­ad de lo que había hecho. Otras dos instancias, en 2014 y 2016, lo revalidaro­n.

Marcenac sostuvo: “Después del crimen tampoco se tuvieron en cuenta los informes que emitían los psiquiatra­s que veían al asesino todos los días en las cárceles de Marcos Paz y Ezeiza; informes que confirmaba­n que estaba fingiendo su ‘locura’. Ríos supo evadir su responsabi­lidad frente a un sistema inepto que se defiende corporativ­amente. También descubrimo­s, con la muerte de Alfredo, que el negocio del Renar era entregar livianamen­te la mayor cantidad de licencias para expandir el mercado de armas y generar ingresos para el organismo”.

Por otro lado, el padre de Alfredo confirmó que la familia de Ríos intentó reiteradam­ente y con distintos argumentos sacarlo de la cárcel de Ezeiza, donde permanece alojado en el área de salud mental, para trasladarl­o a una granja de recuperaci­ón. Por ahora no lo concretaro­n por el férreo control de los Marcenac.

Mónica Bouyssede, madre de Fredy, dijo a la nacion: “Cuando se vive algo muy grave, una tragedia o un ataque a la vida, uno espera cierto amparo de los organismos del Estado. Pero caminar a través del sistema judicial fue una segunda tragedia. Es posible que alguna vez le permitan al asesino pasar a un sistema de menor seguridad, y eso es algo que pondría a la ciudadanía en peligro”.

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Martín Ríos, en uno de sus traslados a los Tribunales
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Archivo

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