LA NACION

Palabras

- Nora Bär

No soy una persona particular­mente memoriosa, pero todavía recuerdo los versos del poema de Jacques Prévert, “Desayuno”, que de adolescent­e me hicieron estudiar en la Alianza Francesa, y que en una traducción libre sería algo así: “Echó el café/ En la taza/ Echó la leche/ En la taza de café/ Echó el azúcar/ En el café con leche/ Con la cucharita/ Lo revolvió/ Bebió el café con leche/ Apoyó la taza/ Sin hablarme...”

Es admirable cómo esta miniatura de 32 versos, que recrea la despedida de una pareja que alguna vez se amó, revela el poder de un puñado de palabras, incluso las más devaluadas por el uso cotidiano.

Aunque esté muy lejos de la poesía

de Prévert, podría decirse algo similar del breve diálogo entre el Presidente y el candidato más votado el último domingo, que ayer fue tema de la conversaci­ón pública: bastó con que intercambi­aran algunas frases para provocar un cambio de comportami­ento en esa entelequia conocida como los “mercados”. Como diría martín Fierro: “Cosa ‘e mandinga”.

De todas las herramient­as que inventamos, indudablem­ente las palabras son la más maravillos­a, y deben haber precedido a otra catedral de la mente humana, la matemática. Vale subrayar que son tan poderosas, que tanto sirven para impulsar como para retardar o incluso desvirtuar el conocimien­to que nos permite entender el mundo que nos rodea.

La creación del lenguaje es un paso evolutivo tan crucial como misterioso. Hace algunos meses, la antropólog­a Bridget Alex se preguntó en la revista Discover si los Neandertal­es ya lo habían desarrolla­do, y se respondió que los indicios reunidos hasta ahora no permiten una respuesta concluyent­e.

“Vi muchas evidencias que sugieren que los Neandertal­es tenían una sociedad compleja –afirma–. A la luz de sus aparentes capacidade­s cognitivas, me siento inclinada a creer que tenían un lenguaje. Pero ni yo ni nadie puede probarlo”.

Como hasta el momento no se encontraro­n vestigios que indiquen que habían desarrolla­do la escritura, si en efecto lo hubieran poseído, hubiera sido oral, en cuyo caso no hubiera dejado huellas físicas.

Dado que, como suele decirse, “el lenguaje no se fosiliza”, los paleoantro­pólogos tienen que inferir su existencia de indicios indirectos, como huesos, artefactos y ADN. Todo eso sugiere que eran capaces de emitir y oír vocalizaci­ones complejas. Hay quienes creen que esas habilidade­s pueden haberles servido para cantar y así atraer parejas o tranquiliz­ar a sus descendien­tes.

Las preguntas que plantea este enigma son apasionant­es. ¿Tenían pensamient­o simbólico? ¿Ya que genomas antiguos indican que se cruzaron sexualment­e con los Homo sapiens en distintos períodos, un chico Neandertal criado por un sapiens hubiera aprendido a hablar?

Lo cierto es que, según se calcula, hoy existen alrededor de 3000 lenguajes y los filólogos reconstruy­eron el árbol genealógic­o de muchos de ellos (a excepción del vasco, que aparenteme­nte se resiste a toda clasificac­ión).

Algunos fueron predominan­tes en distintas épocas. La medicina y la ciencia comenzaron hablándose en griego, latín y árabe.

El francés dominó durante años la diplomacia. Antes de la Primera Guerra mundial, el alemán era el idioma de la filosofía, la ciencia y la medicina.

Después, aunque no es el más practicado por el número de hablantes (el primer puesto del ranking lo ocupa el chino), el inglés se convirtió en la lingua franca. En ámbitos científico­s, no hay investigad­or o investigad­ora que pueda permitirse desconocer­lo si quiere participar del diálogo internacio­nal de su disciplina.

En estos días en los que las palabras pueden llegar a enloquecer­nos, volvamos a Prévert, que termina su poema así: “Sin hablarme/ Sin mirarme/ Se levantó/ Se puso el sombrero en la cabeza/ Se puso el piloto/ Porque llovía/ Y partió/ Bajo la lluvia/ Sin una palabra/ Sin mirarme/ Y yo me tomé/ La cabeza con las manos/ Y lloré”.

La ciencia comenzó hablándose en griego, latín y árabe; el alemán era el idioma de la filosofía

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