LA NACION

Robert Frank. La última leyenda de la fotografía del siglo XX

- Daniel Merle

Murió ayer en Nueva Escocia, en el noreste de Canadá, lejos de Nueva York, la ciudad que habitó durante gran parte de sus 94 años y donde se construyó el mito alrededor de su personalid­ad ermitaña e inconformi­sta. El suizo Robert Frank había emigrado a los Estados Unidos cuando tenía 23 años. Llevaba como toda presentaci­ón una carpeta muy prolija con fotos de paisajes, retratos y objetos de su país. Su formación había sido rigurosa.

Trece años después se haría famoso por su libro Los americanos, una suerte de road movie en 84 imágenes sin epígrafes que constituye­ron un descarnado retrato del país que emergía de la última y más devastador­a guerra mundial como el campeón de una democracia basada, más que en valores morales, en un sistema de consumo y ambición material sin límites.

La historia de ese libro es bien conocida. Editado en París, la recepción de la crítica de los medios norteameri­canos fue devastador­a. El establishm­ent no podía tolerar una visión descarnada de los conflictos que atravesaba­n a la sociedad de aquellos años, y que iba a contramano del optimismo oficial de posguerra. Pero el rechazo no solo era con respecto a los contenidos: el desaliño formal de las fotografía­s de Frank, que parecía haber olvidado toda perfección técnica en la búsqueda de la fugacidad del momento, irritaba a un público acostumbra­do a la planificad­a pulcritud de las imágenes de las grandes revistas ilustradas de la época.

Él mismo recordaría, durante una entrevista con la nacion, en 2007, que su carrera en los medios gráficos –Fortune, Life, Look y Harper’s Bazaar, por citar algunos– no tuvo mayor trascenden­cia. Él era intransige­nte en cuanto al contexto en que se publicaban sus fotos. Y sobre todo quería escribir sus propios epígrafes. Era consciente del enorme valor de la palabra para otorgar sentido a cualquier imagen.

Cuando se hizo famoso, sin previo aviso, abandonó la fotografía profesiona­l para dedicarse al cine documental, donde tampoco haría grandes progresos materiales, circunstan­cia que, junto a su proverbial malhumor, iba alimentand­o el mito de artista rebelde.

Con todo, Frank cambió el curso de la fotografía mundial como arte contemporá­neo e influenció, así, a varias generacion­es de fotógrafos y artistas visuales.

Su amistad con Jack Kerouac y Allen Ginsberg lo introdujo en el fenómeno beatnik a principios de los años 60. Su film Pull My Daisy (codirigido con Alfred Leslie en 1959) fue una vertiginos­a improvisac­ión en su loft del Bowery que hoy es uno de los mayores íconos de la cultura beat de la época.

En 1972 fue contratado por los Rolling Stones para realizar un documental sobre la banda durante su tour por Estados Unidos. Frank, como un camarógraf­o invisible, registró los excesos, el consumo de drogas y el sexo descontrol­ado del grupo, lo que valió una disputa judicial que impidió el estreno de la película y que culminó con un extraño arreglo por el cual el film únicamente podía ser exhibido cinco veces al año en los Estados Unidos y en presencia suya.

En 1971, ya divorciado de su primera esposa, la artista Mary Lockspeise­r, se casó con la escultora June Leaf, que influyó notablemen­te en su producción artística. El collage y la intervenci­ón directa sobre sus fotos mediante la escritura modificaro­n el repertorio visual de Frank, que ya se insinuaba autobiográ­fico y profundame­nte pesimista.

Su actitud melancólic­a y huraña se acrecentó cuando la tragedia lo golpeó en dos oportunida­des. Los hijos que tuvo con su primera esposa murieron jóvenes. Andrea, la mayor, falleció en un accidente aéreo en Guatemala en 1974, y Pablo, que sufría de una enfermedad mental progresiva, murió en 1994.

El desaliño de sus fotografía­s iba en paralelo con la falta de cuidado en su aspecto personal y el de los lugares donde vivió. En su legendario departamen­to en la calle Bleecker número 7 se juntan aún pilas de libros desparrama­dos por el piso, latas de sus películas en diversos rincones, herramient­as, cámaras rotas, souvenirs de sus viajes, ropa en desuso y una multitud de objetos acumulados durante más cuarenta años.

Frank siempre se consideró un marginal y fue consecuent­e con esa idea de sí mismo. En la mencionada entrevista con la nacion, a sus entonces 82 años, reafirmaba sus creencias y escribía, como una premonició­n, su propio epitafio: “Ya no soy un outsider, pero no quiero tener nada que ver con el establishm­ent. No tengo muchos amigos. Todos los amigos de la beat generation se han ido ya. Y cuando uno se vuelve viejo se da cuenta de que más que ser marginal en realidad uno está solo”.

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Frank, una influencia para generacion­es de artistas

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