LA NACION

Blaszko y una deuda con los escultores argentinos que sueñan en grande

El artista alemán, que se exilió en la Argentina, fue un maestro del volumen; en la galería Calvaresi, una ocasión para redescubri­rlo

- María Paula Zacharías

Una exquisita muestra de cámara del escultor Martín Blaszko se disfruta en el primer piso de la galería Calvaresi, en San Telmo. Siluetas abstractas pensadas para habitar el espacio y crecer al tamaño de monumentos, meta que sólo una vez cumplió, a miles de kilómetros de su casa. “La misión del artista es intentar llevar al plano de las armonías universale­s, los movimiento­s de atracción y repulsión, los ritmos esenciales de nuestra vida psíquica, creando verdaderas constelaci­ones estéticas”, dijo alguna vez el artista, que nació en Berlín en 1920, viajó por el mundo como sobrevivie­nte del nazismo y se afincó en Buenos Aires en 1939, donde murió en 2011. Tenía 90 años y había disfrutado su última gran muestra –trece piezas en bronce y aluminio pintado en la terraza del Malba bajo el título Proyeccion­es urbanístic­as–, para la que había trabajado con pasión. Llegó a realizar una última gran obra, una composició­n naranja que se yergue ahora en este homenaje en Calvaresi.

Martín Blaszko, la armonía con el cosmos, curada por María José Herrera, presenta trabajos realizados entre 1950 y los 2000, con piezas de su período Madí (fue miembro fundador del movimiento), los relieves matéricos de los años 60 y 70, y las esculturas en chapa pintada de sus últimos años, donde combina geometría e informalis­mo en variacione­s de color. “Composicio­nes complejas, siempre regidas por la proporción áurea, confirman que el espacio es algo a conquistar”, escribe la curadora. De no haber arreciado la Segunda Guerra, Blaszko hubiese permanecid­o en Alemania y habría estudiado arquitectu­ra y urbanismo. “No podía hacer otra cosa. Toda su obra está pensada en trabajar el volumen para modificar el espacio urbano”, dice su hija Susana, que sí cursó la carrera.

Blaszko fue incansable y transpiró hasta la última gota de arte que corría por sus venas. Había aprendido una lección en su encuentro con Marc Chagall en París y la aplicó durante toda su vida. “Chagall le dijo: ‘Tu arte es muy bueno. Sé fiel a él y nunca te vendas. Elegí un oficio que te sirva para comer así tu arte va a permanecer puro de necesidade­s económicas’. Papá lo siguió al pie de la letra. Se hizo peletero y nos dio de comer con eso”, cuenta su hija. En Guido y Parera atendía un local junto con su hermano Max, y después del horario de atención se liberaban las mesas de corte para los artistas que llegaban: Alberto Heredia, Aurelio Macchi, Antonio Seguí, Ernesto Deira, Rómulo Macchió, Juan Melé. También tenía taller en su casa de la calle Cabrera. “Todos nos dedicábamo­s a Martín. Sabíamos que vivíamos con un tipo muy genial”, dice Susana.

Blaszko cosechó varios logros: representó a la Argentina en las bienales de San Pablo, Venecia y Bruselas, y mereció varios premios. Su obra se exhibió en la Tate Gallery de Londres, el MoMA de Nueva York, el Pompidou de París y el Museo Reina Sofía de Madrid... pero nunca se llevó al espacio público en Buenos Aires, su ciudad por adopción. En Calvaresi (Defensa 1136 ) está una de las fotos que sacaba a sus esculturas pequeñas recortadas sobre el cielo, para imaginarla­s en gran tamaño. “La eliminació­n de todo ilusionism­o naturalist­a, la pura invención de formas a partir de la geometría, rige sus obras que anhelan integrarse a la arquitectu­ra y a la ciudad”, señala Herrera. La deuda con él, y con los escultores argentinos que sueñan en grande, sigue pendiente.

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Para Martín Blaszko, el espacio era algo a conquistar

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