El tercer renacimiento del consenso kirchnerista
Asistimos a una nueva ola de entusiasmo por volver a una coyuntura materialmente agotada desde hace una década: la de los precios exorbitantes de nuestras commodities
Los procesos históricos son complejos, se desarrollan en distintas dimensiones y a veces asincrónicamente entre sí. Sirva esta consideración metodológica para descifrar el resultado de las últimas elecciones primarias. Aún es prematuro diagnosticar las razones del voto a la fórmula kirchnerista fuera de las generalidades sobre la situación económica. Es posible, sin embargo, reflexionar sobre este fenómeno sociocultural que ha vuelto a suscitar esa difusa ilusión colectiva sobre la que reposa el consenso kirchnerista.
Comencemos por sus orígenes. En primer lugar, la resolución de la crisis política abierta en diciembre de 2001 merced a la elección en 2003 de un presidente fuerte luego del largo deterioro de esa institución desde las postrimerías del menemismo. Luego, la recomposición económica comenzada un año antes por el tándem DuhaldeLavagna capitalizando a su favor el sorprendente prodigio de la “supersoja”. Kirchner protagonizó un ciclo expansivo tan breve como intenso y rico en concomitancias culturales que diseminó sorprendentemente sus efectos reparadores en todos los sectores sociales.
A la resolución transitoria del crónico déficit de cuenta corriente por default se le sumó un tipo de cambio alto y competitivo en un contexto de precios internacionales exorbitantes de nuestras commodities. La novedad fueron los superávits gemelos, que merced a la reimplantación de retenciones a las exportaciones permitieron un subsidio monumental de servicios públicos de tarifas cuasi congeladas. Suficiente como para reactivar una capacidad ociosa proporcional a la capitalización de los 90 en receso durante cuatro años. Una primavera económica inesperada respecto de las sombrías perspectivas inmediatas a la crisis.
Kirchner supo, asimismo, auscultar el descrédito colectivo del otrora popular “modelo neoliberal” –del que había sido entusiasta abanderado– ganándose el apoyo de ese segmento sociocultural estratégico: el denominado “progresismo” de las nuevas clases medias surgidas al calor de la modernización cultural de los 60. Sobre la base de sus interpretaciones –a las que nunca necesariamente adhirió– delineó un discurso en clave setentista que una parte crucial de esa izquierda venía ya cultivando en instituciones educativas desde los 90. Pero esa épica recién caló hondo en la conciencia de jóvenes sumidos en el esfantasma
cepticismo y la depresión a raíz del quebranto de sus familias en 2001. La explicación de sus desventuras y la ilusión de un nuevo horizonte cundieron feraces entre pares, y en muchos casos, de hijos a padres. Un fenómeno local correlativo a la juvenilización cultural acelerada desde la posguerra fría.
Tras el resultado de las elecciones legislativas de 2005, Kirchner se deshizo de su patrocinante Duhalde. Dos años más tarde, sorteó airoso el clima antirreeleccionista difundido desde Misiones por el obispo Joaquín Piña. Renunció a la suya; aunque redoblando hábilmente la apuesta mediante una fórmula conyugal perpetuacionista. Pero el clímax de sus éxitos incubó los primeros síntomas del agotamiento de ese breve ciclo material cimentado en los 90 y enunciado como su contraste bajo la forma de un “modelo” originalmente argentino de crecimiento con inclusividad social. Los elevados niveles de gasto estatal para mantener a todo trance el subsidio a las tarifas de servicios públicos –que tantos apoyos le ganó menos en los sectores humildes que en las clases medias– y el cierre proteccionista hicieron reaparecer el fantasma inflacionario doblegado por el menemismo.
La desesperación de Kirchner por mantener obsesivamente en pie su trofeo histórico de los superávits gemelos –acaso el último resabio de su fe cavallista– condujo al experimento fallido de las retenciones móviles. El desgastante conflicto ulterior –bien propio de la ignorancia de gobernantes patagónicos respecto de la revolución social acaecida en las cuencas agropecuarias y sus extensiones regionales– marcó un parteaguas también paradojal. Porque mientras el “modelo” económico se desvanecía, la larga pelea con un sólido en el repertorio mitológico nacionalista aceleró la épica refundacional en las militancias juveniles atizada por nuevas zonas del progresismo convertidas al nacionalismo populista.
Confluyeron en una extraña mixtura diversas tradiciones, como el viejo revisionismo histórico y el revolucionarismo setentista remozado con “socialismo del siglo XXI” chavista. Un ensamble que cobró un impulso autónomo que Kirchner no tuvo tiempo de percibir. Las crisis internacionales encadenadas de ese año y la derrota en las elecciones legislativas de 2009 parecían confirmar las perspectivas de fin de ciclo de un Kirchner apesadumbrado y sombrío. Simultáneamente, el gobierno de su esposa abandonó los equilibrios macroeconómicos y se lanzó al perfeccionamiento de las conservadoras políticas administrativas de la pobreza. Intentaba compensar por esa vía el apoyo de los sectores medios que suponía perdidos apostando al aún escéptico subproletariado mediante fondos del reestatizado régimen previsional.
Pero la tan temida depresión internacional no se produjo y los precios de la supersoja volvieron a crecer póstumamente entre 2010 y 2011. Los festejos del Bicentenario evocaron el renacimiento de la ilusión. La muerte de Kirchner, por último, completó el cuadro. Un difuso sentimiento de orfandad –que repetía el sino trágico del peronismo en 1952 y 1974– se conjugó con la convicción de los talentos de estadista de su viuda. Era solo un espejismo: mientras el mundo se recuperaba rápidamente de la crisis, se sustanciaba en el orden local una silenciosa fuga de capitales. El “modelo” estaba agotado, aunque el discurso oficial intentaba exportarlo como fórmula superadora de los decadentes “neoliberalismos” europeos desde la segunda posguerra. Un fenómeno menos curioso en el plano discursivo que en el éxito de sus contenidos en todo el espectro del renacido consenso kirchnerista confirmado por la reelección de 2011.
Lo demás es epílogo: a la desconcertante subinversión de todo el período se le yuxtapuso una descapitalización generalizada; particularmente brutal en el área energética. La demanda de empleo se concentró en un sector público cuya hipertrofia deshizo el superávit fiscal y aceleró el proceso inflacionario. El gobierno acometió la fuga mediante el cepo cambiario y los valores de la soja se redujeron a la mitad; al tiempo que la crisis energética terminó con el superávit comercial acentuando el estancamiento. Simultáneamente, el “cristinismo” destruyó el sistema de alianzas políticas y corporativas del “nestorismo” aislándose en la guardia imperial de su prédica setentista. Comenzó así su lento vía crucis, jalonado por las derrotas electorales de 2013 y 2015. Sus perjuicios le infligieron al país un daño que su sucesor macrista, por las más diversas razones, renunció a explicitar. Luego, los costos de un ajuste improvisado y sin horizontes de resolución atizaron la “batalla cultural” que prosiguió silenciosa repitiendo los repertorios antológicos de nuestro nacionalismo trastornado que el kirchnerismo actualizó.
Asistimos, entonces, a una tercera ola de aquella ilusión colectiva que aspira a retornar a una coyuntura materialmente agotada desde hace una década. Una contradicción diferida por su gregarismo en 2015 –cuando perdió, conviene recordarlo, por solo dos puntos en ballottage–, pero cuya eventual victoria reactualizará de modo irrevocable. Sin duda, una de las claves de los días eventualmente por venir.
Los precios de la soja volvieron a crecer póstumamente entre 2010 y 2011
Los festejos del Bicentenario evocaron el renacimiento de la ilusión