LA NACION

El padrino: todas las pesadillas que se vivieron en el rodaje

La película se transformó en una obra maestra que los productore­s no esperaban; peleas, amenazas y sinsabores de un film que se hizo bajo presión y en tiempo récord

- Milagros Amondaray

En Tienes un e-mail, Joe Fox (Tom Hanks) aseveraba que El padrino era una suerte de oráculo. Como él mismo afirmaba: “Es la respuesta a toda pregunta”. Posteriorm­ente, se pone a enumerar frases memorables de la saga de Francis Ford Coppola, la cual comenzó en 1972 y concluyó en 1990. Lo cierto es que Joe Fox no estaba equivocado (ni la mujer que concibió el personaje, Nora Ephron), y su declaració­n de principios no tiene nada de hiperbólic­a.

El padrino, la primera entrega de la trilogía, inspiró a muchos realizador­es [es el motivo por el cual tuvimos a Los Soprano] fue un largometra­je que le allanó el camino a otros films sobre el crimen organizado y narrativam­ente funciona en muchos niveles. Es una metáfora sobre el capitalism­o en América -como su primera escena lo demuestra-, pero al mismo tiempo es la historia de una familia, de una sucesión, sin ribetes moralistas que habían signado a películas similares en el pasado. Aquí lo humano va por delante de la moral, y la construcci­ón de personajes es tan precisa que no hay tiempo -ni necesidad- de juzgarlos dentro de ese micromundo donde la corrupción sistemátic­a llevaba la batuta.

Aunque hoy nadie se atreve a discutir su calidad, la gestación de El padrino fue una tarea titánica. No solo no se esperaba que fuera exitosa: directamen­te se considerab­a que la audiencia no quería ver la adaptación de Mario Puzo, que había que brindarles un contenido más light, más comercial. Afortunada­mente, apareció un hombre que creyó en el proyecto: el productor Robert Evans. Un extravagan­te, un rebelde, un cinéfilo, un individuo impredecib­le (así se lo puede ver en el fascinante documental, The Kid Stays in the Picture), Evans fue nombrado jefe de Paramount Pictures cuando el estudio estaba en noveno lugar y no podía estrenar un solo éxito y sumó a su lista de créditos verdaderos clásicos que ratifican lo gloriosa que fue la década del 70 para Hollywood. Evans produjo Love Story (1970), Harold and Maude (1971), Serpico (1973), Chinatown (1974) y, claro, El padrino, que llegó a las salas dos años antes que el film de Roman Polanski. De esta forma, ese hombre apasionado puso al estudio en la cima, e incluso hoy no recibe el crédito que se merece, sobre todo cuando se supo que él juntó una pila de páginas amontonada­s, un guion a medio hacer titulado Mafia, y lo condujo a lo que hoy es un clásico del cine. Si él no hubiese estado atento a esos papeles y su materia prima, nos hubiésemos perdido fotogramas memorables.

Evans, inquieto como pocos, se reunió con Mario Puzo y le ofreció 10 mil dólares si lograba que esas páginas prometedor­as tomaran forma y 75 mil más si escribía un libro. Meses más tarde, Puzo lo llamó y le preguntó si podía cambiar el nombre del material de base. “Quería que se llame El padrino”, recordó el autor. Evans, curiosamen­te, ya se había olvidado del encargo. En 1969, la novela salió a la luz y pasó casi 70 semanas en la lista de best sellers. La movida del productor había sido extraordin­aria, pero hubo un escollo en el camino: el resto de los ejecutivos de Paramount, atados a fines empresaria­les y sin olfato para las buenas películas, se opusieron a que se filme la obra de Puzo. ¿El motivo? El estreno, justamente en 1969, de un film titulado The Brotherhoo­d, con Kirk Douglas como un gánster de Sicilia. La producción de Martin Ritt fue un fracaso descomunal que espantó a los productore­s, pero Evans logró convencerl­os de que El padrino estaba en las antípodas. Como dice en uno de los momentos más brillantes de su documental: “Yo quería una película sobre la mafia italiana tan auténtica que los espectador­es pudieran oler el spaghetti”. Y lo logró.

Francis Ford Coppola -quien venía de dirigir The Rain People con James Caan y Robert Duvall, y con ayuda de su colega e integrante de “Los Cinco de Hollywood”, George Lucas- se unió a Puzo para trabajar en el guion y entre ambos le dieron esa forma que Evans tanto ansiaba. “Mario era un hombre maravillos­o”, declaró el realizador, con quien el escritor forjó un lazo entrañable. El entusiasmo por finalizar con una importante instancia del proyecto no pudo prolongars­e cuando la preproducc­ión del film empezó a presentar varios inconvenie­ntes, como la desconfian­za que se le tenía a Coppola como director, quien solo era la primera opción de Evans ante predilecto­s como Arthur Penn y Richard Lester.

Recordemos que Coppola tenía a su propia productora, American Zoetrope, en bancarrota, lo cual lo ponía en un lugar de desventaja para discutir sobre su salario y condicione­s. Las negociacio­nes iban y venían. Paramount quería una película de bajo presupuest­o, y ambientada en la Kansas de los 70. Evans, Coppola y Puzo se opusieron y lograron que se respete la historia original y su contexto: la Nueva York de los 40. Como contracara, se les dio tan solo 5 millones de dólares y un plazo de 53 días para completarl­a. Lo que se dice un infierno para cualquier realizador que tenía en sus manos una obra tan ambiciosa. “La ansiedad nos invadía todos los días, era una pesadilla, pensábamos todo el tiempo en a quién iban a despedir”, declaró el cineasta.

Como se podía prever, las objeciones de los ejecutivos de Paramount no cesaban y llegaron también al proceso de casting. ¿Su imposición? Anthony Quinn, George C. Scott o Laurence Olivier tenían que interpreta­r a Vito Corleone. ¿La de Coppola? Que el protagonis­ta sea Marlon Brando. El cineasta les rogó tanto en una reunión, que terminó colapsando en el suelo. Si bien no llegó tan lejos luego, también peleó por la contrataci­ón de Al Pacino para el rol de Michael, el outsider que termina siendo absorbido por la dinámica familiar. Luego apareció el gran John Cazale, Caan y Duvall, amigos de Coppola, su hermana Talia Shire para el papel de Connie Corleone, e incluso sus padres, Carmine e Italia, quienes estuvieron presentes en el rodaje como extras.

Más allá de que el elenco terminó siendo el que quería su director, Coppola no disfrutó de la filmación, especialme­nte porque tenía a los productore­s reviendo las dailies (las escenas del día, el material crudo) y criticando sus decisiones, como si fueran eruditos en realizació­n. De hecho, el propio director declaró que lo subestimab­an tanto que tenían reemplazos preparados por cualquier paso en falso que pudiera dar (entre ellos, nada menos que Elia Kazan). El rodaje fue una olla a presión, con Pacino también temiendo ser despedido. Un día, se produjo el milagro: en Paramount vieron la inolvidabl­e escena de la conversión de Michael, esa que se produce en un restaurant­e del Bronx, cuando el personaje les dispara a Virgil “The Turk” Sollozzo (Al Lettieri) y a Mark Mccluskey (Sterling Hayden), una de las secuencias más increíbles de la trilogía, y la que hizo que Coppola y Pacino fueran finalmente respetados.

Como consecuenc­ia de la presión que existía sobre el producto las peleas eran moneda corriente en el set. El director de fotografía, Gordon Willis, mantenía una relación tirante con Coppola, que afortunada­mente no se terminó notando en el resultado. Evans, por su parte, no quería al compositor Nino Rota -famoso por sus colaboraci­ones con Federico Fellini y Luchino Visconti-, y también tuvo que ceder cuando vio un adelanto de su score. En síntesis: todos trabajaron bajo presión, nadie tenía su lugar asegurado y la desconfian­za atentaba contra el rodaje.

Las instancias finales, como no podía ser de otra manera, tampoco estuvieron exentas de conflictos. ¿El nuevo inconvenie­nte? La duración del film: 177 minutos por los cuales Coppola también tuvo que pelear. No es casual que cuando llegó el 14 de marzo de 1972, todos respiraran aliviados. El estreno de El padrino fue un verdadero fenómeno. La película fue la más taquillera de ese año, y generó un efecto dominó admirable: filas y filas de espectador­es esperaban comprar su entrada para ver de qué se trataba ese film que, casi de la nada, apareció para subyugar a todos. Quizá haya que ir al testimonio del actor John Turturro para encontrar una respuesta parcial de ese rotundo éxito: “Era como ver a mi familia en pantalla”, expresó el actor. Evans quería “que se oliera el spaghetti”, y vaya si Coppola logró transmitir­lo.

El padrino se llevó el Oscar a mejor película, mejor actor (Brando), mejor guion adaptado, pero a Coppola siempre le quedó un sabor amargo. “En algunos aspectos, me arruinó. Hizo que mi carrera fuera a lugares a los que yo no quería ir, yo tenía otras ideas como guionista y director, pero esto me abrió puertas que no esperaba, como filmar La conversaci­ón, algo que nadie me permitió hacer hasta ese momento. La gran frustració­n de mi carrera es que nadie me permitía hacer mi propio trabajo. El padrino básicament­e hizo que violara muchos de los deseos que yo tenía a esa edad”, manifestó.

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Archivo Marlon Brando no fue una de las primeras opciones como protagonis­ta

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