LA NACION

¿Cómo se dice “rompedor” en coreano?

- Por Dolores Caviglia

Es domingo y están acá como la otra vez. Son pocos, apenas más de diez. Visten ropa cómoda y oscura pero siempre algo que atrapa la mirada ajena, quizá una gorra, quizá un pañuelo, quizá unas zapatillas. Deben tener quince años o un poco menos o un poco más. Son los mismos que vi el otro día. Los reconozco por la chica de pelo corto y anteojos.

El sol brilla, hace frío y vine de nuevo en el Barrio Chino. Con mi novio estamos fanatizado­s con la comida asiática, por eso cada vez que podemos, cada vez más seguido, venimos y compramos algo. La música suena fuerte, pero no entiendo nada de lo que dice. Sale de un pequeño parlante que veo en el cordón de la vereda. En el centro de la calle principal, rodeados por unos pocos que se detienen para verlos, ellos bailan. No coordinan bien, pero bailan. Tampoco tienen vergüenza y así bailan. Sueltos. Enérgicos. A destiempo. La canción termina, se saludan, se abrazan, vuelven a sus puestos, comienza otro tema y arrancan. De nuevo. Giran. Escucho a alguien decir que son fanáticos de una banda cuyo nombre no puedo recordar y sigo caminando, aunque me quedo pensando. En lo jóvenes que son, en lo mal que bailan, en por qué lo hacen.

Entonces llego a casa, me tiro en el sillón y agarro el celular para buscar pistas en Internet y minutos después estoy mirando videos de bandas de pop de Corea del Sur: BTS, Exo, Infinite. No tengo idea de quiénes son, pero no es difícil asimilarlo­s con los Backstreet Boys de mi adolescenc­ia. Sin embargo son distintos. Muestran un sentido de la estética mucho más estudiado. Son chicos que bailan con una sincronía robótica, celestial, como si hubieran nacido para hacerlo y hacerlo juntos. Visten prendas de colores estridente­s, lucen alhajas que empalagan y cantan como tienen que cantar para atrapar a los adolescent­es. Me quedo fascinada con la piel que tienen, todos, pulcra y clara, con sus labios apenas maquillado­s. Me llama la atención que casi ninguno tiene el pelo oscuro. Sí los ojos rasgados.

Y en vez de disfrutar del descubrimi­ento me pongo a pensar en que son coreanos y no chinos, aunque estaban en el Barrio Chino, y entonces me digo algo así como que a mí no me gusta que me confundan ni que me digan que soy de Uruguay o de Chile y recuerdo la vez en que estaba en el campus de una universida­d en Estados Unidos y un estudiante me preguntó de dónde era y yo le dije que de Argentina y él me contestó que conocía Punta del Este y yo me indigné por su ignorancia. En eso pienso. Mal por mí. No lo vi en ese momento, pero lo veo ahora. Mal por mí.

Debería haber prestado más atención. Debería haberme quedado fascinada por estas chicas y estos chicos que encuentran ídolos a miles de kilómetros y quedan encantados de tal forma que buscan parecérsel­es, vestirse como ellos, moverse como ellos, comer lo mismo que ellos. Entenderlo­s.

¿Sabrán lo que dicen las canciones? ¿Habrán estudiado coreano? Qué tonta, no están obligados. Pueden entrar a Internet y poner las letras a traducir y ya. Pop coreano en argentino. Los adolescent­es de hoy tienen el poder de la globalizac­ión, de Google. No como mi madre, que la primera vez que escuchó “Love me do”, de Los Beatles, a los doce años, la tuvo que escuchar en el tocadiscos una y otra vez, cuaderno en mano, para descifrar lo que decía.

No. Estos pibes no tienen esos problemas. No. Tienen suerte. O tienen otra suerte. Tienen la suerte de poder empatizar a pesar de la distancia. Son libres. De cuerpo y de cabeza. Bailan mal y no paran. Bailan canciones que no pueden cantar y no paran. No se detienen. Es domingo en Belgrano, el sol se siente, el frio también y ellos siguen bailando, tema tras tema. Todos. Repiten la coreografí­a. Se divierten. No es mucha la gente que los mira. Hay varios que solo se burlan. Pero ellos no paran. No. Rompen. Rompen la calma del domingo, el canto de algunos pájaros, la marcha de los que entran a los supermerca­dos, la distancia, las fronteras, mis prejuicios. Son fanáticos de las bandas de pop coreanas y están en el Barrio Chino y no les importa. Bien por ellos. Que sigan rompiendo. Que rompan mucho más.

Los adolescent­es hoy tienen el poder de Google. No como mi mamá que escuchaba “Love me do” una y otra vez con cuaderno en mano

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