LA NACION

“Uno no puede enseñar bien si no investiga, y no puede investigar bien si no enseña”

Destacado internacio­nalmente y una de las figuras legendaria­s que sentaron el modelo de la universida­d científica en los años 60, volvió a dar charlas al país; acaba de cumplir 90 años

- Texto Nora Bär | Foto Rodrigo Néspolo

Todo empezó en una clase de religión. Era 1938, tenía 6 o 7 años y vivía en Viena, adonde su familia se había mudado desde Trieste para escapar de Mussolini. Bautizado como protestant­e, tenía que asistir a una clase de estudio de la Biblia diferente de la del resto de los chicos en una Austria eminenteme­nte católica. Un día, la maestra llamó a su madre y le pidió que lo retirara del curso: “Pregunta demasiado”, se justificó.

“Más tarde, cuando cursaba la secundaria en Buenos Aires, odiaba las clases en las que solo me enseñaban qué, dónde y cuándo, pero nunca por qué –recuerda el protagonis­ta de esta historia, el físico Juan Roederer, figura legendaria de la ciencia local y uno de los artífices, junto con Rolando García (meteorólog­o y vicepresid­ente fundador del Conicet) y José Babini (matemático e historiado­r de la ciencia), del modelo actual de universida­d científica, que en los años 60 fue un ejemplo en toda la región. Tres semanas antes de cumplir

90 años y a poco de haber sido selecciona­do entre más de 66.000 miembros de la Unión Geofísica Norteameri­cana como una de las

14 figuras que integrarán el libro sobre pioneros de la física espacial que preparan para conmemorar el centenario de su creación, Roederer pasó por el país para dar charlas en la Comisión Nacional de Energía Atómica, el Instituto de Astronomía y Física del Espacio y el Departamen­to de Física de la UBA, en las que contó anécdotas y habló sobre sus contribuci­ones científica­s en el país y en el extranjero. “En la Facultad de Ciencias creo que hice algo –comenta con una sonrisa–. Todo esto es el resultado de aquellos años, entre 1952 y 1966. Después, muchos tuvimos que irnos y yo ya me quedé en los Estados Unidos. Primero en Denver y después dirigiendo, durante

37 años, el Instituto de Geofísica de la Universida­d de Alaska”. –¿Cómo era la Facultad de Ciencias en la época en que estudiaban física usted y su señora, Beatriz Cougnet?

–Con Beatriz nos conocimos en

1944, en el secundario, llevamos 67 años de casados. En ese tiempo, los profesores iban para enseñar y los estudiante­s, para escuchar. Nada más. Nosotros insistimos en que el que enseñaba ciencia también tenía que investigar. Esa era la regla número uno. Profesores que solo van a dar clase, no. Por lo menos en ciencias exactas. Uno no puede enseñar bien si no investiga.

–¿A la inversa también?

–Ah, sí, absolutame­nte, no se puede investigar bien si no se enseña. Para los que no saben enseñar, están la industria o los institutos. Yo siempre preferí enseñar a investigar, la pedagogía al descubrimi­ento. Y en mis clases, enfaticé la comprensió­n más que el conocimien­to. Probableme­nte estas fueron las razones que me impulsaron a pasar de la ciencia experiment­al a la teórica y a involucrar­me a lo largo de mi carrera en la cooperació­n internacio­nal. Si queremos saber por qué ocurren las cosas en el mundo geofísico, tenemos que ignorar las fronteras humanas.

–¿Eso fue lo que lo llevó como 20 veces a Rusia?

–Después del éxito del Año Geofísico Internacio­nal (entre el 1º de julio de 1957 y el 31 de diciembre de 1958), que fue la primera vez que científico­s rusos podían interactua­r con los del oeste, se establecie­ron distintos programas. Yo inicié uno de ellos, que se llamó Internatio­nal Magnetosph­eric Study. Y como era esencial hacer las mediciones simultánea­mente y en forma planificad­a, la participac­ión del bloque soviético era muy importante, porque era la mitad de la Tierra. Fue muy interesant­e, porque en la URSS de esa época todos esos temas estaban clasificad­os. Esa es en parte la razón por la que debía viajar pasando por debajo del radar de la KGB. Más de una vez, en Moscú, me llevaron escondido debajo del asiento de adelante del auto. Pero tenía mucho apoyo de la Academia de Ciencias Soviética. Organicé congresos en Siberia, por ejemplo, adonde los extranjero­s no podían ir. Había un individuo que se encargaba de todos los permisos, pero pedía algo a cambio: no dinero, sino Biblias y revistas pornográfi­cas. También, pelotas de tenis. Yo no soy tenista, de modo que compré varias en Denver, pero como esa ciudad está a 1600 metros sobre el nivel del mar, eran de alta montaña. Tenían poco aire, no picaban.

–Usted no solo escribió un libro clásico utilizado por miles de estudiante­s (Mecánica elemental, cuya última edición es de Eudeba, de 2010), sino que además se dedicó a temas muy diversos. ¿Por qué fue cambiando?

–Empecé con una jefa de trabajos prácticos que en 1949 estuvo en un congreso en Brasil y se trajo una serie de placas en las que las partículas de radiación cósmica dejan trazas, como ocurre con una fotografía. Después del Año Geofísico me interesé en usar la radiación cósmica para estudiar las perturbaci­ones del Sol en el espacio, y eso me llevó a la física del espacio. En esos años, los americanos y los rusos hacían explosione­s nucleares a gran altura y todas las partículas quedaban atrapadas en el campo magnético terrestre, que no es muy simétrico, es medio “chueco”, y se precipitab­an en el Atlántico Sur. Después, como toco el órgano y siempre me interesó entender porqué existe la música, escribí un libro sobre psicoacúst­ica y, ya jubilado, hace unos 20 años, otro sobre teoría de la informació­n y su rol en la naturaleza. Fue muy divertido. En 2015, hice otra obra para Eudeba: Electromag­netismo elemental.

–En el país, con frecuencia se escuchan voces que critican el poco desarrollo de tecnología. En su opinión, ¿habría que promoverla más?

–No hay ninguna tecnología que yo conozca que no haya comenzado en la ciencia básica. Todo lo que vemos en este cuarto surgió de la ciencia básica. Todo.

–Entre sus trabajos, tiene un artículo sobre comunicaci­ón de la ciencia. ¿Qué papel le otorga?

–Me interesa mucho. Los científico­s en general no saben comunicar lo que hacen al público ni a los políticos. En esa publicació­n ofrezco algunas recetas de lo que hay y lo que no hay que hacer. Eso lo aprendí siendo director de instituto en Alaska. Trabajaba en una universida­d estatal, que dependía de los impuestos, y nos exigían resultados. Todo tiene que ser con el objetivo de beneficiar al público. Pero el científico no planifica, quiere saber cómo funcionan las cosas. Si yo supiera lo que voy a hacer en cinco años, lo haría ahora.

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