LA NACION

Prejuicios y discrimina­ción

En la Argentina del siglo XXI, el desafío es aceptarse, convivir, integrarse, respetarse y entender que nadie es ni más ni menos que otro

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EL domingo de las elecciones nacionales se viralizó la foto de una autoridad de mesa en el partido bonaerense de Moreno con alusiones a su vestimenta junto con la advertenci­a de que se podía tratar de un delincuent­e. Asociar un atuendo con un comportami­ento constituye una señal peligrosa, cargada de prejuicios instalados en vastos sectores sociales y cuyo efecto inmediato es la discrimina­ción.

Lamentable­mente, son muchos los que caen en la necedad de clasificar a las personas por su color de piel, su corte de pelo, su ropa, su religión o su origen. Distintos segmentos de la sociedad reflejan ser víctimas de estos prejuicios, que deberíamos desterrar y que no tienen justificat­ivo en ningún ámbito. Por ejemplo –erróneamen­te, ya que las estadístic­as lo desmienten de forma categórica–, se sugiere que los índices de delincuenc­ia han crecido debido a la afluencia de inmigrante­s de países sudamerica­nos.

Al aplicar el mismo mecanismo, se demoniza a quienes gozan de cierto prestigio social en función de los años de arraigo familiar en el país o debido a su participac­ión en la historia, denostándo­los con la calificaci­ón de “oligarcas” cuando en realidad esta palabra cuadra con mayor precisión a regímenes familiares políticos vitalicios enraizados en provincias sumidas en el atraso o la pobreza por la falta de una sana renovación democrátic­a, o también a dirigencia­s sindicales, muchas también perpetuas, encaramada­s y enriquecid­as desde el control de organizaci­ones de los trabajador­es que regentean como si fueran empresas privadas propias.

En una misma bolsa y sin fundamento caen los esforzados productore­s agropecuar­ios, muchos de ellos laboriosos chacareros, modelo de eficiencia y competitiv­idad, también desacredit­ados como pertenecie­ntes a la “oligarquía”, mote con el que también se descalific­ó a quienes concurrier­on masiva mente alas manifestac­iones de apoyo al oficialism­o actual, así como también, desde la otra vereda, se denigra a los que concurren a los actos de la coalición triunfador­a.

Muchas veces son lamentable­mente las propias dirigencia­s las que, desde la palabra o desde los hechos, contribuye­n a abonar ese peligroso e indeseado clima de división, resentimie­nto y prejuicios. Potenciado­s ahora por las nuevas tecnología­s, se recurre también para estos fines a la difusión de informacio­nes falsas y a la propagació­n de estereotip­os en un afán por fomentar resentimie­ntos y odios.

Hasta qué punto podemos equivocar el rumbo al simplifica­r y creer que se es bueno por ser pobre o malo por ser rico, en términos materiales. Esa presunción nos amarra inconscien­te mente ala pobreza, porque la riqueza pasa a ser pecado. También nos confunde, pues parece que el dinero logrado con esfuerzo no vale y es digno de ser confiscado, pero sí el que obscenamen­te exhiben mafiosos, corruptos y delincuent­es, encarnando una nueva y peligrosa forma de nobleza.

Es hora de entender que todos somos argentinos, que la Argentina es nuestro hogar compartido, que todos merecemos un digno pasar y que, aun así, podemos disentir en nuestros apoyos y opiniones al superar constructi­va mente cualquier fractura, porque el debate nos enriquece y el objetivo común nos moviliza. Cuántas veces nos hemos jactado de la ausencia de conflictos étnicos o religiosos entre nosotros, de nuestra capacidad para relacionar­nos con la cultura universal, aportando y recibiendo valores e influencia­s. No debemos abandonar ese modelo valioso y distintivo que nos ha servido para evitar conflictos e, incluso, estériles derramamie­ntos de sangre que han hecho estragos en otros lares.

Los pilares fundantes de la Argentina han sido los conceptos de libertad e igualdad. No son meras palabras, son principios que nos señalan un estilo de vida en sociedad, que no reconoce privilegio­s de ningún tipo, que alimentan el respeto mutuo, la tolerancia y el disenso civilizado.

Nuestro presente se construyó en décadas de luchas y de acuerdos. Con valerosos soldados, muchos de ellos mestizos o indígenas, que dejaron hasta sus vidas en las guerras por la independen­cia. Los tiempos de la organizaci­ón nacional demandaron el trabajo fecundo e intenso de otros muchos, descendien­tes de europeos también, generacion­es cargadas de sueños de progreso que llegaron para poblar el que, por entonces, era un desierto.

Cuando Oc ta vio Paz graciosa mente afirmaba que los argentinos descendemo­s de los barcos se refería a la ola inmigrator­ia que se tradujo en que el censo poblaciona­l de 1914 diera cuenta de que había más extranjero­s que argentinos, amparados por nuestra ley fundamenta­l. Hoy, los más de dos millones de extranjero­s representa­n menos del 5% de la población y proceden mayormente de países vecinos. Queda pendiente adaptar nuestra legislació­n al principio esencial de la reciprocid­ad, lejos de promover cualquier atisbo de xenofobia.

En esta Argentina del siglo XXI el desafío es aceptarse, convivir, integrarse, respetarse y entender que en estas tierras nadie es más ni menos que otro. Y sobreponer­se a cualquier prejuicio, cuando la labor de cada uno pasa a ser clave para la construcci­ón colectiva responsabl­e. El camino para afrontar y resolver los graves problemas nacionales requiere un clima de paz social y orden que otorgue el debido espacio a todos en un contexto de un sano debate.

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