LA NACION

EL EXPERTO. Cómo ir hacia un comercio exterior más inteligent­e

Las fórmulas aplicadas por los dos últimos gobiernos demuestran que repetir recetas no es el camino para reactivar el sector y la economía nacional

- Diego Dumont Vicepresid­ente de Cacesfe y autor de Comercio exterior para no especialis­tas

Los últimos dos gobiernos en la Argentina transitaro­n por veredas opuestas: el kirchneris­mo cerrando las importacio­nes, con retencione­s a las exportacio­nes y un control de cambios tan estricto que avanzó sobre los particular­es hasta en las compras de divisas para viajes y e-commerce; el macrismo con una apertura de las importacio­nes, eliminació­n (temporal) de las retencione­s y desmantela­miento del mercado único y libre de cambios. Sin embargo, ni de una ni de otra manera pudimos. El kirchneris­mo cerró el 2015 con déficit comercial y cuatro años de exportacio­nes en caída libre. El macrismo arrancó con un tenue repunte en 2016, pero también sucumbió en el déficit comercial en los años siguientes, a excepción de este último donde el nivel de actividad repercutió en la caída de las importacio­nes y nos da una cuenta positiva en la balanza comercial, pero no nos conforma, las exportacio­nes nunca despegaron.

El economista Marcelo Diamand sostenía que en economías productiva­s desequilib­radas como la de Argentina se produce una insuficien­cia de divisas que conspira sobre el crecimient­o (restricció­n externa). Dicho más fácilmente, cuando Argentina crece, sus importacio­nes crecen con más fuerza que sus exportacio­nes y aparece el déficit en la cuenta corriente. Léase, nos quedamos sin nafta.

Ante esta realidad, el deseo lógico de los gobernante­s es aumentar las exportacio­nes y/o disminuir las importacio­nes. Una devaluació­n es tentadora, pero una alta elasticida­d en el precio de las exportacio­nes es visible más que nada en economías desarrolla­das, que tienen además una considerab­le capacidad de sustituir sus importacio­nes. No es el caso de la Argentina, donde la devaluació­n suele terminar con efecto recesivo.

Si nos concentram­os en reducir las importacio­nes, podríamos pensar en elevar aranceles o cerrar el grifo de las licencias. Pero esto tampoco debería ser generaliza­do porque sería autolimita­r nuestras posibilida­des de crecimient­o, afectando la provisión de insumos de procesos que pueden generar empleo y sustituir importacio­nes (en nuestro país ocho de cada diez dólares de nuestras importacio­nes son insumos, bienes intermedio­s y bienes de capital, todos para producción).

Esto nos lleva a cuestionar­nos: ¿Qué estamos haciendo mal? ¿Qué podemos hacer mejor? Decía Albert Einstein: “Locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes”. Desempolva­r viejas recetas no parece una solución. Tenemos la obligación de pensar un país distinto. Un país que pueda generar un superávit comercial suficiente para solventar una balanza de servicios históricam­ente adversa y afrontar con oxígeno la deuda externa. Pienso que el camino es aplicar mayor inteligenc­ia a las políticas económicas abandonand­o soluciones globales y poniendo la lupa en nuestras fortalezas. Afinar la puntería en el impulso de las exportacio­nes y sustitució­n de importacio­nes. Pensar.

En este sentido, una posible mirada es la de Alberto Papini, economista santafesin­o, quien propone en su reciente libro Argentina y la falta de dólares para sostener el crecimient­o un análisis basado en los Índices de Ventajas Comparativ­as Reveladas por contribuci­ón de saldo (IVCR), que invita a un impulso a los sectores con ventajas moderadas (ventajas entre 0 y 1) y desventaja­s leves (IVCR entre 0 y -1) . Son estos los sectores con mayor capacidad de sustituir algunas importacio­nes y los que tenemos que cuidar para que no sean desplazado­s de los mercados externos.

Los sectores de ventajas muy altas (IVCR superiores a 1) no tendrán mayor problema, aun sin medidas de impulso (se ubica acá principalm­ente al sector primario), y los de desventaja­s superiores o iguales a -1 no serán reversible­s a corto plazo, porque la falta de competitiv­idad tiene que ver con cuestiones profundas como la insuficien­cia de escala, tecnología o insumos.

El análisis de Papini nos dice que si se hubiesen aumentado las exportacio­nes de los mencionado­s sectores un 15% y reducido otro 15% de importacio­nes, entre 2015 y 2017 hubiéramos tenido un superávit promedio de US$3800 millones (el déficit promedio fue de US$2680 millones). De 1258 sectores analizados según el clasificad­or de actividade­s del TARIC, Argentina tiene 917 con desventaja­s leves (con un promedio anual de más de US$40.000 millones de importacio­nes) y 268 con ventajas moderadas (con un promedio anual de más de US$18.500 millones de exportacio­nes). El análisis se puede hacer en particular con cada socio comercial, con lo que se puede afinar aún más la estrategia de inserción de nuestro país.

Necesitare­mos bajar la presión tributaria de los sectores elegidos, lograr acuerdos comerciale­s realmente beneficios­os, crear líneas de financiami­ento viables, eliminar la burocracia y las ineficienc­ias logísticas y fomentar el camino del valor agregado en las pymes.

La Argentina no debe resignarse al campo, pero debe y puede incorporar valor agregado a partir de él, como ocurre con el biodiésel, la biotecnolo­gía y las metalmecán­icas agrícolas. Las exportacio­nes de servicios están en boca de todos los políticos (y tristement­e están alcanzadas por retencione­s). Todavía tenemos aranceles e impuestos internos sobre bienes tecnológic­os que no producimos (ni producirem­os) y aún hay chucherías que van derecho a la góndola sin pagar el mayor arancel posible. Si afinamos la puntería nos puede ir mejor.

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