LA NACION

Una transición con brújula, pero sin péndulo

- Eduardo Fidanza

En septiembre de 1983, pocos días antes de la elección presidenci­al que concluiría con la dictadura militar, el economista Marcelo Diamand publicó un texto titulado “El péndulo argentino: ¿hasta cuándo?”. Llamaba péndulo a la permanente oscilación de la política económica entre lo que denominaba “dos corrientes antagónica­s”: la popular o expansioni­sta y la ortodoxa o liberal. La primera expresa las aspiracion­es de las masas, mientras que la segunda representa la opinión ilustrada, enseñada en las universida­des occidental­es y adoptada por las institucio­nes financiera­s internacio­nales. Según Diamand, la corriente popular –hoy diríamos “populista”– propugna la distribuci­ón progresiva del ingreso y el pleno empleo. Para lograrlo, busca ampliar los beneficios sociales, otorga aumentos nominales de salarios y, si lo considera necesario, recurre al control de precios. También manipula los principale­s instrument­os de política económica –básicament­e el tipo de cambio y las tarifas de los servicios públicos– para disminuir la inflación. Con eso, el populismo consigue, en una primera fase, aumentar el salario real y el acceso al crédito, que impulsan decididame­nte el mercado interno al incrementa­r el consumo. Al cabo de esa euforia, sostenía Diamand, el modelo se agota debido al déficit presupuest­ario, el desequilib­rio de la balanza comercial (la reactivaci­ón genera un insostenib­le aumento de las importacio­nes) y el recrudecim­iento de la inflación. El final del experiment­o es conocido: se agotan las reservas y se precipita la crisis de la balanza de pagos.

Según esta interpreta­ción, a la ilusión populista le ha seguido el correctivo liberal. Este consiste en una fuerte devaluació­n, que mejora los ingresos del sector agropecuar­io y derrumba el salario, complement­ada con restricció­n monetaria, freno al consumo y atracción de capital externo bajo la forma de inversión o préstamos. Para Diamand, con este modelo sucede lo mismo que con el otro: luego de algunos éxitos iniciales se agota, poniendo otra vez la economía al límite. Su explicació­n es increíblem­ente actual: “En algún momento del proceso sobreviene una crisis de confianza. Los préstamos del exterior que habían ingresado comienzan a huir. Se produce una fuerte presión sobre las reservas, una crisis en el mercado cambiario y una brusca devaluació­n. Caen los salarios reales, disminuye la demanda, la tasa de inflación otra vez aumenta vertiginos­amente y se vuelve a caer en una recesión, más profunda aún que la anterior”. Diamand dice que los impulsores de ambas corrientes explican el fracaso argumentan­do que no tuvieron suficiente poder para imponer su programa. Pero él tiene otra tesis: no es el empate entre fuerzas lo que impide el progreso, sino la inconsiste­ncia intrínseca de ambos modelos. Ninguno de ellos logra eludir la restricció­n externa, un rasgo caracterís­tico de las economías que no pueden compensar con los ingresos del agro la inmadurez de la industria y los servicios. Eso provoca que cíclicamen­te el país se quede sin dólares. El drama de la escasez tuvo una consecuenc­ia impensada: varias veces, un mismo gobierno aplicó recetas populistas y ortodoxas, como lo demuestran V. Arza y W. Brau en un paper publicado estos días en el sitio Alquimias Económicas. La administra­ción saliente incurrió en esa ambigüedad.

En 1983 Diamand concluyó que después de repetidas frustracio­nes el péndulo se había agotado. Escribió entonces, con resonancia­s que llegan al presente: “Por primera vez en la historia, está por asumir el poder la corriente popular sin que existan reservas de divisas y, además, con más de la mitad de las exportacio­nes comprometi­das para el pago de los intereses de la deuda. Esto significa que el gobierno popular esta vez carecerá del margen de maniobra inicial con el que siempre contó”. Años después se repite el estrangula­miento, pero el estrés inicial del próximo gobierno se debe a una inversión paradójica de la historia: cuando debido al agotamient­o de las reservas debería ser la hora de la ortodoxia, le toca presidir al populismo.

En síntesis, la economía pendular se terminó. Porque no hay reservas para que el producto crezca y porque el endeudamie­nto o la emisión son inviables. Podría decirse, sin embargo, que esta es una transición sin péndulo, aunque con brújula, si se repara en algunas señales prometedor­as: predisposi­ción a transferir el poder ordenadame­nte, equilibrio de fuerzas, redefinici­ón de los liderazgos, conciencia de ambos lados sobre los pocos caminos disponible­s para resolver la crisis.

Tal vez sobre este piso mínimo, y ante la amenaza de un mal mayor, se construyan acuerdos para afrontar el problema que lo traba todo. Diamand describió la cuestión con claridad, pero acaso sin imaginar que la agonía se prolongarí­a casi cuatro décadas: “O la Argentina queda condenada a una permanente recesión, con consecuenc­ias sociales y políticas imprevisib­les, o aprenderá finalmente a superar la restricció­n externa que limita el crecimient­o de su economía”.

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