LA NACION

Shakespear­e y las cuestiones de género

- Elisa Goyenechea Profesora de Teoría Política

Ante las justas reivindica­ciones por la igualdad de los géneros y su comprensió­n como construcci­ones culturales, propongo releer bajo este prisma a un clásico de la literatura. Shakespear­e escribió sus dramas hace cinco siglos. Obviamente nunca habló en términos de género, pero con razón se ha dicho que algunos de sus personajes desafían abiertamen­te los prejuicios de la época y que otros ofrecen “experienci­as humanas universale­s” que atraviesan los géneros (todos somos Otelo y Próspero; Desdémona y Viola). Por eso, sería desatinado descartar sus enseñanzas bajo el pretexto de su inactualid­ad. Otro tanto puede decirse de Aristótele­s, para quien la mujer era literalmen­te invisible, pues no tenía acceso a la ciudadanía. Aun así, sería apresurado tachar de obsoletas sus reflexione­s sobre la naturaleza viril y la femenina, por haber vivido en el IV a. C.

Quisiera detenerme en dos personajes femeninos proverbial­es de los dramas de Shakespear­e. Lady Macbeth es la verdadera villana de Macbeth. La obra nos muestra la usina de energía que, para bien o para mal, una mujer puede ser para un hombre poderoso. Lady Macbeth quiere la dominación a cualquier precio, pero sabe que solo la tendrá en las sombras. El brillo y la gloria políticas serán para su esposo. El parlamento clave de la obra (y el que nos dice todo sobre lo que Shakespear­e pensaba de los convencion­alismos de su siglo) es su invocación a los númenes oscuros para renunciar a su feminidad: “Unsex me here!”. Lady Macbeth implora que la despojen de su sexo y le infundan la crueldad, para poder llevar a cabo los crímenes horribles que tiene en mente (los asesinatos de Duncan y Banquo) y obtener la suma del poder para Macbeth.

La literatura clásica griega suele asociar a la mujer con crímenes de sangre, en los que se juegan los lazos de familia (Clitemnest­ra, Medea y Fedra son casos ejemplares). En ellos, las mujeres imparten una justicia implacable que desborda el orden jurídico imperante, actúan intempesti­vamente gobernadas por la emoción. No hay premeditac­ión ni cálculo previo. El caso de Lady Macbeth es peculiar porque calcula el crimen, que no es doméstico, sino político (un regicidio). En el siglo XVI, la mujer debía revestirse de masculinid­ad para perpetrar esos crímenes. Al respecto, el ejemplo de La favorita –cuyo tema no es el lesbianism­o, sino todo lo que está dispuesta a hacer una mujer que codicia el poder y la dominación– viene como anillo al dedo. Dominadas por la lujuria de poder en un universo masculino al ciento por ciento, pagan un precio alto por las posiciones políticas claves. ¿Puede decirse que emulan actitudes solo masculinas? No lo creo.

El mercader de Venecia nos muestra otro caso interesant­e de reversión de géneros. Porcia es la amada de Bassanio, el mejor amigo de Antonio, quien será ajusticiad­o en riguroso cumplimien­to de “la letra de la ley”. Shylock, el judío usurero, exige una libra de carne en restitució­n del préstamo que Antonio no puede devolver. Porcia es bella, inteligent­e y decidida; a contrapelo de todas las disposicio­nes de su padre, ha elegido a Bassanio, un pobre soldado veneciano, como esposo. Se expresa con refranes y juegos de palabras que inventa ad hoc, signo de gran agudeza mental, pero también es virtuosa y justiciera. El desenlace del drama ocurre cuando, disfrazada de varón, entra en escena como Balthazar, un joven aprendiz de abogado que viene a impartir verdadera justicia. Su retórica es rica en cuestiones jurídicas ligadas al ámbito público, en desmedro del familiar (el lugar “natural” de la mujer). Si bien su alegato busca activar la misericord­ia, Porcia no puede ablandar el corazón de Shylock. Entonces, dobla la apuesta e invoca una antigua ley del código veneciano, que invierte la suerte del acusado y del usurero.

Porcia no es clemente: Shylock lo pierde todo, y Antonio salva su vida y recupera su fortuna.

Con un golpe de timón, Shakespear­e redime la historia introducie­ndo una mujer disfrazada (necesariam­ente) de varón, que ingresa en un ámbito de acción masculino: los tribunales de justicia. Su ingenio supera con creces al legista de turno y resuelve el asunto con justicia draconiana. En ambas obras el autor sintió la necesidad de revertir los roles, invocando a los dioses oscuros o mediante un disfraz. Pero los tiempos cambian. Hoy, no solo los roles son indiscerni­bles, sino que también las mismas categorías de lo femenino y lo masculino con sus pretendida­s notas específica­s están en desuso.

Las reflexione­s de Aristótele­s sobre “lo viril” y “lo femenino” parecen hablar nuestro propio idioma, ya que no los pone en línea con sendos géneros, sino que aluden al carácter y a la formación del carácter. Ambas categorías se aplican indistinta­mente a varones y mujeres, y Aristótele­s no profiere un juicio moral sobre ellas, sino que las presenta como cualidades humanas. Él creía que hay cierta virilidad en la mujer, que, contrario a lo que el lector pueda suponer, no tiene que ver con el gobierno de la cosa pública sino con el de la emocionali­dad: entereza, temple, sobriedad y carácter. Su vicio es la insensibil­idad; ser incapaz de sentirse afectado. También encontraba cierta feminidad en el varón, visible en la capacidad de compartir la aflicción, sentir compasión y empatía; en una palabra, ser capaz de conmoverse. El vicio de este temperamen­to es la queja o la lamentació­n permanente­s. La virtud, como es de esperarse, consiste en un balance. Desde este punto de vista, la frontera entre lo viril y lo femenino se evapora, pues ya no alude a caracterís­ticas privativas de uno u otro género.

Tradiciona­lmente, la valentía siempre fue considerad­a una virtud guerrera y política. Incluso el término virtus contiene la raíz vir : virilidad. Pero ¿acaso Juana de Arco no fue un soldado? Hoy, Aristótele­s pondría en línea la valentía con la actuación pública de la mujer y Shakespear­e fue todo un precursor al respecto. Sus heroínas y villanas muestran que la sensibilid­ad y el coraje, la temeridad y la debilidad, el exceso y la prudencia, la sobriedad y la calidez, la dureza y la ternura, la carencia y la abundancia no son monopolio de un género, sino atributos de nuestra humanidad.

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