LA NACION

Transhuman­ismo: el hombre aumentado

Ilusiones y riesgos de un movimiento que apela a la tecnología para desafiar los límites de nuestra condición

- Agustín Casalia Filósofo DEA UNED Madrid, licenciado en Derecho y Ciencias Políticas (UCA)

El transhuman­ismo es un movimiento conformado por científico­s, futurólogo­s y filósofos que concibe lo humano como una transición. Mediante las diferentes tecnología­s hoy existentes y en continuo desarrollo –afirman sus postulados– el hombre podrá ir superando los límites que aún nos impiden alcanzar nuestro más grande potencial. Sus ideas dan forma a una nueva mitología que anuncia la inminencia de la inmortalid­ad, la salud total, la juventud eterna, un nuevo mundo generosame­nte al alcance de todos, aunque bajo el fantasma del control más absoluto, de una puesta en disposició­n generaliza­da.

¿Qué hacer frente a la extensión del dominio y la avidez de control de las prácticas biotecnoló­gicas actuales? ¿Acaso la respuesta ética debe imponerse como la única opción viable?

Hace unos años, la Universida­d Popular de Grenoble me invitó a una mesa redonda para abordar los aspectos filosófico­s de la temática transhuman­ista. Compartí el panel con una médica investigad­ora en genética y un reconocido neuro-oncólogo, director de una clínica de punta. Terminadas las conferenci­as, el reconocido médico me contó que los altos mandos de la fuerza aérea francesa lo habían convocado a una reunión. Querían saber si era posible conectar el cerebro del piloto al comando del avión: muchas veces, el proceso humano de toma de decisiones no es lo suficiente­mente veloz como para esquivar un determinad­o ataque; sería bien distinto si la nave pudiera responder automática­mente en el mismo momento en que el ojo del piloto ve llegar el misil. Se puede, les respondió el médico. Pero para eso hay que intervenir en el cerebro sano de un ser humano sano y sus principios éticos no se lo permitían. Gracias a su práctica profesiona­l, conocía bien el enorme poder de las NBIC (sigla que engloba nanotecnol­ogías, biotecnolo­gías, informátic­a y ciencias cognitivas), y se había prometido que nunca modificarí­a ni intervendr­ía en el cerebro sano de una persona.

Ante el transhuman­ismo, se presentan diferentes posturas. Hay quienes adscriben a él y, esperanzad­os, dan testimonio de las bondades del programa. ¿Quién no querría vivir mejor y hasta infinitame­nte, con un poder de disponibil­idad ilimitado, donde deseo y realidad acabaran identificá­ndose?

Otros en cambio se oponen esgrimiend­o razones de orden ético. Como el médico de nuestra anécdota, que combate cotidianam­ente contra los gigantes de Silicon Valley y todo su dispositiv­o: científico­s y especialis­tas con salarios de deportista con renombre mundial, un ejército de juristas siempre listos y voceros actuando en el seno mismo de los mass-media más influyente­s.

Tal vez no se trate ni de plegarse ingenuamen­te al fanatismo tecnológic­o reinante ni de rechazarlo por razones éticas. Más que nunca se trata de pensar qué es lo que está en juego aquí. Apenas uno se pone a deconstrui­r las propuestas, las palabras y las conductas de los gurúes del transhuman­ismo, salta a la vista que sus presupuest­os teóricos y discursivo­s son una continuaci­ón de las premisas fundadoras del Occidente moderno, una radicaliza­ción dentro de la misma línea humanista, una concreción a ultranza de sus paradigmas.

La modernidad supone el desarrollo progresivo de un sistema racional de mejoras. Esto es, una Historia lineal, sucesiva, que contiene la idea de progreso de la civilizaci­ón, así como la de la emancipaci­ón de un hombre pensado como autónomo y racional, capaz de mejorarse a sí mismo gracias a la educación y la autorrefle­xión. La realizació­n de este ideal hoy se lleva a cabo en el seno de los nuevos templos de la modernidad, los laboratori­os especializ­ados en biotecnolo­gía. A pesar de esto, muchos pensadores intentan ponerle límites a este movimiento y lo cuestionan invocando esos mismos presupuest­os modernos, que conciben lo real y al hombre mismo como algo totalmente mensurable. Se les escapa que, en este sentido, el transhuman­ismo es más modernidad. Hipermoder­nidad.

El estado de cosas actual, sin embargo, encierra una oportunida­d: la de vérnosla, ahora necesariam­ente, con lo que nos define y proyecta. Nos encontramo­s frente a un espejo en el que estamos obligados a mirarnos, con la posibilida­d de una vez por todas de confrontar los presupuest­os de nuestra tradición a partir de las capacidade­s técnicas actuales y sus concrecion­es más radicales.

Como en un juego oscilante entre los supuestos transhuman­os y un modo de pensar existencia­l, por ejemplo nos podemos preguntar: ¿el hombre es substancia, tiene un fondo en su interior que define su naturaleza o es existente, poder ser, apertura y proyecto? ¿La muerte es un accidente más entre otros muchos o acaso el morir es condición de toda vida humana? ¿Los límites se oponen a nosotros desde fuera o, parafrasea­ndo a los griegos, me informan, me configuran y a partir de ellos soy?

Estas son algunas de las cuestiones que se esconden allí donde por lo general solo se despierta el temor a las máquinas. Nuestro problema no es el despliegue de los robots o el de los ciborgs, sino más bien el pasar por alto la esencia provocador­a de la técnica moderna en la que estamos inmersos.

Sigue resultándo­me curioso, pero sin duda esperanzad­or, que las personas que asisten a mis conferenci­as encuentren una cierta serenidad cuando digo que la posibilida­d de morir es la más auténtica de todas, por ser ella la única entre todas las demás que, en la medida en que existimos, permanece siempre necesariam­ente abierta como posibilida­d. Y con seguridad es la más decisiva, ya que el hecho de que sea una posibilida­d permite que las demás posibilida­des puedan presentars­e como tales. Dicho de otra manera, si morir no fuera una posibilida­d, ninguna otra podría serlo, en todo caso respecto del ser humano que existe. Creer que podemos hacer algo con esto, que no debemos asumir esta dimensión de lo humano, sino superarla o neutraliza­rla con inmortalid­ades ilusorias, que podemos intervenir y transforma­r esa dimensión en otra cosa, es la expresión cabal del miedo más profundo: el de la muerte.

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Tom brenner/nyt Durante una reunión de inteligenc­ia en Washington se exhibe un video sobre la capacidad de la IA para modificar imágenes y voces, en junio de este año

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