LA NACION

Proust y el Goncourt, una controvers­ia

Hace un siglo, el jurado del prestigios­o concurso reconocía al hoy célebre escritor, quien estaba por entonces muy lejos de la gloria

- Graciela Uriburu

En 1919, la Gran Guerra había terminado. Francia, victoriosa, curaba sus heridas y festejaba a sus soldados. La mayoría habían sido desmoviliz­ados hacía poco tiempo.

Muchos excombatie­ntes formaban parte del gobierno recienteme­nte elegido. En la sociedad de la inmediata posguerra se vivía una efervescen­cia política impresiona­nte. En ese contexto se esperaba mayoritari­amente que el prestigios­o premio literario creado en 1903 por los hermanos Goncourt le fuera otorgado a una novela sobre la dolorosa experienci­a en las trincheras: Las

cruces de madera, del joven exsoldado Roland Dorgelès, recienteme­nte publicada.

Sin embargo, bajo el impulso de Léon Daudet, hijo del famoso escritor Alphonse Daudet, miembro de la Acción Francesa y antidreyfu­siano, el jurado del Goncourt coronó –por seis votos contra cuatro– la novela de un escritor que no había ido a la guerra, hijo de madre judía y dreyfusian­o: A

la sombra de las muchachas en flor, de

Marcel Proust.

Tras cuatro años de campaña bélica en las peores condicione­s, muchos habían muerto, muchísimos habían sido heridos o mutilados. Los sobrevivie­ntes esperaban que Francia les testimonia­ra su gratitud con honores. Y he aquí que el premio literario más prestigios­o del país se concedía a un escritor “mundano”, que frecuentab­a duquesas, que veraneaba en Normandía y que “se peinaba con la raya al medio”.

Fue una patada a aquellos que habían sufrido los horrores de la guerra y al heroísmo viril, en un país lleno de viudas enlutadas. Muchos de los indignados periodista­s habían combatido, muchísimos jóvenes escritores perdieron la vida en las trincheras.

El jurado fue muy objetivo pero, tras cuatro años de censura, la polémica político-literaria estalló.

El entonces joven poeta Louis Aragon, furioso, tituló en L’humanité: “Premian al Viejo”. Y aclaró: “Nunca imaginamos que un snob laborioso fuera a recibir ese premio”. También los periódicos de la derecha nacionalis­ta acusaron al ganador de ser demasiado viejo –Proust tenía 48 años–, demasiado rico, demasiado mundano, y señalaron su condición de homosexual. La izquierda y la derecha atacaron a la Academia Goncourt, a cuyos miembros llamaron “goncourtis­ans”. La izquierda tardará mucho en perdonar a Proust el hecho de que un hombre de la derecha como Léon Daudet lo hubiera sostenido.

Y es que este premio fue sentido como un ultraje a la memoria de los muertos, una grave injusticia, y la reacción fue inevitable: todos, o casi todos, nacionalis­tas o internacio­nalistas, se ubicaron a favor de Dorgelès, héroe, soldado voluntario, Cruz de Guerra, quien por algunas semanas fue el centro de la unión sagrada de la literatura francesa.

Se quiso creer que de un lado estaba el representa­nte de los jóvenes combatient­es, lleno de talento, idealista, pobre y, del otro, Proust, el snob vocero de los burgueses y arribistas, a quien se había sacado de la naftalina el día del armisticio. Un autor que, resucitand­o el tiempo perdido, parecía desdeñar el presente.

Estilo revolucion­ario

Sin embargo, los dos libros finalistas representa­ban estilos literarios opuestos, uno “viejo” y otro “nuevo”: el narrador de Dorgelès nunca muestra sus sentimient­os y sigue la vieja tradición literaria naturalist­a. En tanto, el narrador de En busca del tiempo perdido, a veces testigo y a vepués ces héroe de su relato, cuenta constantem­ente sus finas observacio­nes según las intermiten­cias de su corazón. El verdadero revolucion­ario literario era Proust.

Pocos lectores presentían que A la sombra de las muchachas en flor era solo el segundo tomo de un formidable conjunto aún no publicado. La segunda pieza de un complejo rompecabez­as en construcci­ón, de una saga extremadam­ente reflexiona­da, edificada, pensada, En busca del tiempo perdido, que recién llegaría en forma completa a los lectores en 1927, cuando apareció el último volumen,

El tiempo recuperado, cinco años destexto de la muerte de su autor. En su libro Proust, Premio Goncourt. Une émeute littéraire [esta semana Ediciones del Subsuelo lo publicará, en España, como Proust, Premio Goncourt. Un motín literario], Thierry Laget hace la crónica de este episodio que marcó el reconocimi­ento y el origen de la gloria literaria para Proust.

El primer libro, Por el camino de Swann, había sido editado en 1913 a cuenta del autor, pues fue rechazado por todas las editoriale­s. No creían que un snob que visiblemen­te frecuentab­a los salones de la nobleza y la alta burguesía de París pudiera ser digno de ser publicado. entre otros, eso dijo André Gide, quien, en nombre de la Nouvelle Revue Française, devolvió el manuscrito tal vez incluso sin leerlo y que, acaso por ello, nunca dejaría de arrepentir­se. Justamente, Proust conoció tanto a sus protagonis­tas quizá porque, como dijo André Malraux, “se introdujo en las fauces del monstruo”, y así confundió a sus contemporá­neos. El propio Malraux fue de los pocos que reconocier­on en Swann un género completame­nte nuevo y vieron en Proust un precursor.

Una voz desleída

Sorprenden­temente, existe un notable registro del argentino Alberto Gerchunoff que, en febrero de 1914, en una estadía en París, conoció a Proust. Justo después de la publicació­n del primer libro, lo visitó frecuentem­ente en su casa.

En el texto “Agenda de un escritor” [publicado en Entre Ríos, mi país, Editorial de la Universida­d de Entre Ríos], Gerchunoff describe de esta manera al autor de En busca del tiempo perdido: “Recostado en un diván… con una perla redonda y enorme que se desmayaba en la oscuridad de su frondosa corbata […]. Miraba con una intensidad que hacía daño y conversaba lentamente, pálidament­e, con una voz que se desleía, envolvente y conquistad­ora. Sus manos, de una blancura enfermiza, trazaban gestos pausados y su sonrisa, leve y continua, iluminaba su cara flaca, en la que cada línea adquiría la expresión de melancolía de esos recuerdos simples de cuya evocación minuciosa ha hecho un género, un sistema”.

Dice Gerchunoff que “las damas que asistían a las conferenci­as de [el filósofo Henri] Bergson y a las tertulias de la duquesa de Broglie hablaban del autor de Du côté de chez

Swann como de un nuevo milagro.” Y que, una vez, Proust le dijo: “Recibo a los amigos de noche, y si el asma interrumpe decididame­nte la publicació­n de mis novelas, ustedes se encargarán de completar mi leyenda atribuyénd­ome las anécdotas que se cuentan en París desde el siglo XVIII. Están reunidas en coleccione­s. Nadie se enterará de que no me pertenecen sino los eruditos, como ocurre con las

Máximas de La Rochefouca­uld”. Muerto el 18 de noviembre de 1922, Proust entró en un verdadero purgatorio hasta los años 50, cuando aparecen algunas publicacio­nes que atraen otra vez la atención sobre él. En 1964, Gilles Deleuze publicó Marcel Proust y los signos. Cuando se reeditó el mismo libro, cuatro años más tarde, el título cambió; fue simplement­e Proust y los signos. Ya no hacía falta Marcel. Solo Proust. Como hasta hoy.

El Goncourt de 1919 fue un acto de valentía de seis de los diez integrante­s de la Academia. Fueron atacados por casi todos. Aun así, eligieron al revolucion­ario, a quien cambiaría para siempre la literatura francesa del siglo XX.

Médica, estudiosa de la obra de Proust

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Marcel Proust en una imagen tomada en Illiers-combray, Francia, en 1895

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