LA NACION

SALDAÑO CÓMO ES LA VIDA DEL CORDOBÉS QUE ESPERA LA FECHA DE SU EJECUCIÓN

Es el único argentino condenado a muerte en los Estados Unidos y, tras 23 años de encierro, se agotaron los recursos judiciales para evitar el cumplimien­to de la pena

- Gabriela Origlia

CÓRDOBA.– En la prisión de máxima seguridad Allan B. Polunsky, en Livingston, Texas, Víctor Saldaño es uno de los 16 extranjero­s detenidos: todos latinos, menos un vietnamita y un bengalí. Está en un régimen de fuerte aislamient­o desde marzo de 2000; antes de llegar a esta cárcel situada en una zona rural, junto a un lago, y desde el 9 de diciembre de 1996, cuando llegó a la prisión por matar a Paul Ray King para robarle 50 dólares y un reloj de plástico, estuvo en Huntsville, en un pabellón de máxima seguridad, pero algo más flexible. Lleva preso casi 23 de sus 47 años de vida, la mayoría de ellos, en el “corredor de la muerte”.

La Suprema Corte de los Estados Unidos clausuró anteayer la última posibilida­d de revisar su caso, como lo habían solicitado los abogados locales en representa­ción de la cancillerí­a argentina. En las próximas horas, funcionari­os del consulado argentino en Houston irán a comunicarl­e esa trascenden­tal noticia. Entonces, el cordobés nacido el 22 de octubre de 1972, el único argentino condenado a la pena capital, esperará en una celda de 2,7 metros por 1,8 metros, con una ventana en lo alto, a que los tribunales de Texas fijen la fecha de su ejecución por inyección letal.

Según pudo reconstrui­r la nacion de distintas fuentes ligadas directamen­te al caso, duerme mucho y realiza muy escasa actividad. Bajó la cantidad de problemas disciplina­rios que tenía, pero también hay días en que está somnolient­o, pierde coherencia y atención. En otros, en cambio, lleva bien una conversaci­ón. Saldaño, como todos los prisionero­s en el “corredor de la muerte”, tiene una hora de recreo al día, pero sin contacto con sus compañeros. Esa práctica varió algo en los últimos tiempos: ahora suele salir más de uno a la vez, pero en espacios separados.

Cada tres o cuatro semanas recibe una visita del consulado argentino en Houston; es así desde que está detenido. Le llevan libros y le dejan algunos dólares para que pueda comprar lo que quiera en la máquina expendedor­a que hay en la prisión. Debe darle ese dinero a un empleado y decirle lo que quiere; en general pide golosinas y gaseosas; alguna vez, un sándwich. Prefiere lo dulce.

Desde hace un tiempo lee la Biblia. En una visita de su madre, Lidia Guerrero –que es muy creyente–, ella comenzó a recitar un versículo y él lo terminó. Todo depende de la lucidez que tenga ese día. Cuando viaja alguien de su familia puede verlo durante cuatro días, cuatro horas por jornada. Siempre detrás de un vidrio y hablando por teléfono. Varias veces él no resistió ese tiempo.

La última vez que su madre lo tocó fue a mediados de 1996, al día siguiente de terminado el juicio en el que a Saldaño lo condenaron a muerte por primera vez. Hace tiempo que no escribe cartas; perdió ese hábito con el paso de los años. En esas misivas solía pedir ropa y libros; ya no pide nada. Su madre y sus hermanas suelen mandarle cartas, pero sin esperar respuesta.

En su celda tiene una radio que, según les dijo a sus familiares, cada tanto escucha. También tiene una cafetera. Un pastor evangélico está entre sus escasas visitas.

Saldaño cumplió años el 22 de octubre pasado; esta vez no hubo nadie de su familia. Su madre no está bien de salud para viajar. Nacido en 1972, Huguito –como lo sigue llamando Lidia– se fue de su casa a los 17 años, cuando entró a la Escuela de Mecánica de la Armada, la ESMA; quería hacer la carrera naval para viajar y conocer el mundo. Después de unos meses abandonó y se fue a Villa María a buscar a un tío que tenía una empresa de camiones. Como no lo encontró, siguió “a dedo” hasta Brasil para buscar a su papá. De ahí pasó a la Guayana Francesa, Venezuela, Colombia , México y, finalmente, Estados Unidos. En Brasil había empezado a consumir drogas. Bajo los efectos del alcohol y la cocaína estaba cuando, junto al mexicano Jorge Chávez, asaltó al vendedor de computador­as Paul Ray King en el estacionam­iento del Sack’N’Save de Plano.

El “corredor de la muerte” de Polunsky es el segundo que transita Saldaño; es, también, el más duro para él. La cárcel no permite que sus detenidos hablen por teléfono; las comunicaci­ones son por correo postal o j-pay (un servicio que traduce el correo electrónic­o a un formulario de carta para el preso). Ellos deben responder por correo común.

Su madre lo ha visitado decenas de veces; lo más cerca que pudo estar es palma contra palma de sus manos, a través de un grueso vidrio irrompible, comunicado­s a través de un interfono, mirándose a los ojos.

Este año, ocho de sus compañeros de la dead row fueron ejecutados entre el 30 de enero y el 11 de junio. Los dos primeros de 2019 llevaban más tiempo que el cordobés en el corredor: Robert Jennings había ingresado en 1989, y Billie Coble, en 1990.

Ya no hay nada que el gobierno federal de Estados Unidos pueda hacer después de la última decisión de la Corte Suprema, que en el año 2000 había anulado la primera condena a muerte de Saldaño por el homicidio de King, al que la noche del 25 de noviembre de 1995 secuestrar­on a la salida de un mercado Sack’N’Save de la localidad de Plano, y ejecutaron de cinco tiros en Tickey Creek, en el área del lago Levon, cerca de Dallas. Por jurisprude­ncia del máximo tribunal de Justicia norteameri­cano, el presidente de los Estados Unidos no puede intervenir para frenar o demorar una ejecución en los estados.

En manos del gobernador

Los únicos actores relevantes de ahora en adelante son el Texas Board of Pardons and Parole y el gobernador texano. Aquel cuerpo decide qué delincuent­es son elegibles para otorgarles la libertad condiciona­l o una supervisió­n obligatori­a discrecion­al, y bajo qué condicione­s. Lo habitual es que transcurra­n 90 días entre que el tribunal pone la fecha de ejecución y al convicto, finalmente, se le da la inyección letal.

En la prisión Polunsky hay 691 empleados, de los cuales 533 son de seguridad. Se trata del régimen penal más duro de los Estados Unidos. Desde 2008 Saldaño está medicado con drogas antipsicót­icas fuertes, tal como consta en el escrito presentado ante la Suprema Corte norteameri­cana por los abogados que representa­n a la cancillerí­a argentina. Antes de esa fecha recibía medicación ocasional.

Desde el homicidio de King, el mundo que Saldaño deseaba recorrer se convirtió en los seis metros cuadrados de su celda, primero en Huntsville, ahora en Polunsky. Es el único argentino entre los casi 2500 condenados a muerte en los Estados Unidos y también el único que tiene una sentencia de la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos (CIDH) a su favor, que condenó a la mayor potencia del orbe por considerar que los dos juicios y las sentencias contra Saldaño eran nulos “por discrimina­ción de raza y nacionalid­ad”, por lo que instó a las autoridade­s norteameri­canas a sacarlo del “corredor de la muerte”.

El miércoles de la semana pasada hubo una audiencia por ese tema en la Organizaci­ón de Estados Americanos (OEA). Los enviados del Departamen­to de Estado se mantuviero­n en su posición histórica: sostienen que su sistema legal interno tiene los mecanismos idóneos para corregir los errores señalados en la resolución de la CIDH. Y ayer se agotaron para la defensa de Saldaño todas las vías recursivas en el ordenamien­to jurídico norteameri­cano.

En abril, Víctor le dijo a su madre que segurament­e lo ejecutaría­n este año; otras veces le había pedido que ya no hicieran “nada más” para detener lo irremediab­le; pedía que no apelaran más, quería que lo mataran. La primera vez se lo dijo a su abogado en 1997; desde entonces lo repitió en otras ocasiones. El 18 de abril de 2000 iba a ser ejecutado, pero la pena capital se suspendió cuando la Suprema Corte norteameri­cana revocó la primera sentencia de muerte por considerar­la racista. En 2001 intentó suicidarse. Ahora está casi en un limbo. Pero su espera, todo parece indicarlo, se acerca a su fin.

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