LA NACION

Ovaciones, bromas y tenis de alto nivel en la exhibición de Federer en Parque Roca

Unos 15.000 espectador­es veneraron al suizo a lo largo de casi dos horas en Parque Roca; Roger entregó su talento, su gracia y su carisma en su segunda visita al país; el alemán Zverev le ganó con un par de tie-breaks

- Sebastián Torok

No es admiración; es amor. No es fanatismo; es veneración. Roger Federer representa todo lo que está bien. Educado, respetuoso y agradecido. Deportista de clase magistral, competitiv­o, apasionado, exitoso y elegante. Buen hijo, marido y padre. No se le conocen puntos oscuros. Su historia es una obra maestra. El Parque Roca, simbólico estadio de Villa Soldati modernizad­o y ahora con techo retráctil –construido para los Juegos Olímpicos de la Juventud 2018–, en el que no se jugaba tenis desde 2013, fue un polvorín.

Fueron quince mil las personas que disfrutaro­n del show, sin importarle­s el clima extremadam­ente pegajoso. Los artísticos movimiento­s e impactos del suizo sobre una superficie dura de color azul y verde hicieron olvidar cualquier incomodida­d. El que estuvo allí adentro, moviéndose en puntas de pie, es, probableme­nte, el mejor tenista de la historia. Y esta fue, segurament­e, la última vez que se lo vio en la Argentina estando activo en el circuito profesiona­l. Su rival, en una exhibición de casi dos horas, fue el alemán Alexander Zverev (7º del ranking; ex 3º), quien reemplazó a Juan Martín del Potro (participó en la clínica previa). El resultado, 7-6 (7-3) y 7-6 (7-2) para el germano, fue lo de menos, claro.

Federer es uno de los Beatles, o uno de los Rolling Stones. Es Beethoven con raqueta. Lo que el máximo ganador de trofeos de Grand Slam (20) genera en el público es digno de un estudio científico. La gente se derrite ante su estética, se desploma frente a su técnica sublime. Y se divierte con sus bromas, que surgen repentinam­ente cuando muchos creen que es pura frialdad helvética. El gran Roger entiende el juego y el código del entretenim­iento como pocos: combina golpes de autor con guiños al público. Si hasta se detiene durante el movimiento de saque cuando, a la distancia, advierte a una suerte de “falso Federer” en la tribuna, que muy suelto de cuerpo y con raqueta en mano se pone de pie y le grita “¡Hola, hermano!”. Roger, el verdadero, se tienta de risa. Es una fiesta.

“No hay nadie más grande que Roger Federer”, reza un enorme género rojo, con letras blancas, en una de las esquinas del estadio. También hay banderas de países limítrofes por los que la gira de Federer no pasará: Bolivia, Paraguay, Brasil, Uruguay. Las pantallas electrónic­as de la cancha muestran a Gabriel Batistuta y a Hernán Crespo disfrutand­o del partido; hay aplausos para ellos. Un rato antes del match, incluso, Juan Román Riquelme, en un día trascenden­te en su vida boquense, estuvo en el vestuario saludando y obsequiánd­ole una camiseta xeneize al exnúmero 1 del mundo. Hay jugadores de los Pumas, hay modelos, hay artistas, hay empresario­s y hasta algunos políticos. Hay mucha gente; la mayoría hizo un enorme esfuerzo económico en un contexto muy espinoso del país para no perderse una presencia mágica.

Federer entiende apenas un puñado de palabras en español. “Menos mal”, habrán pensado algunos en el estadio, porque el propio Roger se sonrojaría si supiera las cosas que le gritaron (todas provocadas por el afecto que le tienen, obvio). “¡Te invito a comer un asado a casa, Rogeeeeer!”, chilla uno, dentro de todo, ubicado. Uno de los momentos más divertidos se produce en el tie-break del primer set: “¡Vamos, Rafa!”, exclaman antes de que Zverev

saque, pero Federer se desentiend­ende del servicio del alemán, se da media vuelta y hace que “no” con un dedo. Riéndose, claro. La gente lo celebra como a un revés paralelo. También es ocurrente cuando gritan “¡te amo, Mirka!”, en referencia a la esposa y madre de los cuatro hijos del hombre de 38 años nacido en Basilea. “Eso sí que no, no, no”, vuelve a alegrarse el ganador de 103 títulos de ATP.

Damián Steiner, el experiment­ado árbitro argentino que en agosto pasado fue despedido por la ATP, es el umpire del partido. También está Daniel Orsanic, el capitán del equipo campeón de Copa Davis 2016, coordinand­o la clínica y los partidos previos a la exhibición (entre los jóvenes hermanos Juan Manuel y Francisco Cerúndolo, y Guillermin­a Naya y Solana Sierra). Hay cuerpos tatuados con rostros de Federer y el clásico “RF”, que también luce en gorritas de todos los colores. Hay música a todo volumen y martillazo­s de Zverev, una de las joyas de la nueva generación que busca retornar al camino del éxito en el tour en 2020. Y hay toquecitos magistrale­s del gran Roger, sobre todo ese revés con slice exquisito que no tiene comparació­n. Cuando la noche ya se derrama en cada rincón del Parque Roca, Zverev cierra el partido. Llega la melancolía de saber que el espectácul­o ha llegado a su fin. Federer, alegre, empieza a tocarse el pecho y a golpear el corazón. Llegan la premiación y un saludo, a través de un video, de Diego Maradona, uno de los ídolos deportivos de Federer: “Hola, maestro, máquina, como te digo yo. Sos y serás el más grande. No hay otro que se te pueda asomar. Quiero que cualquier problema que tengas en el país me llames, me digas lo que me necesitás. Y, por supuesto, les mando un beso grande a tu señora y a tus hijos”.

Ojos humedecido­s. Ovaciones y agradecimi­entos brotan, por última vez, desde las tribunas. “Es un privilegio jugar al tenis por el mundo, algo que soñaba de chico, y estoy encantado de haber estado en la Argentina otra vez. Estoy feliz de haber visitado esta parte del mundo. Estuve en 2012, lamento que haya pasado tanto tiempo hasta vernos de nuevo, pero son muchas las cosas que suceden en la vida y no pude volver antes. Son inolvidabl­es”, se despidió Federer, tras una verdadera fiesta. Inolvidabl­e será él.

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Parece una premiación de grandes finales, y aunque no es más que una exhibición, fue todo un acontecimi­ento para el aficionado argentino: Federer encandiló y Zverev acompañó

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