LA NACION

De antiguos cementerio­s a parques actuales, las sorpresas que deja la historia porteña

espacio público. Muchos vecinos de la ciudad disfrutan de plazas o trabajan en lugares abiertos, pero no conocen que originalme­nte tenían otro destino; curiosidad­es de antiguos camposanto­s en Flores, Chacarita y Belgrano

- Alejandro Horvat

Los camiones de basura entran y salen. Hace calor, los conductore­s tienen las remeras arremangad­as y dejan que el brazo izquierdo les cuelgue de la ventanilla. Están en el corralón municipal, en la avenida Varela 555, de Flores. Un predio que usa el gobierno de la ciudad para estacionar ese tipo de camiones y como depósito de contenedor­es en desuso. Los que manejan esas moles con una sola mano parecieran ser hombres de cierta rudeza, sin embargo, Diego Keller, uno de los vigilantes del lugar, dice que vio a uno de ellos salir corriendo con los pantalones por los tobillos y lágrimas en los ojos. “El muchacho estaba en el baño y salió corriendo, gritaba y lloraba porque había visto un espíritu. Y es lógico que eso pase, si estamos arriba de un cementerio. Allá atrás, si excavás un poco, vas a encontrar cajones”, dice.

El predio está construido sobre el segundo cementerio de Flores, clausurado el 1º de enero de 1872, y no hay un registro del traslado de todos los muertos al tercer y actual cementerio, en Balbastro 2587. El primer cementerio del barrio fue habilitado el 1º de septiembre de 1807, y en la actualidad está debajo de la calle Rivera Indarte entre avenida Rivadavia y Ramón Falcón, por donde pasan cientos de autos a diario.

Al entrar al corralón, a la izquierda, está la campana que pertenecía al cementerio. Tienen prohibido hacerla sonar, ya que temen que el sonido, como dice el mito, despierte a los muertos que están pocos metros debajo de sus pies. Al lado de la campana está el monumento a la madre, una mujer con un bebé en brazos. “Dicen que este era el lugar de los angelitos, es decir, donde enterraban a los chicos”, argumenta Claudia Angioi, que dirige el corralón.

“Siempre hay espíritus en la zona del vestuario. Se prenden solas las duchas, se abren los armarios. Una tarde me fui a bañar y escuchaba cómo se abrían los lockers donde guardamos las cosas. Pero uno se acostumbra”, explica Oscar Rodríguez, de 52 años, chofer de uno de los camiones. “Yo vi la cara de un hombre que se asomó por detrás del bidón de agua y empecé a rezar. En mayo trajimos a un cura para que bendiga el lugar y estemos protegidos. De acá muchas veces te vas con una energía extraña”, dice Verónica Rodríguez, de 46 años, una de las empleadas del corralón.

El recorrido continúa en el barrio

de Chacarita, donde está uno de los cementerio­s más conocidos. Ahí está el Parque Los Andes, que ocupa dos manzanas y es frecuentad­o por los vecinos. Uno de ellos es Ernesto Montañez, de 70 años, que a las 11 hace gimnasia en el parque. Vive en el barrio desde hace 40 años y sabe muy bien que ahí abajo no solo hay tierra. “Estoy al tanto de que esta plaza era un cementerio, me genera un poco de dolor, es raro. De noche si estoy solo no vengo; si paso por acá, es acompañado”, argumenta, mientras ejercita sus brazos.

“A fines de 1867 se abrió el cementerio por una gran epidemia de cólera en esa zona, según dice en el censo de la Capital Federal de 1887. En 1870, llega la noticia de que en los límites con Brasil había una grave enfermedad: la fiebre amarilla. Llegó a fines de enero de 1871 a Buenos Aires y el gobierno nacional, por un decreto de Antonio Malaver, dispuso hacer un cementerio general en los terrenos de la Chacarita: ese es el Cementerio del Oeste, que está sobre la calle Girardot. Y el 14 de diciembre de ese año se abrió otro que se fue ampliando hasta la superficie que conocemos hoy”, explica Hernán Vizzari, que se dedica a estudiar la historia de los cementerio­s y en 2017 fue nombrado por la Legislatur­a personalid­ad destacada de la cultura como investigad­or.

Aunque hoy no sea conocido por sus cementerio­s, Belgrano tiene una historia llena de entierros. En la Plaza Barrancas de Belgrano, Mónica Miranda, de 62 años, hace un pícnic con sus dos nietos. “¿Un cementerio acá abajo? Vivo desde hace 10 años en el barrio y nunca supe esto”, exclama, mientras los chicos escuchan azorados la explicació­n de Vizzari: “Acá, sobre La Pampa en la esquina con Arribeños, estaba la Capilla de la Calera y el camposanto anexo. El oratorio de la Calera era un edificio de 1726. Lo llamaban así porque los jesuitas pulían rocas y conchillas que encontraba­n por la cercanía con el río, y con eso armaban una especie de cal que usaron para hacer la capilla”.

Otro cementerio, el segundo que se hizo en Belgrano, está en un baldío entre Ricardo Balbín y Monroe. El lugar está cercado por carteles de publicidad y adentro solo se ve maleza. Aunque es una esquina valiosa, jamás edificaron. Todos los proyectos que se iniciaron terminaron truncos. Ese camposanto funcionó de 1860 a 1875.

En paralelo se empezó a construir, en 1874, el cementerio que ahora está debajo de la Plaza Marcos Sastre, en Villa Urquiza. El lugar tenía una entrada de grandes columnas, árboles y una puerta de hierro. Ahí fueron inhumados los restos de muchas familias notables, entre ellos, los de Marcos Sastre. El escritor vivía en la actual esquina de Blanco Encalada y Arribeños. Cuando el barrio empezó a crecer, los vecinos pidieron su clausura, y la lograron en 1898. Coincidió con la inauguraci­ón del actual Cementerio de la Chacarita, que había empezado a funcionar en 1896.

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Fotos: ignacio sánchez Mónica Miranda y sus nietos, pícnic sobre un antiguo cementerio jesuita de Belgrano
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Esta plaza fue construida sobre el primer cementerio del barrio de Chacarita

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