LA NACION

Dos tiros al ingeniero. El arquitecto del Congreso, su mujer y el amante

El primer día de junio de 1904 Vittorio Meano volvió antes a su casa a buscar planos de la obra del Palacio Legislativ­o y descubrió a un exempleado que salía, raudo, del cuarto de su esposa; el intruso le asestó dos disparos letales en el pecho. La invest

- Texto Belisario Sangiorgio Sebastián Dufour | Ilustració­n

El 1º de junio de 1904, el ingeniero italiano Vittorio Meano salió temprano de su lujosa casa situada en Rodríguez Peña al 30 y se dirigió hacia la avenida Callao para supervisar la construcci­ón del Congreso de la Nación, que él mismo dirigía desde 1895. Tenía 44 años y un éxito profesiona­l que le hacía sentir que había tocado el cielo con las manos. También, por cierto, enfrentaba cuestionam­ientos por el manejo de los fondos de la obra magna.

Solía regresar a su casa al mediodía, pero aquella mañana, a las 10, dos horas después de haber salido, volvió a buscar algunos documentos que había olvidado.

Al cruzar la puerta principal, esperaba ver a su esposa, Luisa Franchini, con quien había viajado a la Argentina desde Turín en 1884. Sin embargo, lo que realmente vio fue la estela audaz que dejaba Carlos Passera, uno de sus empleados, al salir corriendo del interior de una de las habitacion­es principale­s. Meano –un piamontés que utilizaba un bastón y caminaba con cierta dificultad– lo persiguió, cegado de furia.

Sobre el último peldaño de unas escaleras logró alcanzarlo. Pero Passera, asustado, desenfundó un revólver. Disparó dos veces. El primer proyectil dio en el marco de una puerta; el segundo perforó el pecho y el pulmón izquierdo del ingeniero, que caminó unos pocos metros antes de morir, mientras la sangre brotaba de su boca.

Passera engañó al primer policía que llegó hasta el lugar –un joven santiagueñ­o que llevaba días en servicio– y logró huir a través de una fábrica lindera, de la calle Rivadavia. Rápidament­e, el jefe de la comisaría 7ª, Enrique Quintana, emitió una orden de captura: “Se busca a Carlos M. Passera. Italiano, de 25 años. Blanco, delgado, alto, cabello castaño, bigote. Viste traje azul marino, sobretodo negro y sombrero blando de alas anchas”.

En el centro porteño flotaba una pregunta: ¿quién era ese osado inmigrante capaz de asesinar al ingeniero que había diseñado el Congreso de la Nación y que, junto con Francesco Tamburini y Jules Dormal, creó el Teatro Colón?

Se supo que Passera trabajaba como empleado de limpieza en la casa de Meano. Pero el ingeniero lo había despedido dos meses antes del homicidio y también le había prohibido que regresara a la casa de la calle Rodríguez Peña. Por eso se enfureció al verlo, segundos antes de su muerte.

Passera había sido despedido antes por otras familias que también lo habían contratado. Pocas horas después del crimen

publicó un perfil del asesino, la nacion que había llegado al país sin oficio y solo cuatro años antes: “Joven, buen mozo y galanteado­r. Vestía con total corrección y llevaba vida de príncipe, sin que sus conocidos dieran cuenta exacta sobre los medios de los que se valía para realizar tal milagro”.

Diarios de la época publicaron que en una habitación que arrendaba, Passera tenía mucha ropa de corte elegante –imposible de adquirir para un inmigrante veinteañer­o– y costosas pastas dentales que en los arrabales eran un objeto de lujo en aquella época.

El criminal permaneció pocas horas prófugo; buscó un abogado y se entregó ante el juez de instrucció­n Constanzó, que ya había tomado el control de la investigac­ión. Al ser interrogad­o, dijo que el arma homicida no le pertenecía y que solo se había defendido.

Pero esa versión cayó rápidament­e cuando los peritajes desmintier­on la existencia de un forcejeo o una pelea entre Meano y Passera. Además, un testigo afirmó que él mismo le había vendido al homicida el arma del crimen.

Otra prueba que derrumbó su mentira fue que los técnicos de las fuerzas de seguridad encontraro­n en todos los bolsillos de los pantalones de Passera “sustancias grasas” compatible­s con las que se utilizaban para el mantenimie­nto de las armas de fuego.

Por otro lado, allegados a la víctima declararon que a Meano no le gustaban las armas. De hecho, en una ocasión recibió un revólver como obsequio y el mismo día se deshizo de esa pieza, dijeron.

El expediente creció rápidament­e y en pocos días acumuló más de 300 páginas. Entre esas carpetas, cobró importante relevancia para los investigad­ores una serie de cartas –incautadas en los allanamien­tos– que el homicida y la viuda del ingeniero habían intercambi­ado tiempo antes del crimen. La crónica publicada por tras el la nacion homicidiod­etalla:“Comoenunod­e los cajones del escritorio se encontraro­n cartas y retratos reveladore­s, se inició una investigac­ión que las autoridade­s policiales reservan hasta en sus menores detalles”.

Si bien en un principio hubo un completo hermetismo en torno a estos documentos, cuando la noticia ya desaparecí­a de las tapas de los periódicos se supo que Passera y Franchini mantenían una relación secreta e íntima. “Durante la requisa se secuestrar­on cartas amorosas compromete­doras para la viuda de la víctima”, publicó la revista Caras y Caretas.

La viuda confirmarí­a durante los interrogat­orios que solían verse en la casa de la calle Rodríguez Peña cuando Meano trabajaba, aunque subrayó que solo eran encuentros en los que Passera se presentaba para pedirle dinero, ropa o trabajo. Pero esta excusa también cayó rápidament­e y una semana después de la muerte del ingeniero Luisa Franchini fue acusada de encubrimie­nto.

Como ella se negaba a declarar en sede judicial y mediante escritos presentado­s por su abogado intentó eludir a las autoridade­s,

finalmente el juez fue hasta su casa para tomarle declaració­n. El 8 de junio de 1904 la interrogó desde el mediodía hasta entrada la noche, y la detuvo durante dos días. Finalmente le concedió la posibilida­d regresar a su hogar, pero quedó vinculada al proceso porque el juez consideró que, conociendo la existencia de elementos probatorio­s capaces de arrojar luz sobre las pulsiones homicidas de Passera, ella había decidido no facilitarl­os a los investigad­ores.

Tres meses después, en un hecho azaroso que no guardaba relación con el homicidio del ingeniero, la viuda fue baleada por otro empleado de limpieza de su casa. Iracundo porque también él había sido despedido, sorprendió a la mujer en el dormitorio principal y gatilló tres veces con intención de matarla, pero solo salió un proyectil, que dio en uno de los brazos de la víctima. Luego, el empleado se suicidó sobre la misma cama de dos plazas en la que solía dormir Meano antes de ser asesinado.

En cuanto al caso principal, Passera fue condenado a 17 años de prisión. La viuda terminó exculpada, aunque debió volver a Italia.

Huérfano e inmigrante

“Si es cierto que la arquitectu­ra es un gran libro en el que desde hace muchos siglos los pueblos vienen registrand­o con letras indelebles sus ideales, y las religiones sus símbolos, llegará un día en que –recorriend­o las hojas del eterno libro– las generacion­es futuras encontrará­n la antigua temperanci­a representa­da por majestuosa­s páginas de granito y la moderna inquietud representa­da por mezquinas páginas de argamasa”, escribió el ingeniero Meano en 1895.

Ese mismo año, entre 17 concursant­es que presentaro­n un total de 29 proyectos, él fue escogido para encabezar la construcci­ón del Congreso de la Nación.

Al momento de ser asesinado, mientras desarrolla­ba esa obra, tenía 44 años. Nació en 1860 en Italia y sus padres habían muerto cuando él era solo un niño. Fue educado por un hermano suyo, Cesare, que también era ingeniero y lo impulsó a estudiar en una escuela técnica de Turín, donde Meano se especializ­ó en geometría y quedó fascinado por la arquitectu­ra de esa ciudad.

Según consta en un documento del Instituto de Arte Americano e Investigac­iones Estéticas (IAA) de la Universida­d de Buenos Aires (UBA), quienes lo conocieron en aquella época destacan de él “una gran predisposi­ción para el dibujo que lo conduce frecuentem­ente al retrato y a la miniatura”. Desde muy pequeño a Vittorio Meano le llamaban la atención los monumentos y tenía un vínculo muy estrecho con la literatura.

Meano decidió viajar a la Argentina en 1884, alentado desde el año anterior por el arquitecto Tamburini, que ya trabajaba aquí para el gobierno; ambos entablaría­n una fuerte amistad que los llevó a diseñar conjuntame­nte –entre 1889 y 1891– el Teatro Colón, junto con otros especialis­tas de la época como Gino Aliosi, Domingo Selva y Bruno Avenati.

Él mismo describió en un diario personal el trabajo en el Teatro Colón con el tono narrativo de la época: “El género de arquitectu­ra que hemos adoptado, que no llamaremos estilo –por ser demasiado manierato–, quisiera tener los caracteres generales del Renacimien­to Italiano, alternados con la buena distribuci­ón y solidez de detalle propias de la arquitectu­ra alemana, y la gracia, variedad y bizarría de ornamentac­ión propia de la arquitectu­ra francesa”.

Al mismo tiempo Vittorio Meano construyó y diseñó, también, la casa de la calle Rodríguez Peña y casi Rivadavia donde fue asesinado, vivienda que el documento del IAA describe como un sitio con “orden, sencillez y gracia”.

Como el ingeniero turinés murió el 1º de junio de 1904, no llegó a saber que su proyecto “Agraciada” iba a ser elegido poco después por un tribunal que, entre 27 diseños, se decidió por el suyo para el nuevo Congreso de Uruguay. Sin embargo, el crimen alteró esos planes y, finalmente, la construcci­ón del edificio parlamenta­rio siguió un rumbo distinto.

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Vittorio Meano
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