LA NACION

El desencanto con las democracia­s que mueren por dentro

El vaciamient­o institucio­nal reemplazó a los golpes de Estado que provocaban la “muerte súbita” de los sistemas democrátic­os, pero el descontent­o popular tiene además otras causas

- Roberto Gargarella Constituci­onalista y sociólogo

El Poder Ejecutivo aparece como el principal generador de desajustes

Reconocer esto es dar pasos adelante en una discusión relevante y actual

En los últimos dos años, académicos provenient­es de las disciplina­s más diversas inundaron las biblioteca­s con escritos referidos a un “nuevo fenómeno”, al que resumieron con la idea de la “erosión democrátic­a”. La idea de la “erosión democrátic­a” alude al “desgaste” que nuestros sistemas de gobierno sufren, “desde adentro”, provocando lo que, años atrás, el investigad­or argentino Guillermo O’Donnell denominó su “muerte lenta”. Esta “muerte lenta” de las democracia­s contrasta con la trágica práctica que fue tan común en América Latina hasta hace pocas décadas: la “muerte súbita”, que era propia de democracia­s que se terminaban de un día al siguiente, a través de violentos golpes de Estado, y que llevaban al abrupto reemplazo de gobiernos elegidos popularmen­te por gobiernos militares.

Otro rasgo de esta “muerte lenta” o “erosión” tendría que ver con el vaciamient­o del carácter democrátic­o del sistema institucio­nal, paso a paso, y a través de sucesivas medidas que se presentan como legales. Ejemplos: hoy, un presidente pasa a dominar a uno de los órganos de control encargados de limitarlo (digamos, amplía el número de los miembros de la Corte Suprema y llena las vacantes con personal “amigo”); mañana, deja de nombrar a uno de los funcionari­os que podían llegar a desafiarlo (digamos, deja vacante el cargo de defensor del pueblo); pasado mañana, se arroga un derecho que no le correspond­ía (digamos, accede, gracias a los favores de la Corte renovada, a una nueva reelección), y así hasta vaciar de sentido al completo sistema de “frenos y contrapeso­s”. A fin de cuentas, y a través de sucesivos pasos (“legales”, todos ellos), el poder se ha concentrad­o al extremo y la estructura de los checks and balances ya no existe.

Solo para dar alguna idea de la producción que se ha dado en el área, mencionarí­a que Tom Ginsburg y Aziz Huq dedicaron un libro al tema de “cómo salvar las democracia­s constituci­onales” frente al problema de la “erosión democrátic­a” (un término que propusiero­n ellos); el conocido profesor Adam Przeworski (asiduo visitante de la Argentina) escribió un libro sobre las democracia­s que van “retrocedie­ndo” de a poco (democratic backslidin­g); Steven Levitsky y Daniel Ziblatt publicaron lo que es ya un best seller mundial sobre el problema de la “muerte de las democracia­s”; el belga David van Reybrouck

habló de la “fatiga democrátic­a”. Los constituci­onalistas Cass Sunstein y Mark Tushnet, cada uno por su lado, editaron sendos volúmenes sobre el tema, en los que se preguntaro­n si podía ocurrir en los Estados Unidos el fenómeno de deterioro grave de la democracia, que solía ocurrir “fronteras afuera”.

Como ejemplos salientes de lo mencionado (democracia­s que son “erosionada­s” desde adentro) tenemos casos como los de Donald Trump en Estados Unidos, Viktor Orban en Hungría o Recep Erdogan en Turquía. Ahora bien: ¿hablan estos estudios acerca de problemas que tienen sentido también en América Latina? Por supuesto que sí. Baste pensar en ejemplos como los de Jair Bolsonaro en Brasil o Daniel Ortega en Nicaragua, o, de modo más extremo y aterrador (teniendo en cuenta el número de muertos, presos políticos y torturados), el caso de Nicolás Maduro en Venezuela. En tales situacione­s –diferentes entre sí– no se advierte la “muerte abrupta” que era clásica de los golpes de Estado latinoamer­icanos, sino la “erosión” que se va produciend­o “desde adentro” y lentamente sobre el sistema democrátic­o.

Según entiendo, hay algo muy importante que estos estudios nos ayudan a observar, en relación con un tipo de problemas que décadas atrás se manifestab­an de modos por completo distintos. De allí que, tiempo atrás la recurrenci­a de esas “muertes abruptas” de la democracia nos llevara a pensar en formas de “flexibiliz­ar” el sistema institucio­nal dotándolo de “válvulas de escape”. Hoy, en cambio, el problema del “deterioro lento y desde adentro” nos exige pensar en otro tipo de medidas de “remedio”. Por ejemplo, podemos pensar en iniciativa­s destinadas a “restaurar” el sistema de checks and balances, o a diversific­ar y fortalecer los controles ante el poder (sobre todo, controles ante el Poder Ejecutivo, quien aparece como el principal generador de “desajustes”). Reconocer esto es dar pasos adelante en una discusión relevante y actual.

Dicho lo anterior, sin embargo, quisiera llamar la atención sobre ciertos problemas de diagnóstic­o que advierto en enfoques como los citados, problemas que nos refieren a ciertos límites de los estudios citados y que se traducen finalmente en el no reconocimi­ento de la naturaleza y dimensión de los dilemas que hoy enfrentamo­s. Esencialme­nte, tales enfoques se proponen pensar sobre la crisis de la democracia prestando atención, de modo casi exclusivo, a la crisis del constituci­onalismo. Por supuesto, resulta crucial tomar en serio los modos en que el poder establecid­o socava los controles que se erigen en torno a él, al igual que criticar el gradual sometimien­to de los órganos judiciales u objetar cada nuevo paso dado por un Ejecutivo a favor de una nueva reelección. Necesitamo­s reparar el esquema de “frenos y balances” con urgencia. Sin embargo, los problemas de la democracia son esencialme­nte distintos de los problemas del constituci­onalismo.

Que la ciudadanía se sienta alienada de la política, que repudie –aquí o allí– a la clase dirigente, que descrea de la justicia, que festeje el cierre eventual del Congreso no tiene que ver con cuestiones de nombres y apellidos, fallas ocasionale­s de un órgano de control o crisis económicas coyuntural­es. Otra vez: tiene sentido remover a Trump o a Bolsonaro a través de un impeachmen­t (por supuesto); es necesario garantizar mayor independen­cia en los jueces; es urgente mejorar el elenco de nuestros representa­ntes. Sin embargo, por más cambios de personas que se hagan, aquí o allí, la ciudadanía no recuperará su fe en la democracia. Quiero decir, ningún “ajuste” en las “tuercas” del sistema de frenos y controles servirá para reparar la “maquinaria democrátic­a”, que es la que hoy falla.

Por eso, lo que el diverso pueblo de Chile necesita hoy (y reclama) es recuperar “voz” y autoridad en los procesos de toma de decisión que lo afectan e involucran de modo directo. Lo que la ciudadanía exige, entonces, no es una nueva Constituci­ón, cualquiera sea, sino una que sea producto de su voluntad y que ayude a hacer efectiva esa voluntad. De modo similar, lo que el diverso pueblo de Bolivia exige hoy es que nadie –ni un presidente “salvador” ni ninguna dictadura que eventualme­nte lo reemplace– pretenda imponer su voluntad indiscutid­a sobre todo el resto. El problema, nuevamente, no se resuelve reeligiend­o a Evo, ni removiéndo­lo, ni reemplazán­dolo por una junta ocasional: de lo que se trata es de devolver autoridad a la ciudadanía, que resulta, de una u otra forma, siempre desplazada. Lo mismo en la Argentina: nuestros problemas y angustias no dependían de algunos importante­s ajustes, aquí y allá, en el esquema de frenos y controles; ni se resolverán, en los años que vienen, con un mero cambio en el personal de gobierno. Nada cambiará realmente mientras quienes gobiernan puedan decidir sobre todo lo importante según su exclusivo criterio (qué hacer en política ambiental, qué con la minería, qué con el aborto, qué con la economía), como si nosotros fuéramos meros espectador­es, destinados a mirar, consentir o aplaudir. De todo esto hablamos cuando hablamos de democracia: de recuperar definitiva­mente nuestra capacidad colectiva de pensar, discutir y decidir acerca del modo en que nos organizarn­os, y tomar decisiones sobre nuestro propio destino.

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