Un instante en el mundo desarrollado
Llegué el martes pasado a Copenhague invitada a moderar, junto con Bertalan Mesko, investigador húngaro en escenarios futuros de la medicina, una conferencia de la oCDE sobre “La salud en el siglo XXI”: cómo deberán transformarse los sistemas sanitarios para adoptar los avances que ofrecen la digitalización y la inteligencia artificial, y al mismo tiempo cuáles son los desafíos que está introduciendo la tecnología en la capacitación del personal de salud, la relación médico-paciente y el derecho a la privacidad, entre otros temas.
Intervenir en un evento internacional de este nivel, en el que parte de los panelistas y del público eran ministros llegados desde 35 países, fue toda una experiencia. Cada detalle fue revisado puntillosamente durante las semanas previas, y hasta tuve la sensación de formar parte del reparto de The Crown cuando me tocó anunciar la participación de la princesa María de Dinamarca, que se dirigió a los asistentes durante algunos minutos en los que no se permitió el ingreso ni la salida de ninguno de los presentes, todos debimos ponernos de pie para saludarla y despedirla, y se restringieron los movimientos en el centro de conferencias (incluyendo baños y escaleras). De película.
Hace algunos años había pasado un par de veces por este pequeño país de algo más de cinco millones de habitantes, considerado el menos corrupto del mundo (y, según algunos estudios, uno de los mejores para vivir), pero en esas ocasiones no había podido observar de manera directa su realidad cotidiana.
Esta vez partí de Ezeiza después de permanecer en la cola de migraciones durante una hora y media mientras debí escuchar cómo un par de turistas repetía incansablemente que semejante demora era injustificada y que incluso los aeropuertos de África eran mejores (con todo respeto por los africanos, aclararon…).
Llegar a Copenhague fue la antítesis. Después de recuperar mi valija, me dirigí a la salida donde el conductor que debía llevarme al hotel, sí, estaba esperándome como se había acordado. A lo largo del trayecto, conversamos animadamente en inglés, idioma que dominan casi todos los taxistas y transeúntes de la capital danesa. Iraní de nacimiento, se había establecido en Dinamarca después de vivir dos años en los Estados Unidos; entre otras cosas, por su “igualdad de oportunidades”. “Mi hijo va aquí a la universidad –afirmó–, que es libre y gratuita, igual que la salud. Es más: le pagan para que estudie unos 900 euros mensuales. Como esta es una ciudad muy cara, no puede ahorrar, pero le alcanza para pagar un pequeño alquiler y mantenerse mientras cursa la carrera”. Y enseguida agregó: “Acá los impuestos son muy altos, pero uno recibe beneficios a cambio”.
Más tarde, iba a tener un atisbo de lo que suele designarse con la frase “calidad de vida”. Me alojé en un hotel sin lujos, pero en el que todo funcionaba a la perfección. Viajé en un vagón de tren inteligentemente diseñado para que quepan bicicletas, cochecitos de bebé y asientos para los pasajeros. Visité laboratorios donde se trabaja en tratamientos de vanguardia para la diabetes, la enfermedad de Parkinson y la insuficiencia cardíaca. Participé en reuniones en las que se dejaban los abrigos colgados sin que nadie se inquietara por la falta de cuidadores. Y caminé por calles pobladas de ciclistas en las que era imposible distinguir diferencias sociales y donde en ningún momento vi personas pobres. La amabilidad fue la norma, y la ayuda ante el pedido de información, de una generosidad que a los habitantes de nuestras latitudes nos deja sin palabras.
También es cierto que, en esta época del año, ellos padecen una temperatura máxima de ocho grados, se levantan cuando el cielo todavía está oscuro y a las cuatro de la tarde (¡a las cuatro!) ya es noche cerrada. En fin… ¿Qué decir? Antes de emprender el regreso, llamé a mi familia por Skype para darme un baño de realidad argentina. Como para evitar sobresaltos…
Viajé en un vagón de tren inteligentemente diseñado para que quepan bicicletas