Ley de alquileres. El Senado debería revisar la conveniencia de dar sanción definitiva a una norma que, en lugar de favorecer las transacciones, las condiciona severamente.
El Senado debería revisar la conveniencia de dar sanción definitiva a una norma que, en lugar de favorecer las transacciones, las condiciona severamente
En la sesión maratónica del 20 de noviembre pasado, la Cámara de Diputados aprobó y giró al Senado dos iniciativas que marcan una tendencia hacia la mayor intervención estatal en los mercados de bienes y servicios. Se trata de la ley de alquileres y la de góndolas. Ninguna de las dos es excesivamente intrusiva, pero ambas están caracterizadas por regimentar decisiones que hasta hoy resultan de acuerdos entre empresas y personas. Se ha asumido en ambos casos que esos acuerdos pueden estar viciados por falta de competencia y por el aprovechamiento de posiciones dominantes.
En el caso de la de alquileres, que fue aprobada con 191 votos positivos, ninguno negativo y 24 abstenciones, se intenta proteger a los inquilinos contra los propietarios. Los legisladores han entendido que el Estado debe concurrir en favor de una de las partes, como si frente a cada vivienda ofrecida hoy hubiera una muchedumbre de personas en inferioridad de condiciones pujando por alquilarla. Nada más alejado de la realidad de los conglomerados urbanos de nuestro país. No suele ser fácil encontrar inquilinos, la vacancia es alta y los alquileres, medidos en moneda constante, han bajado. Se trata de mercados fuertemente competitivos y equilibrados, no solo entre oferentes y demandantes, sino también entre intermediarios. De ahí que cualquier intromisión del Estado afectará el derecho de propiedad.
Por ejemplo, la nueva ley establece que el valor del alquiler se ajustará anualmente por las variaciones mensuales del promedio entre el Índice de Precios al Consumidor (IPC) y la Remuneración Imponible Promedio de los Trabajadores Estables (Ripte). Con esto se imponen tres parámetros: 1) que no podrán hacerse ajustes con frecuencias menores a 12 meses, 2) que los contratos deberán establecerse en pesos y 3) que no podrán utilizarse otros criterios de ajuste distintos al del índices oficiales establecidos por esta norma.
Con una inflación que supera el 50% anual esas tres condiciones resultan adversas a los propietarios, ya sea en monto o en riesgo. No hay motivo para que, de común acuerdo, los alquileres pudieran fijarse en dólares u otras monedas estables. Si lo son en pesos debieran admitirse ajustes semestrales o trimestrales sobre la base de índices reconocidos y respetados. Sería más justo para ambas partes, ya que se lograría una mejor adaptación a la inflación realmente ocurrida.
La nueva ley se introduce en la cuestión de las garantías ofrecidas por el inquilino. Le permite opciones como una propiedad, aval bancario, seguro de caución, fianza o certificación de ingresos con recibo de sueldo. El propietario deberá aceptar una de las propuestas. Se aumenta del término actual de dos años a tres la duración contractual del alquiler y se otorgan prerrogativas al inquilino para rescindirlo en plazos menores.
Nuevamente, con todas estas disposiciones se intenta proteger y favorecer al inquilino como si siempre fueran los propietarios los dominadores en la relación. Lo que hay que decir es que si bien eso no sucede hoy, si el Estado continúa avanzando sobre los alquileres, finalmente se desalentará la construcción de viviendas para renta y entonces verdaderamente penarán los que quieran alquilar.
El Senado debería revisar la real conveniencia de dar sanción plena a este proyecto de ley que resulta innecesario e inoportuno en un difícil contexto económico que clama por seguridad jurídica e inversiones.