La grieta más honda es transversal
Horas antes de que, en los últimos siete días, el aborto volviera como tema de conversación de la política argentina, colaboradores de Alberto Fernández intentaban conseguir una entrevista entre su jefe y el papa Francisco. Los contactos se hicieron a través de varios interlocutores, incluido Juan Pablo Cafiero, de muy buena relación con el Vaticano. El ensayo analizaba incluso fechas. Una probable, que coincidía con el viaje del presidente electo a Europa para encontrarse con Emmanuel Macron, era el domingo 8 de diciembre, dos días antes de la asunción del nuevo gobierno en la Casa Rosada y al cabo del regreso del Sumo Pontífice de Tailandia.
Quedará para más adelante. Se complicó la agenda del presidente de Francia y en la relación con el Vaticano apareció un disgusto: las declaraciones de Fernández sobre sus intenciones de impulsar un proyecto de despenalización del aborto. Bergoglio no habló en público, pero les dijo a los obispos que la noticia lo entristecía, y quien contestó fue su vocero más calificado, Víctor Fernández, arzobispo de La Plata, que lo hizo mediante cuestionamientos en una carta en Facebook. El contrapunto no debería sorprender a nadie: hace tiempo que el presidente electo hizo pública su postura sobre el tema, que reiteró en el debate con Macri y el resto de los candidatos, y también es conocida la posición de la Iglesia. Pero a los obispos les provocó perplejidad. La fundan, dicen, en que el presidente electo les había adelantado en una reunión privada que el proyecto no suponía una prioridad y que, en todo caso, si llegara a aprobarse la iniciativa en el Congreso, lo máximo que podría hacer en su favor era no vetarla.
El desencuentro agrega algo de ruido en el pacto social que el Frente de Todos imagina como punto de partida para estabilizar la situación económica. En las recientes reuniones del Consejo Federal de la Argentina contra el Hambre, de las que participó Carlos Tissera, obispo de Quilmes, Alberto Fernández expuso lo que espera de ese acuerdo, que pretende extender por no menos de nueve meses: proyecta un semestre muy difícil y, al cabo de ese plazo, que la crisis se empiece a revertir. La intención de sumar a protagonistas ajenos a la política como Tinelli o Narda Lepes obedece, dice en la intimidad, a ampliar el espectro y no depender solo de algunas agrupaciones, como el Movimiento Evita o la Corriente Clasista y Combativa. Es una coincidencia con los empresarios, que vienen planteando hace tiempo inquietud por la inclusión de las organizaciones sociales: preferirían conversar solo con los sindicatos.
Como en casi todos los temas, Fernández está obligado a hacer equilibrio. Deberá encontrar el modo de mantener a la
Iglesia sentada en derredor de esa mesa si, por ejemplo, aprovecha en simultáneo la oportunidad que se le abrió esta semana con la controversia que terminó en la renuncia de Adolfo Rubinstein a la Secretaría de Salud: obtener en el Congreso mayorías transitorias mediante proyectos que, como el del aborto, recogen siempre respaldo entre los radicales. Es una tarea que recaerá principalmente en Máximo Kirchner, a quien en el Instituto Patria atribuyen una muy buena relación con algunos referentes del oficialismo que se va.
El episodio de Rubinstein, cuyo protocolo fue celebrado no solo entre los radicales, sino también entre referentes del Frente de Todos, como Pablo Yedlin y Ginés González García, se convirtió así en germen de una nueva transversalidad que podría facilitar la labor parlamentaria y, al mismo tiempo, poner en duda adhesiones necesarias para la paz social en las calles. Es una tentación fuerte para quien se proclama alumno de Néstor Kirchner: las victorias legislativas representan en momentos difíciles un modo de mostrar iniciativa. Quien fue su maestro lo probó inmediatamente después de la crisis agropecuaria en 2008, con la aprobación de dos estatizaciones: la de Aerolíneas Argentinas y la del sistema previsional. El kirchnerismo venía no solo de sufrir cortes de calles, sino de una derrota en el Senado que estuvo cerca de precipitar, en las horas siguientes al voto negativo de Julio Cobos, la renuncia del matrimonio presidencial.
Es una hendija que acaban de abrir las divergencias dentro del macrismo, y que representan un llamado de atención para quienes allí trabajan en el proyecto de una oposición relevante. Es cierto que Carolina Stanley, ministra de Desarrollo Social, nunca había confiado del todo en su secretario de Salud. “No es nuestro”, llegó a decirles a representantes de laboratorios internacionales con los que Rubinstein ha tenido más discusiones que con los nacionales, y se quejó esta semana de los efectos que le estaba causando la publicación del protocolo, entre ellos, el malestar de la cúpula de la Iglesia.
Pero la resolución derogada tiene muchas coincidencias con el pensamiento de quienes asumirán en esa área el 10 de diciembre. Y la forma en que está redactada representa por lo pronto una significativa toma de posición: habla de “aborto legal” en lugar de “aborto no punible”, que es la terminología usada en el Código Penal y en el fallo FAL; funda desde el prólogo la práctica en derechos sexuales y reproductivos que atribuye a la Constitución Nacional, y utiliza como fuente las prescripciones de Planned Parenthood, la clínica abortista más grande del mundo, para la utilización de antibióticos antes de los abortos instrumentales. La lectura del anexo del texto, de 78 páginas, explica la reacción de sus detractores en el oficialismo, como Federico Pinedo. Es tan contundente y abarcador que, si entrara en vigor, casi no habría necesidad de discutir una ley: cualquier mujer podría exigir un aborto no punible sin límites de semana, solo afirmando que un embarazo pone en riesgo su salud entendida en sentido integral, es decir, como definió la OMS en 2006, “un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente ausencia de afecciones o enfermedades”.
En el macrismo afirman que, si bien el texto los sorprendió, el Presidente se limitó a derogarlo intentando no irritar excesivamente a los radicales, con quienes deberá construir la próxima oposición, e interpretan la jugada de Rubinstein en una pretensión personal más bien simbólica: despedirse de la gestión congraciándose con los pañuelos verdes. Será parte de la discusión de la Argentina que viene. “Hay que observar a Tucho”, dicen en la Iglesia, en referencia a Víctor Fernández, cuando se les pregunta cómo seguirá la relación con el nuevo gobierno. El arzobispo, que tiene un teléfono móvil exclusivo para llamadas a Roma, es hasta ahora el vocero vaticano más cabal. Pero en la diplomacia de Bergoglio son también vitales sus silencios. A encumbrados clérigos, por ejemplo, les ha pedido que lo fueran a ver tomando el vuelo desde Montevideo para no quedar expuestos. Un signo de los tiempos: las incursiones de la Iglesia en política tienen a veces más misterios que la fe.