Ese pasillo estrecho que conduce a la libertad
Por la libertad se muere. No se mata por hambre. Una conclusión apresurada, a debatir, consecuencia de la lectura de los diarios y las imágenes de los telenoticieros, donde, en estos días, han abundado los relatos de los alemanes al conmemorar la caída del Muro de Berlín, treinta años atrás. Evocan cómo huyeron del régimen comunista de la RDA y del control de la temida policía secreta, la Stassi. Testimonios conmovedores de los que cavaron túneles, desafiaron a los guardias armados, treparon las alambradas de púas para alcanzar la libertad. Esa humana aspiración para guiar nuestros pasos de manera autónoma, sin que nadie nos diga qué pensar, cómo vivir, a quién amar y a qué santo rezar. Pero sobre todo, libertad para vivir sin hambre y sin miedo, la poderosa fuerza detrás de los grandes éxodos.
Pero si treinta años después se puede evocar con la caída del Muro el triunfo de la libertad, nuevos dolores y viejos temores en Sudamérica devuelven otra obstinación humana: la imposición de la fuerza. Desde la violencia en las calles de Chile –la furia que incendió universidades, saqueó supermercados, quemó transportes y junto a los gases que sacan lágrimas y el agua coloreada de los Carabineros recibió, también, los balines de los uniformados– hasta los enfrentamientos en Bolivia, el exilio del presidente Evo Morales y un debate en torno a una expresión cargada emocionalmente como lo es “golpe de Estado”, que actualizan los miedos y los fantasmas del pasado, en lugar de ensayar nuevas explicaciones a la luz de las leyes democráticas a las que deben subordinarse tanto los militares como los gobernantes civiles.
La violencia en Chile fue inesperada: un país al que se veía modelo y hoy con sus protestas furiosas nos increpa para su comprensión. Pero los pronunciamientos tuiteros de los dirigentes, tan instantáneos como emocionales, y por eso irresponsables, al justificar la violencia en la inequidad y la desigualdad social, tácitamente, la estimulan. ¿No será que por simplificar las hoy complejas y contradictorias sociedades de las cifras de la macroeconomía no vemos ni escuchamos el llanto ni la risa de los que no habitan en las estadísticas?
La ideologización de la violencia nos ciega y nos impide ver más allá de los números. En Chile el crecimiento se hizo a expensas del desequilibrio social, una desigualdad que invalida la idea democrática de igualdad, lo mismo que las demandas insatisfechas desacreditan el sistema que hoy está en su nivel más bajo de aceptación en América Latina.
Pero como el odio se fabrica, debiéramos preguntarnos sobre la responsabilidad que tenemos los que frente al micrófono, se trate de políticos, artistas o periodistas nos descalificamos y simplificamos los conflictos violentos explicándolos solo por la inequidad. Por haber reducido la democracia al acto de votar, postergamos la construcción de un verdadero Estado de Derecho, basado en la autoridad de la ley, que proteja y garantice efectivamente los derechos de la ciudadanía. ¿No será que para eludir una profunda autocrítica sobre nuestro fracaso civil, necesitamos aventar los fantasmas del pasado y sacar del baúl de la historia símbolos y palabras impregnadas emocionalmente, como lo es la vieja categoría del golpe militar?
Lo hacemos en lugar de acudir a otras explicaciones que bien vale ensayar en beneficio de la comprensión de nuestra propia realidad, para no reducir los conflictos a una visión maniquea ni fomentar verbalmente el resentimiento que nutre las furias y la destrucción. Y sin reconocer los errores cometidos en democracia, como puede ser la confusión que existe entre la autoridad del Estado y su fuerza pública para reprimir el delito, no la manifestación ni la protesta.
El frágil equilibrio entre la ley y la dignidad humana, entre el Estado garante de derechos y la sociedad capaz de protegerse de las tentaciones despóticas de los gobiernos. “El pasillo estrecho”, como lo llaman Daron Acemoglu y James Robinson, los autores del libro Por qué fracasan las naciones, donde analizan por qué la libertad florece en algunos Estados y otros caen en la anarquía y la destrucción, además de vincular la prosperidad a la libertad. Entre el miedo y la represión de los Estados despóticos y la violencia y la anarquía por la ausencia del Estado hay un corredor estrecho hacia la libertad. Los autores llegan a la conclusión: la verdadera libertad solo surge cuando se logra un equilibrio frágil y delicado entre el Estado y la sociedad. “Los Estados deben ser fuertes para combatir la violencia y hacer cumplir las leyes y proporcionar servicios públicos para que las personas tengan poder para hacer elecciones y luchar por ellas. Una sociedad fuerte y movilizada es necesaria para controlar y encadenar al Estado fuerte”.
En momentos en los que ese corredor es irrespirable por los gases lacrimógenos, los incendios de los manifestantes y la irresponsabilidad política de los que siguen gritando consignas viejas, estimulando el odio y el resentimientos contra la democracia, debemos hacer equilibrio con ciudadanos que cuestionan la prepotencia de los Estados y los privilegios de las elites, y Estados democráticos capaces de garantizar y proteger los derechos de los ciudadanos. Un proceso cotidiano y colaborativo en el que debería primar la responsabilidad para no caer ni en la anarquía ni en el despotismo de los falsos profetas. Al final del túnel, siempre está la libertad.