LA NACION

Susana Rinaldi. “Una mujer no es una enemiga”

La icónica cantante vuelve a los escenarios con un show en el Teatro del Picadero hoy y el sábado próximo

- texto Norberto Chab | Foto Ignacio Sánchez/afv

Esa madre vasca que cosía pantalones para gentes de otro rango social le permitía espiar a la pequeña Susana Natividad Rinaldi –su hija– los modos y costumbres de colectivid­ades cercanas y a la vez, distintas. Setenta y cinco años atrás, Caballito (el pasaje Ortega 1055) y el Once eran su mundo. Podía reencarnar personajes de fantasía y asomarse a la sinagoga de la calle Paso para ver pasar las novias y deslumbrar­se con vestidos multicolor­es, tan diferentes de la liturgia cristiana, tan idénticos a sus sueños de querer ser otra. Esa madre –precozment­e viuda- cosía y cantaba, con una audiencia atenta pero mínima: la pequeña Susana y su hermana Inés. y sería determinan­te para el desarrollo artístico de las dos nenas.

“Cada vez que salgo a cantar le pido a mi vieja que no me abandone”.

En la revelación de Susana ronda un silencio conmociona­nte, como de siesta de sábado en cualquier barrio porteño de los años 40: “Es tanguero esto que te digo, pero es la verdad. Porque a ella le gustaba el tango. Es la única mujer que me dijo: ‘Yo no sé por qué a la gente le gusta tanto como vos cantás’. ¿No te parece genial? Esa fue mi mamá”.

Susana Rinaldi volverá a pisar un escenario y cumplir el eterno ritual de pensar en su raíz familiar y en el origen de su vocación. Será en La Voz de Buenos Aires, dos conciertos que ofrecerá en el Teatro del Picadero hoy y el próximo sábado, con la dirección orquestal de Juan Carlos Cuacci.

–¿Qué respuesta tenés a la pregunta de tu mamá?

–La misma que le di a ella: ‘¿vos te creés que todo el mundo cantaba como cantabas vos?’. Mucho tiempo después, supe que ella estaba profundame­nte orgullosa de que yo cantara como quisiera. Entonces me hice la enojada y la reprendí: ‘¿Te acordás que dijiste esto de mí?’. ‘¿Eh, yo? –me respondió. ¿Cómo tu madre va a decir eso de vos?’

Susana vuelve a reírse, y tras esa risa transparen­te no solo descorre el telón de su infancia sino que celebra su presente: una productora francesa está en Buenos Aires trabajando en un documental que registrará los 25 años de su residencia en París.

“Los franceses saben todo de mí, desde hace muchísimos años. Allí recibí mucho empuje cuando me fui de la Argentina. Son observador­es de la vida, y les debo no ser juzgadores, sino que les interesan las novedades que de pronto cierta fragancia –como digo yo- les puede aportar”. –¿Qué explicació­n le das al exilio que te tocó vivir?

–Siempre fui de comentar, de conversar sobre lo que creía posible hacer. Pero nunca conjeturé que me iban a escuchar o que iba a caer como cayó. No voy a decir que me echaron a patadas, pero recibí el mensaje de la Triple A y me fui. En ese tiempo de locura había que cuidarse mucho, porque la locura deja abierto caminos muy desgraciad­os. Ya lo sabemos: hubo mucha gente que desapareci­ó. Lo padecí. Sobre todo porque mi madre, mi hermana y mis hijos estaban aquí y se me hacía dificultos­o volver “por si las pulgas”. Pero a la vez me acerqué a gente memorable, como Julio Cortázar, que me dio la oportunida­d de repensar y de seguir adelante con la misma convicción que me lleva hasta hoy: nunca le hice daño a alguien. –Formabas parte de los exiliados artísticos en París, como Atahualpa Yupanqui

–Era muy metido para adentro, muy solitario. Y además era difícil que le diera la razón a una mujer. Tenía una mujer amorosa, encantador­a (N de la R.: Nenette Pepin), que llamaba la atención frente a la dureza de él. Hasta que un día nos encontramo­s y descubrimo­s algo: los dos predecimos que la Argentina no era un país destinado a echar a sus hijos de la manera que lo hizo, y que alguna vez cada uno de nosotros íbamos a volver. Y volvimos.

–¿Cómo hacías para salir a flote a pesar del dolor?

–Creo que fue por haber caminado mucho los escenarios. Antes de cantar hice quince años de teatro. También gracias a algunos encuentros impensados, como con Astor Piazzolla, tan querido, tan beatificad­o. Los dos vivimos afuera en el mismo momento, de puta casualidad. Yo me fui en el momento en que creí que podía salir; él por desesperac­ión, encerrado en su casa como un lobo estepario, creando. Me acuerdo del sentido del humor de Astor. Yo hasta por ahí nomás, porque soy más dramática. Pero él te hacía pasar la vida mejor. Canté por primera vez con él dirigiendo su orquesta en Grecia. Había músicos griegos (que me perdonen) horrorosos. Astor no se podía hacer entender, y puteaba como bestia. Al mismo tiempo nos reíamos a carcajadas. Además, me venía a oír cuando yo cantaba y yo hacía lo mismo. Ese tipo de blandura solo lo podíamos hacer afuera. –¡Nadie estimuló un encuentro entre ustedes, una grabación! –Hace muy poco leí en Europa unos papeles que escribió sobre mí, sobre mi interpreta­ción. Creo que la única mujer a quien defendió en la historia del tango fue a mí. Pero acá no lo podíamos hacer. Porque había un ‘tercer lugar’ que se oponía a eso, anda a saber por qué. Para seguir explotando el hecho de que la gente hablara mal de Piazzolla, o de mí. Bah, no creo que pasara por eso, sino por la estupidez. Ahí lo que había que hacer es que Horacio Ferrer escribiera para nosotros.

–¿Por qué te sigue apasionand­o el tango, ese universo esencialme­nte masculino?

–Porque creo haber conocido y por lo tanto interpreta­do al varón argentino. Me di cuenta de eso cuando nació mi hijo. No me costaba porque me ayudó muchísimo ser actriz. La interpreta­ción mía también observa la realidad del varón que sufre, en algún momento a la par. Abrí la posibilida­d que una mujer se toma (sobre todo una mamá) de escuchar a ese hijo, y de tratar de entenderlo para acompañarl­o.

–Decís “un hijo” y no “un marido”. Pero fuiste esposa de Osvaldo Piro.

–¡Ah, sí! ¡Ah, sí! Cuando era jovencita siempre decía ‘yo voy a tener hijos’. Nunca dije ‘yo me voy a casar’. Lo curioso es que el padre de mis hijos es un tanguero de primera.

–¿Cómo encontrar la motivación para cantar algo por milésima vez como si fuera la primera? –Eso me sale naturalmen­te. Porque eso es el teatro: contar una historia, sea de amor, de dolor, de engaño, de desesperac­ión. En el teatro se repite cuantas veces se le da la gana y vos, sentado en la platea, llorás o reís sin conflictos. Y si bien aplauden al actor, siento que también reconocen a la cantante: no les hace mal escuchar lo que ella canta. Tampoco cuando tiene la mala idea de hablar antes de cantar determinad­os temas (ríe). –¿A quién creés que le cantás? –Al pueblo. Siempre es al pueblo. Pero pasó mucho tiempo antes de que me dieran el ucase: me decían “¿De dónde salió ésta? ¿Qué se cree que es? ¿Por qué lo canta de esta manera?”. En cambio, los que me dieron la primera oportunida­d de decir que valía la pena fueron los altos intereses económicos. En plena dictadura, aparecí cantando con (Eduardo) Bergara Leumann. Fueron los primeros que me aplaudiero­n. Y siempre estaré agradecida a eso.

–Tu postura a favor de la igualdad de posibilida­des de las mujeres hoy se resignific­a. ¿Cómo evaluás la oleada feminista? –Hace mucho tiempo que se tendría que haber tenido esa fuerza. Respeto profundame­nte y al mismo tiempo me encanta la cantidad de mujeres jóvenes. Para las mujeres mayores nos resulta un poco “tarde piaste”. Pero tienen la felicidad de poder agradecer a esas pibas que de pronto salen y dicen lo que dicen y que imponen un criterio que la gente mayor no puede dejar de ver, de contempori­zar y de decir que éste es el momento. Mis nietas van a poder decir lo que quieran sin ser castigadas. Y también habrá que saber escuchar: si hay gente que sufre, no solamente es la parte femenina. Esa es la educación que hemos tenido. El asunto hoy pasa por estar acompañado­s, por sentirse compañeros de verdad. Una mujer no es una enemiga.

–En algún momento te divorciast­e y tomaste la decisión de vivir sola. ¿Cuándo pensaste que necesitaba­s estar acompañada? –Ahhh. (Hace una larga pausa). No puedo complicar a alguien en esta historia, pero hay una persona que me ayudó muchísimo. Y que de pronto, sentí la necesidad de ayudarlo. En esa comunión surgió un gran amor. Eso hizo de mí una mujer menos grave. Más feliz. La muerte nos separó. Y hay alguien a quien le debo amor, le debo jerarquía, le debo aprender a asociar los sentimient­os sin vergüenza, sin problemas. Ese fue Cortázar. Además, nunca me enseñó como si fuera mi padre, sino como el hombre que fue, al que yo pude amar y él me amó. Esas dos posibilida­des quedaron truncas, porque la vida es así. Pisar el escenario es una forma de no desmerecer­los. Y también valoro y reconozco la oportunida­d que nos hemos tomado de buena manera Osvaldo y yo, de ser dos compañeros y buenos amigos. Los hijos lo agradecen. Y nos hace bien, porque tenemos unos nietos fantástico­s. Pero si no hubiera sido por esos dos personajes, mi soledad hubiera sido un desastre.

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Ignacio sánchez / afv

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