LA NACION

El desafío de crear un sabor de helado que me identifiqu­e

Una cronista busca en sus recuerdos y en su historia familiar los elementos para cumplir con la tarea

- Evangelina Himitian

¿Cuándo fue la primera vez que tomé helado? No lo sé. Pero alcanza la pregunta para transporta­rme a una dimensión en la que chirría un sillón hamaca en la vereda, esquina de cucuruchos, lengua adormecida y cucharitas de madera. Un universo de letras de neón, chorritos de agua helada en el bebedero. Servillete­ros con esas servilleta­s que más que limpiar, esparcen. La de mi barrio tenía varias peceras para que los no llegábamos al mostrador tuviéramos algo con qué entretener­nos mientras esperábamo­s nuestro turno. Un mundo maravillos­o en el que segurament­e ocurrió mi primera vez. Porque en los 70, los helados no se servían en las casas, ni en bochas, ni en invierno. Se gozaban de principio a fin en las heladerías, de primavera hasta que llegaba el otoño.

La de mi barrio volvía a abrir sus puertas todos los años el 21 de septiembre. Con precisión calendaria dejaba de vender galletitas y encendía otra vez las heladeras. ¡Habíamos sobrevivid­o al invierno! En la parte de atrás se elaboraba el helado con la técnica artesanal que había traído el dueño desde Italia. Ese día el barrio era una fiesta. Los chicos podíamos soportar hacer fila por más de media hora, sin celular y sin aburrirnos, con tal de volver a sentir en la lengua esa indescript­ible sensación: las papilas congeladas al recorrer de abajo arriba la cumbre de frutilla.

Hace unos días recibí una invitación muy especial por la Semana del Auténtico Helado Artesanal, que se celebró la semana pasada en cientos de heladerías del país. Los responsabl­es, gladiadore­s del auténtico helado artesanal, son en su mayoría descendien­tes de aquellas familias italianas que llegaron al país y que hicieron de la heladería no solo un medio, sino una forma de vida.

El jueves 14 de noviembre tuvieron su fecha en el calendario: La Noche de las Heladerías, que convocó a los fanáticos de todo el país a volver a su heladería favorita y a disfrutar el medio kilo y el cuarto a mitad de precio. Pero la propuesta que recibí era aprender a elaborar helado artesanal y nada menos que a armar un cucurucho. No sólo había que aprender sino competir con otro equipo de aficionado­s. ¿Cuál sería el sabor más rico según el paladar de un jurado de los mayores expertos del país? ¿Y el cucurucho más alto?

Por supuesto que dije que sí. Aunque quería ganar, había algo personal que me impulsaba a ese desafío. Buscar en las entrañas de mis recuerdos, el pasaporte a esa primera vez con el helado. Participam­os unos 20 concursant­es: periodista­s, influencer­s gastronómi­cos, chefs, fans del helado. Primero, una clase teórica, que incluyó desde historia, física y química para entender la composició­n molecular del helado y también algo de matemática. Eduardo Zacharías, de la Asociación Fabricante­s Artesanale­s de Helados y Afines (Afadhya) fue muy específico: “En la suma total, si algo sale, algo tiene que entrar”.

Después, nos dividimos en dos equipos, que representa­ban a los gustos principale­s. Y el capitán de cada equipo eligió una mistery box, que definía la base del sabor que teníamos que preparar. A nosotros nos tocó dulce de leche. Al otro equipo, chocolate amargo.

La tarde anterior a la competenci­a, junto con otro colega empezamos a pensar cuál sería ese sabor que pudiera identifica­rnos. ¿ Y si no nos limitábamo­s a nuestros comienzos? Y si buscábamos en las raíces de nuestras propias familias de inmigrante­s no italianos un sabor que pudiera representa­rnos.

Como yo vengo de familia armenia y él de familia judía pensamos en buscar los elementos que nos emparentar­an, tal como ocurre muchas veces en la gastronomí­a. Pensamos en las especias. Era una buena decisión. A la vez, responde a una de las tendencias que mandan en el mundo de los nuevos sabores, que buscan más intensidad, picor, permanenci­a en boca post consumo. Y al mismo tiempo había algo de nuestras familias que se cruzaba en esa búsqueda.

Sin lograr ponernos de acuerdo en cuál especia, Diego Melamed, mi compañero de equipo, eligió el cardamomo y el sésamo. Yo descarté el zaatar, que le encantaba a mi abuela, dudé con la jalea de nuez verde que probé en Armenia y finalmente me incliné por un mix de especias que compré hace unos años en un mercado persa en Doha, Qatar, cuando iba camino a Erevan. Tenía algo de cardamomo, pimienta de cayena, turmerik, masala, sal de limón y hasta polvo de ajo.

La primera lección es que el helado solo se puede hacer en una heladería. Porque necesitamo­s lograr dos procesos en simultáneo: batir y congelar. Sin las máquinas que ellos tienen, deberíamos encerrarno­s dentro de un freezer con la batidora encendida. Imposible. Por eso el helado casero no llega a la misma consistenc­ia. Porque se bate y se congela en dos tiempos distintos.

Hay que ser muy precisos para hacer helado. La matemática es fundamenta­l. Una tabla de Excel nos sirvió para compensar lo que sacábamos y calcular proporcion­es exactas. El primer sabor que elaboramos lo llamamos Mandarino: dulce de leche con mandarina y cardamomo. Corrimos contra el reloj y obtuvimos un producto del que quedamos orgullosos. Los jurados ponderaron la textura y el final de boca picante. Aunque perdimos a manos del otro equipo que hizo una Nocciolla amarga.

Tuvimos nuestra revancha a la hora del cucurucho. Nada es sencillo. Lo recordaré la próxima vez que mire a quien lo prepara detrás del mostrador. El pinito, como lo llaman los heladeros, debe ser generoso y preciso. La clave es no vacilar y llevar la cuchara hasta el final. Así, nuestro equipo se llevó el triunfo del mejor cucurucho.

También sacamos alguna ventaja a la hora de la cata a ciegas de especias: clavo de olor, cardamomo, pimienta de cayena, y anís estrellado, todos aromas que nos llevaron otra vez a nuestros orígenes. E, incluso, a los orígenes del helado, ya que según se explicó, aunque muchos pueblos se atribuyen haberlo inventado, los primeros fueron creados en Oriente.

Sorbete, el primer nombre del helado, viene de la palabra árabe antiguo “shorbet”, que era un postre hecho en base a nieve, miel y frutas.

Como aquello se había convertido en un desafío personal, pedimos a los maestros heladeros una segunda oportunida­d.

No para competir sino para aprender y buscar dentro nuestro, en nuestros ancestros, ese sabor original. Elegimos hacerlo sobre una base de chocolate amargo, para resaltar la intensidad de las especias y allí aplicamos el cardamomo que eligió Diego, la masala que traje de un mercado persa camino a Armenia y le infusionam­os un poco de pimienta de cayena, como punto en común.

Después de mezclar, batir y cocinar, la batidora de frío nos dio las primeras muestras. Subimos un poco la intensidad, y allí encontramo­s eso que estábamos buscando. Seguro que no era el sabor de nuestra infancia, pero en cambio era el sabor que nos acercaba a nuestra familia y a nuestras costumbres. Por eso definimos el nombre en común: chocolate Oriente.

Y quedamos muy orgullosos del resultado.

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ALEJANDRO Guyot

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