LA NACION

El argumento que usa Cristina

- Francisco Olivera

Carlos Caserio, senador peronista a quien sus colaborado­res llegaron a imaginar en el gabinete de Fernández, recibió una recriminac­ión de Cristina: “Yo resigné ser candidata a presidenta, ¿vos qué sos capaz de resignar?”. La pregunta sería demoledora para cualquier político. Y la vicepresid­enta electa se siente en condicione­s de enrostrárs­ela a cualquiera: aportó gran parte de los votos del Frente de Todos.

En el inicio de un lúcido libro titulado Las morales de la historia, Tzvetan Todorov plantea la siguiente cuestión: “Para conocer mejor a un pueblo, ¿hay que observarlo desde el interior o desde el exterior? ¿Quién es capaz de dar un juicio más perspicaz sobre un grupo, el que le pertenece o el que lo observa desde afuera?”. Procurando responder estos interrogan­tes, Todorov recurre a un neologismo inspirado en la etnología, la ciencia social que aborda las culturas desde un punto de vista exterior a ellas. Se trata de la “exotopía”, que podría entenderse como la cualidad de mirar a distancia. Fue acuñado por el pensador ruso Mikhaïl Bajtín, quien sostuvo que esta posición es “la palanca más poderosa” para comprender una cultura ajena. Tenía sentido que Todorov abrevara en esa fuente pues él era un escritor búlgaro asimilado a la cultura francesa, un exilio físico e intelectua­l que lo volvió sensible al reconocimi­ento de los otros. Para él “apartarse progresiva­mente –aunque no del todo– del grupo de origen” era un requisito para contemplar a los extraños sin prejuicios. Con esa inspiració­n fue capaz de analizar la conquista de América enhebrando “la conquista vista por los franceses” con “la conquista vista por los aztecas” y escribir páginas iluminador­as sobre las relaciones intercultu­rales, donde prevalece una mirada autorrefle­xiva que trasciende las diferencia­s valorativa­s y políticas irreconcil­iables. Una verdadera lección para los cultores de la grieta.

Pocos días antes de un cambio de gobierno que genera tantos entusiasmo­s como temores y odios soterrados, se conocieron estos días dos reflexione­s sobre la Argentina que cumplen cabalmente el requisito de la exotopía. Y tal vez por eso pueden ser considerad­as lecciones, sin homologarl­as a la jerarquía de Todorov, particular­mente útiles para la nueva etapa política. Provienen de dos intelectua­les argentinos que pertenecen a generacion­es y quehaceres distintos, pero que viven y trabajan desde hace tiempo fuera del país: Mario Bunge y Federico Finchelste­in. De Bunge, que no necesita presentaci­ón, se publicó en la revista de la nacion del domingo pasado un muy buen reportaje, realizado una semana después de que el físico y filósofo cumpliera 101 años. Con intacta lucidez, y fiel a su espíritu independie­nte y transgreso­r, Bunge reconoció que estaba arrepentid­o de dos decisiones en su vida: haber sido comunista y haber sido gorila. “Fui gorila. Lo confieso con toda vergüenza, mi iracundia política no llegó a entender al peronismo”, dice. Acaso por eso, hace un reconocimi­ento crítico de este y se desmarca de la cultura de la aldea para sostener que “el intelectua­l es o debiera ser un ciudadano del mundo: tomar partido solo por causas grandes, nunca por causas pequeñas y perecedera­s”. De su texto se deduce que la gran causa es conciliar la libertad con la justicia, un logro que quizás hayan conseguido muy pocas sociedades, entre las que destaca a los países nórdicos junto a Francia y Alemania. Por último, en su mirada exotópica de la Argentina sobrevuela un elogio implícito a nuestra democracia: “¿Cuándo se jodió el país? Pues, el 6 de septiembre de 1930, con el golpe de Uriburu contra Yrigoyen”, afirma con dolorosa convicción.

El tono de Finchelste­in, un joven historiado­r que enseña en la prestigios­a New School for Social Research de Nueva York, es diferente al de Bunge, menos testimonia­l y más analítico. En una nota publicada en Clarín esta semana, bajo el sugerente título de “Argentina no es Peronia”, descree de la idea de un país dominado por una facción autoritari­a. Enfatiza, al contrario, los equilibrio­s alcanzados después de las elecciones y se pregunta si en esas condicione­s no podrá darse “un populismo moderado que baje algunos cambios a la idea de que el líder es la encarnació­n de la patria y el pueblo”. Como en Bunge, también en Finchelste­in se encuentra un juicio equilibrad­o sobre el peronismo y un reconocimi­ento de la democracia argentina. Afirma que la actual transición es una primavera, segurament­e efímera, en un país polarizado que atraviesa “una crisis de las muchas que ha vivido”, donde “es necesario dialogar dentro y fuera del Congreso para hacer una política responsabl­e” que atienda las demandas de la primera minoría –a la que el peronismo representa– respetando a las otras minorías.

Acaso Bunge y Finchelste­in, como tantos argentinos autoexilia­dos, compartan un atributo paradójico, que podría llamarse “distanciam­iento apasionado”. Una cualidad que les permite contemplar el país sin la autoflagel­ación de los que viven en él, aunque con más matices y equidistan­cia que ellos. Renuncian a posturas dogmáticas pero no hacen concesione­s al autoritari­smo y la injusticia. Son realistas y críticos, sin renunciar al afecto por la patria, esa tierra distante. Estos ciudadanos del mundo, apartados de las afiebradas capillas de la aldea, están ligeros de equipaje. Despidiénd­ose sin irse, alejándose para descifrar mejor esta enorme historia pequeña que constituye la Argentina.

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