La errancia, una marca de las novelas de hoy
La Premio Nobel polaca Olga Tokarczuk es una de las representantes de la tendencia
Cuando recibió la noticia de que le habían otorgado el premio Nobel, la escritora polaca Olga Tokarczuk estaba en la ruta, en algún punto entre Berlín y Bielefeld. Tuvo que detenerse a un costado del camino y pedir que le repitieran la frase. Y cuando los periodistas empezaron a mandarle cientos de mensajes pidió por favor que la dejaran llegar a algún lugar –“un lugar estable”, dijo en inglés–, un hotel, un bar cualquiera donde darse algo de tiempo para reaccionar.
La escena parece salida de Los
errantes, la novela que la escritora publicó en polaco en 2007 y con la que ganó el Man Booker Prize en 2018, antes de que el Nobel premiara el conjunto de su obra. En este, su doceavo libro, Tokarczuk alterna reflexiones, impresiones recogidas en aeropuertos, aviones y trenes con relatos que van del siglo XVII a la actualidad. Se trata de una constelación de fragmentos –en palabras de la autora–, amalgamados por la voz narrativa de una mujer nómade, gozosamente incapaz, como ella misma dice, de echar raíces.
Mucho se ha dicho sobre la experiencia del flâneur, ese personaje del siglo XIX que apareció con la gran ciudad y que paseaba ajeno al ajetreo de la urbe. También del hombre perdido en la multitud, aquel que tenía al mismo tiempo la experiencia individual y colectiva y que pasó a formar parte de la masa anónima del siglo XX. Hoy, la idea romántica de perderse en una ciudad para conocerla mejor perdió peso. Bastaría con recurrir a aplicaciones como Waze o Google Maps para encontrar el camino. Hace rato que ir y venir es seguir la ruta marcada, no ya por la mano del cartógrafo sino por aparatos que barren la superficie de la Tierra convertida en un enorme panóptico. El mundo conectado, casi se diría posglobalizado –la globalización muestra en todos lados sus fisuras, sus puntos ciegos–, se recorre desde las alturas o frente a la pantalla de algún dispositivo. Experiencias como la de Werner Herzog, que en 1974 caminó desde Múnich a París y que plasmó en el libro Del caminar sobre
el hielo, resultan más anacrónicas hoy que en su momento, resabios de un mundo que se recorre a pie solo a modo de resistencia, a contramano de los tiempos actuales.
El impulso narrativo vinculado a la travesía, ese “salir a buscar historias”, el oficio del narrador viajero que el crítico Walter Benjamin reconocía como perdido después de la Primera Guerra Mundial, sigue vigente en la literatura del siglo XXI, pero reelaborado a su manera. Era aquello que llevaba al Ismael de Melville a embarcarse como una forma de escapar de la muerte, como única posibilidad de la existencia. Moby Dick, de hecho, está en el corazón de
Los errantes. En su novela, Tokarczuk replica el afán enciclopédico de Melville, esa necesidad de contarlo todo. Pero lo hace en relación a nuevas formas del viaje, a la hiperconectividad, a la idea de los espacios de anonimato que tan bien describe el