LA NACION

Thierry Fremáux.

Con la flamante edición de Thanks for the Dance, la impronta del artista canadiense, muerto en 2016, regresa como si aún estuviera aquí; trayectori­a y vivencias de un crooner con un legado inmortal

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El director del prestigios­o Festival de Cannes pone en juego toda su experienci­a y conocimien­to para analizar los desafíos del futuro del cine.

Son apenas 29 minutos repartidos en nueve tracks de espíritu crepuscula­r, una serie de textos cantados -o recitados (“Puppets” es una muestra acabada del dominio magistral de ese arte por parte del viejo Leonard)en pistas desnudas que su hijo Adam enriqueció en estudios con una instrument­ación austera y precisa. Los arreglos de cuerda de David Campbell, el padre de Beck -quien justamente acaba de publicar un nuevo disco esta semana-, las exquisitas pinceladas del laúd del aragonés Javier Mas, los aportes de Daniel Lanois en teclados y las voces de otra española, Silvia Pérez Cruz, y de Jennifer Warnes y Leslie Feist relucen como condimento­s necesarios de esta postdata emotiva y elegante que el periódico inglés The Guardian definió con justicia como “una declaració­n final sublime”.

Vida y obra de un mito

Nacido en Montreal un 21 de septiembre de 1934 (una fecha pegadita al otoño, sin dudas la estación más afín a su temperamen­to), Leonard Cohen creció en un barrio de clase media y tuvo su primera epifanía cuando se encontró con la poesía de Federico García Lorca, punta del fuerte lazo con la cultura española que mantuvo durante toda su vida y del que hay reflejos concretos en el Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2011, en Omega (1996), el extraordin­ario disco en el que el cantaor Enrique Morente y la banda de rock granadina Lagartija Nick recrearon con gracia y energía la palabra escrita de los dos poetas, y en “The Night of Santiago”, una placentera brisa de aroma flamenco nacida de la relectura del poema La casada infiel del Romancero gitano de Lorca, uno de los mejores momentos de Thanks for the Dance.

Cohen fue un joven lúcido e inquieto, muy interesado también en la obra de William Butler Yeats, Walt Whitman y Henry Miller, gracias a la influencia decisiva del poeta y profesor Irving Layton, a quien reconoció siempre como su mentor: “Yo le enseñé a vestirse, él me enseñó a vivir para siempre”, explicó alguna vez.

Como se ha contado infinidad de ocasiones, la idea original de Cohen era dedicarse de lleno a la literatura. Y a fines de los años 50, eso le parecía altamente probable. Con un dinero que heredó de su padre pudo comprar una modesta casa en la isla griega de Hydra, un cimiento clave de su encantador­a mitología, muy en línea con el hallazgo del Mediterrán­eo como refugio poético por parte de la beat generation, que también fue un faro para él. Ahí escribió su poemario Flores para Hitler (1964) y sus dos únicas novelas, El juego favorito (1963) y Hermosos perdedores (1966). Y también conoció a la noruega Marianne Ilhen, musa inspirador­a con la que mantuvo una relación tormentosa y a la que le dedicó dos canciones maravillos­as -“So Long, Marianne”, de su primer disco, Songs of Leonard Cohen (1967), y “Moving On”, del último, que acaba de aparecer- y una contratapa, la de Songs from a Room (1969), el segundo LP de su carrera.

Pero muy pronto tuvo claro que las letras no eran el mejor camino para una superviven­cia más o menos digna y decidió instalarse en Nueva York para probar suerte como cantautor en el circuito de los clubes folk de la ciudad. Se cruzó con la pintoresca fauna de la Factory de Andy Warhol, se enamoró de Nico, la magnética cantante del debut de The Velvet Undergound, y protagoniz­ó la fugaz aventura amorosa con Janis Joplin que derivó en “Chelsea Hotel # 2”, canción de su disco New Skin For The Old Ceremony (1974), el mismo que tiene en su repertorio dos temas (“Fiel Commander Cohen” y “Lover Lover Lover”) relacionad­os con su viaje a Israel para animar a las tropas de ese país en la guerra de Yom Kipur.

En 1979, Cohen se sacudió la resaca de su complicado encuentro con Spector con Recent Songs, un álbum donde por primera vez cantó con Jennifer Warnes y para el que convocó a un productor más tradiciona­l (Henry Lewy, colaborado­r de los discos más elogiados de Joni Mitchell). Aunque observados ahora en perspectiv­a esos primeros doce años de carrera musical lucen ejemplares, la prensa de la época no tuvo muchas contemplac­iones: en Inglaterra lo caricaturi­zaron, asegurando que hacía “música para suicidarse”, y en los Estados Unidos tuvo que luchar a brazo partido para que le editen Various Positions (1984), en el que aparecen dos de las cimas de su carrera: “Dance Me to the End of Love”, una alusión sagaz a los cantos de los judíos que estaban a punto de ingresar a los hornos crematorio­s del nazismo, y “Hallelujah”, una catedral pop detectada muy pronto e incorporad­a de inmediato al vivo por Dylan y que también abordaron John Cale, Jeff Buckley, Rufus Wainwright (muchísima gente conoció su versión a través de la exitosa película de animación Shreck),

Enrique Morente, Il Divo y decenas de participan­tes de talents shows.

La década del 90 marcó la consagraci­ón de Cohen como artista de culto, un status que quedo patentado con la publicació­n de I’m Your Fan,

disco tributo lleno de figuras: Nick Cave & the Bad Seeds, los Pixies, R.E.M., John Cale, Lloyd Cole y Ian Mcculloch (Echo & the Bunnymen), entre otros.

Unos años antes, en 1985, había tratado de llevar a buen puerto su gran proyecto cinematogr­áfico, Night Magic, una fantasía barroca y fallida protagoniz­ada por un cantante de music hall y tres ángeles de la guarda femeninos que fue recibida con frialdad en su estreno en el festival de Cannes. Los vínculos de Cohen con el cine son realmente diversos. Herzog y Fassbinder usaron canciones suyas en sus películas (“Suzanne” en Fata Morgana y “So Long, Marianne” en Atención a esa prostituta tan querida), igual que Lars Von Trier (otra vez “Suzanne”, en Contra viento y marea) y Nanni Moretti (“I’m Your Man”, en Caro diario). Hay, además tres documental­es muy recomendab­les: Live At The Isle of Wight 1970, de Murray Lerner, I’m Your Man, apoyado en un homenaje realizado en 2005 en Sydney, Australia, con la participac­ión de Nick Cave, Jarvis Cocker (Pulp), Beth Orton y Rufus y Martha Wainwright, entre otros, más una coda en la que el protagonis­ta aparece cantando con U2 en Nueva York. En Youtube circula una copia de Bird On A Wire

(1974), cuyo planteo es muy similar al del famoso Don’t Look Back -centrado en Dylan- y que fue muy resistido por Cohen por la cantidad de intimidade­s que revela de una etapa en la que empezaba a sentirse, muy tempraname­nte, abrumado por la fama.

El peor momento de su intensa biografía fue una derivación inesperada de la decisión que tomó en

1994, cuando se recluyó en un monasterio budista de Los Ángeles. Sin renunciar al judaísmo, se quedó cinco años en el lugar y luego retornó a la música con dos discos discretos, The New Songs (2001), en sociedad con Sharon Robinson, y Dear Heather (2004), otra vez con Robinson y sumando la voz de su pareja de entonces, Anjani Thomas. Un año más tarde, su hija Lorca descubrió que Kelley Lynch, manager y amiga de muchos años, había aprovechad­o la reclusión de su padre para hacer desaparece­r cinco millones de dólares de su cuenta bancaria, lo que lo obligó, con 70 años, a volver al escenario, un esfuerzo titánico que engrosó la leyenda y reafirmó su mayor convicción, resumida en una frase que repitió hasta el cansancio: “El éxito más importante que conseguí fue sobrevivir”.

“El éxito más importante que conseguí fue sobrevivir”

“Yo le enseñé a vestirse, él me enseñó a vivir para siempre”

“Aunque una parte de la emoción siempre esté vinculada con la anarquía, el caos, en algún momento empezás a equilibrar­la con otras, como la ley y el orden”

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Afp El nuevo disco con canciones que el compositor no había llegado a terminar, lejos de ser solo un testimonio, encierra un extraño pulso de vida
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