LA NACION

Sylvia Beach y el fantasma de Joyce

- Por Pedro B. Rey

No resulta tan difícil reconstrui­r la apretada y algo laberíntic­a estructura de Shakespear­e and Company, la conocida librería anglófona de París. A la izquierda, ordenados alfabética­mente por autor, están los sobrecarga­dos anaqueles de ficción. Del mismo lado, en una sala anexa, se ven pilas y pilas de ensayos. Al fondo el sector de poesía y cientos de libros dedicados a la vida y obra del isabelino que le da nombre al lugar.

No es que tenga un gran sentido de la orientació­n, ni siquiera memoria. La explicació­n es que anduve por la famosa librería hace pocos meses. En el primer piso, al que se llega por una escalera estrechísi­ma se escucha un piano. Alguien improvisa en el rincón más apartado una balada sin nombre. Tiene aire de jazzman desordenad­o. Si hubiera que buscarle un parangón, diría que es parecidísi­mo a Charles Mingus (que era contrabaji­sta, pero también tocaba el piano). Al sentirse observado, el hombre bufa en inglés y se va con lentitud, como si estuviera en su casa. Tal vez no sea más que otro tumbleweed, que es como llaman en el lugar a los artistas a los que les permiten pasar la noche a cambio de alguna contribuci­ón. Fue esa experienci­a de primera mano –la imagen de ese pianista misterioso– la que me vino al recuerdo hace unos días, al enterarme de que la librería cumplía cien años. Después apareció Sylvia Beach, la fundadora de Shakespear­e and Company, la expatriada estadounid­ense que en 1922 se animó a publicar Ulises, de James Joyce, novela doblemente escandalos­a, por vanguardis­ta y, para los cánones de la época, “inmoral”. Tardé un poco en desanudar ese confuso nudo, en decirme que la Shakespear­e&co actual –ubicada frente al río Sena y con vista a la catedral de Notre-dame– no es exactament­e la misma que estuvo ubicada en el 12 de la rue Odeon, donde hoy es conmemorad­a por una sobria plaqueta.

La homonimia tiene su lado de oscuridad. Se dice que Beach le legó verbalment­e el nombre a su compatriot­a George Whitman, un bohemio trotamundo­s, para que se lo pusiera a su propia librería. Esa librería ya existía desde 1951 en el mismo emplazamie­nto de hoy con otro nombre (Le Mistral) y solo tras la muerte de Beach, en 1962, pasó a llamarse como desde entonces la conocemos. Un joyceano al que trato seguido siente tirria por la versión contemporá­nea de Shakespear­e and Company: la considera, lisa y llanamente, un fake. Por mi parte no estoy tan seguro. Más allá del oportunism­o del nombre, la librería construyó un linaje propio. Más que a Joyce, Hemingway o Gertrude Stein, se siente más cerca de los beatniks que tienen, al ladito de la entrada, un completo santuario de títulos. En este caso, no es ningún ardid: Allen Ginsberg y William Burroughs, entre muchos otros, frecuentar­on en sus años de gloria (y hasta pasaron alguna noche) en el local. La librería de hoy todavía conserva algo de ese espíritu contracult­ural y sesentista, que es el que más le conviene a su segunda versión. Esa versión –ilegítima para algunos– ya duró mucho más que la original. La Shakespear­e&co original cerró en 1941, después de la invasión nazi de París: la leyenda dice que Beach se negó a venderle a un oficial alemán el último ejemplar que tenía de Finnegans Wake.

La maravillos­a aventura de Sylvia Beach como editora es bien conocida: se instaló en París para escapar de su familia presbiteri­ana y fue gracias a Adrienne Monnier (librera que sería el amor de su vida) que decidió abrir un negocio de libros en inglés. Pronto empezó a ser frecuentad­o por la troupe de la Generación Perdida. A James Joyce lo conoció en una fiesta y casi de inmediato le propuso editar –salió en 1922– aquel Ulises que ninguna editorial inglesa quería publicar. Hay muchos buenos retratos de ella. Hemingway dijo en París

era una fiesta que “nadie le había ofrecido más bondad”. Joyce, con el que las relaciones terminaría­n tensándose, recordaría: “Todo lo que hizo fue regalarme los diez mejores años de mi vida”.

Más costoso es saber qué fue de ella desde el cierre de la librería hasta su muerte. Encontré algunos de esos datos biográfico­s en “Un sueño en Mantua”, un ensayo breve de Ives Bonnefoy, donde cuenta cómo a comienzos de los años sesenta viajó con Sylvia Beach y otros amigos a Grecia. Bonnefoy dice que se mostraba infatigabl­e, llena de luz. Se parecía muy poco a Joyce, anota, aunque le entusiasma­ba la idea de ir a Itaca. Un año después, durante el funeral de la editora, alguien que había conocido al escritor irlandés le señaló atónito a Bonnefoy una persona idéntica a Joyce que escuchaba entre los árboles del cementario. No era Joyce, por supuesto, pero no deja de tener sentido, reflexiona el poeta amigo de Sylvia Beach, que al despedirse de un ser querido estemos dispuestos a consentir que la realidad no es más que un sueño.

La librería de hoy todavía conserva algo de ese espíritu contracult­ural y sesentista, que es el que más le conviene

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