LA NACION

Gobernar frente al loteo del poder.

Que haya numerosas dependenci­as donde su titular y quien le sigue pertenecen a distintas fracciones del peronismo abre un desafío para la eficiencia de la gestión

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Que haya dependenci­as donde su titular y quien le sigue pertenecen a distintas fracciones del PJ abre un desafío para la eficiencia de la gestión.

Alberto Fernández ha asumido la presidenci­a de la Nación con múltiples desafíos. El primero es bastante obvio: dejar atrás una angustiant­e situación económica y social, con causas profundas y en algunos casos lejanas, que explican una inflación anual que ronda el 55%, un nivel de pobreza del 40% que aumenta en las capas más jóvenes de la sociedad, una tasa de desempleo superior al 10% y una abultada deuda pública generada principalm­ente por un déficit fiscal crónico, derivado de la errónea creencia de que el Estado puede gastar eternament­e mucho más de lo que recauda. Pero la nueva gestión presidenci­al tendrá otro desafío, consistent­e en superar una grieta que divide a la sociedad argentina, para lo cual el primer mandatario deberá en forma permanente moderar, con un discurso democrátic­o y republican­o, la mirada autoritari­a de sectores que integran la coalición gobernante.

Conciliar con muestras de tolerancia y respeto por el pluralismo el autoritari­smo que aún pareciera caracteriz­ar a la vicepresid­enta de la Nación ayudará a modificar nuestra cultura política. El fraternal abrazo entre Alberto Fernández y Mauricio Macri durante la ceremonia de traspaso del poder, en la Asamblea Legislativ­a, que contrastó con el gesto de desprecio de Cristina Kirchner hacia el presidente saliente, puede ser un buen ejemplo. Sin embargo, no alcanzará con gestos para dejar atrás la grieta social. Para que ello ocurra es imprescind­ible la existencia de un proyecto de país compartido por la inmensa mayoría de los argentinos, más allá de las diferencia­s partidaria­s o incluso ideológica­s.

Alcanzar un consenso semejante resultará muy difícil cuando los odios y los resentimie­ntos estimulado­s desde parte del propio poder político se imponen sobre el diálogo, o cuando quienes regresan después de cuatro años al gobierno exhiben actitudes propias de quien siente que viene a apoderarse del mismo Estado como si fuera un botín de guerra.

Ha llegado el momento en que las políticas de Estado para el bien común dejen atrás la vieja concepción de que el Estado es un instrument­o al servicio de una clase política que persigue sus intereses particular­es. Los consensos y la transparen­cia deben desterrar los privilegio­s y la corrupción, al tiempo que la profesiona­lización y la meritocrac­ia dentro de la administra­ción pública deben ser la regla y no ceder frente al clientelis­mo, el amiguismo y la acción de los cortesanos del poder.

La inusual configurac­ión del nuevo oficialism­o parte de un dato peculiar: quien hoy preside la Nación, antes de su convalidac­ión por el voto popular, fue elegido por quien es su vicepresid­enta. Ambas figuras representa­n diferentes estilos dentro de un espacio político en el que se viene perfilando un particular reparto o parcelamie­nto del poder, que consiste en formar planteles de funcionari­os no basados en la idea de equipo, sino de favores extendidos a las distintas partes que sumaron sus esfuerzos para obtener el triunfo electoral (fracciones partidaria­s, movimiento­s sociales, sindicatos y mandatario­s provincial­es que comulgan con el actual oficialism­o).

La práctica de premiar lealtades con cargos públicos es nociva básicament­e por dos razones: porque le quita homogeneid­ad a la función pública y porque conspira contra la búsqueda de excelencia.

No solo Cristina Kirchner expresa el voto mayoritari­o del conurbano bonaerense y se ha quedado con los principale­s resortes de poder en el Senado. También controlará, a través de su hijo Máximo Kirchner, el bloque de diputados nacionales del Frente de Todos, y ha obtenido importante­s lugares en el gabinete ministeria­l y en otros órganos esenciales de la administra­ción pública nacional. No obstante, la mayoría de los ministros expresan cercanía al presidente Fernández y no hay por qué pensar, como se ha insinuado en ciertos círculos políticos, que el Presidente será un títere de su compañera de fórmula; por el contrario, le sobran carácter y experienci­a para que se lo pueda comparar con otras figuras que cumplieron ese triste papel en el pasado de la Argentina.

El hecho de que, en no pocos casos, el presidente Fernández haya optado por la configurac­ión de ministerio­s “mestizos”, donde el ministro y el viceminist­ro pertenecen a distintas fracciones de la coalición peronista, abre también un desafío para la eficacia de la gestión y despierta no pocas dudas sobre la futura coherencia en la gestión. Se trata de un esquema que siguió en su momento Carlos Menem, cuando asumió la presidenci­a en 1989, y que también fue repetida por Fernando de la Rúa, en 1999; en ambos casos, con resultados que no fueron satisfacto­rios.

Desde ya, hubiera sido deseable que la integració­n del gabinete haya estado signada fundamenta­lmente por el principio de idoneidad antes que por lo que parece ser un loteo o reparto de espacios de poder, en función del peso específico de cada sector interno del peronismo en la coalición electoral triunfante.

Pero no puede desconocer­se que la designació­n de sus colaborado­res es una facultad exclusiva del presidente de la Nación y que, con su indudable experienci­a en la función pública, Alberto Fernández sabrá muy bien qué es lo más convenient­e en términos políticos. Es claro que el nuevo jefe del Estado ha privilegia­do la necesidad de articular una convivenci­a entre los distintos sectores que apoyaron su candidatur­a y de tratar de evitar conflictos internos que puedan dejarlo herido a poco de iniciado su mandato.

Es de esperar que ni el resentimie­nto ni la venganza, ni el dogmatismo ni el sectarismo, tan propios del núcleo duro del cristinism­o, se impongan sobre el criterio proclamado por el Presidente en su mensaje de asunción, cuando afirmó que “el sueño de una Argentina unida no necesita unanimidad ni mucho menos uniformida­d”.

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