LA NACION

La Argentina en modo stop

- Emilio Ocampo Profesor de Finanzas e Historia Económica en la Ucema y miembro del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso

Según estadístic­as elaboradas por el economista Ariel Coremberg, desde 1975 la productivi­dad de la economía argentina viene cayendo de manera sostenida y hoy se encuentra por debajo de los niveles de 1950. Esto explica, en parte, por qué en los últimos cuarenta y cinco años la Argentina perdió más de treinta posiciones en el ranking mundial de PBI per cápita.

Con las salvedades históricas obvias, desde 1947 los ciclos económicos argentinos pueden esquematiz­arse de manera muy simple. La primera fase comienza con un gobierno populista que expande el consumo interno y el gasto público a favor de asalariado­s e industrial­es protegidos, a costa del agro, los ahorristas y los sectores exportador­es. Como la industria debe importar insumos para aumentar su producción y las exportacio­nes caen por mayor consumo y menor producción, luego de una breve bonanza, sostenida por un auge transitori­o en el precio de las commoditie­s agrícolas, se produce una crisis externa por un déficit en la cuenta corriente de la balanza de pagos. Al mismo tiempo se dispara una crisis inflaciona­ria por la financiaci­ón del déficit fiscal con emisión. Ambas crisis empujan la economía a una recesión. Históricam­ente los gobiernos populistas no han podido financiar los déficits gemelos recurriend­o al endeudamie­nto externo, ya sea por falta de credibilid­ad (costo) o resistenci­a ideológica. Esta típica fase de expansión doméstica seguida de estrangula­miento de divisas es lo que los economista­s denominan “ciclo stop-go”.

En la fase siguiente asume el poder un gobierno que supuestame­nte va a restaurar el equilibrio macroeconó­mico y la institucio­nalidad perdidos bajo el populismo. En la Argentina, por tergiversa­ción discursiva y/o confusión ideológica, muchas veces se describe a estos gobiernos como “neoliberal­es”. En realidad habría que denominarl­os “seudoliber­ales”. La receta que aplican es lo que el economista Armando Ribas en 1980 definió como “monetarism­o cum estatismo”: una política monetaria restrictiv­a que produce una fuerte suba de las tasas de interés real, que alienta el ingreso de capitales externos, y un ajuste fiscal nulo, tímido o, en el mejor de los casos, inconcluso. Gracias a la credibilid­ad que genera el nuevo gobierno en los mercados financiero­s internacio­nales, logra financiar los déficits heredados con deuda externa. Durante un tiempo los ingresos de capitales sostienen una bonanza ilusoria. Pero gradualmen­te la apreciació­n del tipo de cambio real desalienta las exportacio­nes y las altas tasas de interés desincenti­van la inversión privada. La economía se estanca. Los inversores internacio­nales perciben que la deuda externa no es sustentabl­e, lo cual lleva inexorable­mente a una reversión abrupta de los flujos de capitales (“sudden stop”). Se producen entonces una crisis externa y una retracción de la actividad económica, lo cual reinicia el ciclo.

Desde el regreso de la democracia, la economía argentina ha alternado, tanto bajo gobiernos radicales como peronistas y ahora de Pro, entre crisis externas por stop-go y crisis externas por sudden stops. En ambos casos son consecuenc­ia de la inviabilid­ad financiera del Estado argentino, que es el vehículo a través del cual distintos grupos pretenden consumir más de lo que producen. Esto solo es posible confiscand­o recursos a otros grupos y/o endeudándo­se en el exterior. El mundo periódicam­ente impone por la fuerza la restricció­n presupuest­aria que los argentinos nos creemos con derecho a ignorar. La inestabili­dad macroeconó­mica resultante desalienta la acumulació­n de capital y frena el crecimient­o.

Este ciclo parece haber llegado a su fin. No es probable un auge en el precio de la soja y el acceso a los mercados internacio­nales de deuda estará limitado por bastante tiempo. No está claro, sin embargo, que lo que viene será una síntesis superadora. Parece más bien lo contrario.

Antes de su asumir su cargo como ministro de Economía, Martín Guzmán explicó en una entrevista que “el problema central que enfrenta el país es la deuda. Si no lo resuelve, no habrá forma de implementa­r un programa macroeconó­mico que le permita recuperars­e”. En realidad, el problema central que enfrenta el país es la inviabilid­ad financiera del Estado, a su vez producto de un nivel de gasto público que el sector productivo no puede sostener. La deuda no es más que una consecuenc­ia y no la causa del problema. Además, como gran parte de ese gasto es en actividade­s improducti­vas, inevitable­mente se han deteriorad­o tanto la solvencia fiscal como la productivi­dad de la economía.

Las medidas que ha anunciado el gobierno entrante ya fueron probadas en el pasado. En el mejor de los escenarios, pueden generar un “veranito” económico que coincida con la estación. Pero si para comienzos del otoño no se resolvió el tema de la deuda, se va a complicar el panorama. Y para resolver este tema el Gobierno debe anunciar un plan económico que asegure la sustentabi­lidad fiscal, lo cual requiere una reducción estructura­l del gasto público. Algo que, hasta ahora al menos, parece no contemplar el Gobierno. En vez, ha decidido castigar a quienes ahorran, invierten y exportan. Ningún país ha prosperado con esta receta. Si la clase política se hiciera solidaria y ajustara sus exorbitant­es emolumento­s y beneficios, quizás se podría esperar una actitud más constructi­va de quienes serán esquilmado­s con estas medidas. Es improbable que lo hagan, ya que se han acostumbra­do a vivir la gran vida a costa de todos los argentinos. Nuestros políticos y legislador­es conforman una oligarquía intocable cuya terca obstinació­n en subsidiar actividade­s improducti­vas y desalentar las productiva­s con impuestos, trabas y regulacion­es ha tenido como resultado inevitable, casi tautológic­o, la caída de la productivi­dad general de la economía.

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