LA NACION

Chet Baker Música e imagen del ángel de la voz triste

El trompetist­a del cool jazz, que hubiera cumplido 90 años el lunes pasado, marcó con su estilo mucho de lo que vino después

- Texto Nicolás Pichersky

Su media sonrisa, la piel que parecía tallada en alabastro, sus ojos avellanado­s y una pequeña voz áurea. Estas caracterís­ticas hicieron de Chet Baker un singular músico de jazz, muy popular. Trompetist­a primero y luego, y sobre todo, cantante, hubiera cumplido 90 años el lunes pasado.

Fue uno de los artistas pop más importante­s de la segunda mitad del siglo XX. La definición suena extraña, más cuando la cultura del rock ha impuesto esa forzada y aburrida antinomia de “pop vs. rock” (el primero, dicen, sería más suave, más visual, más sintético; el segundo, más directo, más sensorial, más auténtico). Pero pop, al fin y al cabo, es la apócope de popular, y en la tradición de la música norteameri­cana también fueron estrellas pop Ella Fitzgerald o Frank Sinatra, que sobrepasar­on el jazz al convertirs­e en artistas masivos. Y si bien la figura de Baker parece lejos del pop de artistas contemporá­neos que reconocemo­s por su imaginería visual, como Lady Gaga o Katy Perry, sería imposible diferencia­r su música de su imagen.

Chet era una “oakie”, un joven pobre de Oklahoma, una de las zonas más castigadas durante la Gran Depresión. Autodidact­a, aprendió en bandas militares y breves estadías en escuelas de música (en ninguna duró más de un año y medio), y se convirtió en un exponente del jazz de la Costa Oeste y su cool jazz de los 50. De estilo intimista, su look de estrella de cine (Hollywood le hizo varias ofertas, pero él prefirió seguir su carrera musical) remitía a la belleza de algunos héroes beatnik y a la rebeldía del momento (Jack Kerouac, James Dean). Su fisonomía transmitía “ese viejo sentimient­o” (como se titula uno de los standards de jazz que más interpretó) que aún persiste al verlo: el del hipnotismo ante su belleza. Como trompetist­a y cantante, Baker desarrolló un estilo acorde a su aspecto físico: bello, ambiguo, vulnerable, provocador y sensual.

Sus fotos, pero sobre todo las tapas de sus discos, ayudan a entender la carrera de alguien cuya voz fue tan discutida como adelantada a su tiempo. La voz susurrada, clara, confesiona­l y sin vibrato de João Gilberto no hubiese existido sin la influencia de Chet. Desde sus primeros discos propios (luego de sus colaboraci­ones junto otro de los héroes del cool

jazz, su amigo y rival Gerry Mulligan), puede apreciarse su fotogenia. En Chet Baker & Strings, Chet Baker Sings y Chet Baker Sings and Plays ya se aprecian un pathos conmovedor que se detiene en pocas canciones para reinterpre­tarlas una y otra vez hasta llegar a la perfección (uno de los mayores estilistas y perfeccion­istas del tango, Horacio Salgán, también elegiría, a miles de kilómetros de distancia, un puñado de tangos para hacerlos suyos durante décadas hasta llegar al refinamien­to total).

Chet Baker canta como si no le costara esfuerzo. Su estilo vocal, que concilia a un tiempo descaro y pudor, nos enfrenta a nuestros sentimient­os más profundos. Su voz arrullador­a innovó con canciones de cuna para adultos (solos, enamorados o acompañado­s). Los tres discos inaugurale­s podrían componer una suerte de “Fragmentos del discurso amoroso” del swing. Si la comparació­n con Roland Barthes suena excesiva, pruebe el lector unir los títulos de las canciones de estos álbumes: “No sabés lo que es el amor”, “Pero no para mí”, “Me llevo muy bien con vos”, “Nunca habrá nadie como vos”, “Perdámonos”, “Te recuerdo”, “Alguien que me cuide”, “Solo amigos”, y por supuesto “My Funny Valentine”, su himno personal y su mayor éxito, que grabó casi 40 veces a lo largo de su carrera. Y que habla de las imperfecci­ones del amado/a que, por supuesto, el amante advierte, aunque le importan muy poco: “Tu figura no es muy griega que digamos/ tu boca es demasiado pequeña/ y cuando la abrís me pregunto si sos inteligent­e”. (¿Habrán pensado Antônio Carlos Jobim y Newton Mendonça en esta canción cuando compusiero­n “Desafinado”, célebre en la versión de João Gilberto, que narra las burlas que recibe un enamorado con pocas aptitudes para el canto?).

Este no es un laboratori­o de escenas como el experiment­o barthesian­o, compuesto por las lecturas de Goethe, Freud, o Proust. Es, pues, la figura de cantante y trompetist­a enamorado la que canta y (nos) dice las verdades o ilusiones de Richard Rodgers, Lorenz Hart, Cole Porter, George Gerswhin y todos los creadores del cancionero norteameri­cano. Después de todo, Marc Danval, periodista especializ­ado en jazz, dijo de la música de Baker que era “uno de los lamentos más hermosos del siglo XX” y lo comparó con Baudelaire, Rilke y Poe.

En las tapas de estos discos, en su mayoría tomas del mayor fotógrafo de jazz de la época, William Claxton, la relación de la belleza de Chet con la subjetivid­ad estética de su tiempo es palpable. Pero es en los discos póstumos como Embraceabl­e You, y las antologías My Funny Valentine, The Best of Chet Baker Sings o The Pacific Jazz Years donde ocurre algo casi anticipato­rio: la culminació­n fotogénica de su cuerpo y de su cara (el torso desnudo en muchos casos, su expresión facial triste y “blue”, el mechón de pelo perfectame­nte desaliñado) prefigura un erotismo publicitar­io que marca la moda y el canon de belleza masculina hasta nuestros días. No es casual que la única película biográfica sobre Chet, la extraordin­aria Let’s Get Lost, de 1988, haya sido producida y dirigida por el fotógrafo de modas Bruce Weber, conocido por sus campañas masculinas de Calvin Klein, Ralph Lauren y Gianni Versace. En las fotos del músico en blanco y negro junto a su novia de ese momento, Halema Alli, se refleja lo que el escritor Mark Strand escribió sobre la pintura Aves

nocturnas de Edward Hopper: “La soledad del viaje, junto con nuestro sentimient­o de pérdida y de pasajera ausencia, se harán inevitable­mente presentes”.

El viaje por la música que Baker comenzó en los años 50 coincide con una huida hacia la drogadicci­ón (de la que nunca escapó, hasta su misteriosa muerte). Pasó un año y medio en una cárcel de Italia (país en el que por su belleza lo apodaron “l’angelo”) e incluso en prisión seguía firmando autógrafos. Aunque más errático, en las siguientes décadas no dejó de hacer discos maravillos­os, como Baby Breeze, de 1964, donde interpreta “Born to be blue” y hace una agónica versión de “A taste of honey”, famosa también en la versión de los Beatles.

Con el tiempo, en un mundo que cada vez se aceleraba más, Chet fue alcanzando un nirvana musical y personal de frases más cortas en su trompeta y una voz aún más susurrada. Al mismo tiempo, menguaron sus escándalos con la prensa. Tal vez estuviera empezando a despedirse. Tal vez, habiendo visto sus propios demonios o los del contorno de un american dream al que nunca accedió del todo, se negase a emitir notas o palabras de más.

En el relato de John Cheever “El gusano en la manzana”, el narrador, al describir una familia brillante y feliz y notar que su hogar estaba repleto de enormes ventanales, se pregunta con perspicaci­a: “¿Quién, excepto alguien con tal complejo de culpabilid­ad, querría que entrase tanta luz en su casa?”

¿Qué mundo despojado de ternura escondería Chet Baker para contar y cantar algunas de las canciones más dulces, radiantes y tiernas de las últimas décadas? En su biografía La

larga noche de Chet Baker, James Gavin escribe: “Tocaba standards como caricias, como si cada nota se estuviese despidiend­o del mundo cuando él cantaba o pulsaba la trompeta. Si juntamos todas las canciones que interpreta­ba Chet, se forma una guía onírica del corazón”.

Tal vez nunca una voz masculina haya inspirado tanta cercanía. Y es probable que sin su estilo e influencia el mundo no disfrutarí­a hoy de artistas como Caetano Veloso, Harry Connick Jr., Enrico Rava o Chris Isaak. Su sombra parece acompañar hasta al atormentad­o y joven protagonis­ta de la última película de Woody Allen, Un día lluvioso en Nueva

York, que no deja de cantar uno de los favoritos de Chet, el standard “Everything happens to me”.

A los 58 años, Baker cayó del tercer piso de un hotel con ventanas que no se abrían más de 30 cm. Nunca pudo esclarecer­se esa muerte. Ocurrió en Ámsterdam, la ciudad repleta de ventanas luminosas y abiertas que acaso no escondiera­n nada.

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Archivo Baker con su querido instrument­o, en una imagen de 1983

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