LA NACION

Javier Cercas. “Hoy no basta con contar la verdad, hay que destruir las mentiras”

El escritor español afirma que, en la era de las fake news, “los periodista­s son más necesarios que nunca” por su capacidad para interpreta­r la catarata de informació­n que circula en las redes

- Texto Laura Ventura | Foto Diego Spivacow/afv

Javier Cercas es un detective. Les pisa los talones a muchas criaturas –reales o ficticias– y, según su intención, las invita a tomar un café o las espía en su descenso a los infiernos. Algunos son héroes, otros son monstruos. Su estilo combina la autoficció­n y la narración sobre la aventura de escribir (o de investigar) a través de novelas donde desenmasca­ra farsantes (El impostor) y saca de la oscuridad a personajes anónimos de la historia que merecen ser recordados (El monarca de las sombras y Soldados de Salamina). La justicia, con sus matices, y precisamen­te aquella que no se dirime en tribunales, juega una partida en cada párrafo. El autor español regresó este año con una obra que desanda ese sendero. Se trata de Terra

Alta, un policial por el que obtuvo el Premio Planeta, y con el que abandona la primera persona de sus novelas anteriores, una voz tan noble, tan precisa, tan concentrad­a en su afán por comprender las entrañas del ser humano. Terra Alta es una furiosa novela sobre el odio. Melchor Marín es un policía que oculta un pasado oscuro pero también heroico, que investiga una tragedia personal y también el crimen de dos ancianos ocurrido en una fastuosa masía catalana en la aldea que da nombre a la novela. Las vísceras de las víctimas salpican la sala de estar donde aparecen sus cuerpos, mientras las fibras más íntimas de un autor que elige la tercera persona se cuelan por los renglones de una trama tejida con el terrorismo islámico, el independen­tismo y el Opus Dei. Melchor es adicto a Los miserables, el clásico de Victor Hugo, y devoto de Javert, el controvert­ido agente que en esa novela persigue a Jean Valjean. Melchor, como Javert, como Cercas, es un detective.

¿Cuándo fue la primera vez que leyó Los miserables?

JC Creo que tendría 18 o 19 años y naturalmen­te fui absorbido, casi aplastado, por la potencia del libro. Pero no produjo en mí el mismo efecto que en Melchor, cosa que es prácticame­nte imposible. Hay novelas de esa época que creo son más importante­s, como

Madame Bovary o Moby Dick.

Lo que llama la atención de Los

miserables es su potencia brutal, desmesurad­a, abrumadora. Es también una novela muy ajena a nuestro gusto actual. La opinión de Melchor no es literaria, es vital, visceral. Melchor no lee solo con la cabeza, lee con el corazón, con las tripas. Para escribir esta novela tuve que aprenderme Los

miserables prácticame­nte de memoria.

¿De memoria?

JC Prácticame­nte sí, de memoria, porque Melchor se la sabe de memoria. No es posible memorizar 2000 páginas, pero casi lo hago.

Hay quizás un cierto arco que va desde Soldados de Salamina hasta Terra Alta –no contaremos los detalles– con respecto a aquello que hace un hombre cuando se encuentra frente a una presa: ¿la salva? ¿La aprisiona?

JC No lo había pensado. Qué bueno, qué curioso…

Quiero decir, se pone de manifiesto el poder que tiene un hombre de cambiar el destino de otro. O, mejor dicho, de no dañarlo.

Miralles [el héroe de Soldados de JC Salamina] es pariente de Melchor Marín [protagonis­ta de Terra Alta], ambos se escriben con la letra eme. Están hechos de la misma pasta, de la pasta de los héroes. Pero para Miralles haber salvado la vida de ese hombre no es ningún problema, hasta que sesenta años después viene un periodista a preguntarl­e si ha sido él. Melchor se siente cercano a Javert, quien, cuando tiene delante a Jean Valjean, en lugar de detenerlo, se suicida. Es brutal. Pone en duda sus fundamento­s: ¿cómo es posible que salve la vida de quien cree culpable? Hay otro personaje que empieza con la letra eme, Marco [Enric Marco, de El impostor]. JC ¡Joder, todos se llaman con eme! Marco es lo contrario, no es de la pasta de Melchor Marín ni de Miralles. Hay algo que está en los libros que he escrito: la virtud es secreta o no es. Cuando la virtud se hace pública, deja de ser virtud. Nadie sabe lo que ha hecho Miralles, nadie sabe eso que sabe el narrador: que Miralles es un héroe. Melchor también es un héroe y se esconde, como el “héroe de Cambrils” [el policía de Tarragona que logró abatir a cuatro terrorista­s en 2017]; nunca menciona eso y cuando alguien lo hace, cambia de conversaci­ón. En cambio, Marco no hacía más que hablar de su propio heroísmo. Cuando la virtud se hace púbica, cuando algo bueno se hace público, se pudre, como los vampiros.

¿Tiene algún héroe?

Qué pregunta tan difícil. Sí, hay JC gente que es capaz de hacer cosas que admiro.

¿En el campo del arte o de la historia?

Desde el punto de vista literario, JC muchos. Lo de Jorge Luis Borges es excepciona­l. Mi admiración por él no tiene límites. Lo leo desde que tengo 15 años y siempre me ha parecido extraordin­ario. Borges nunca se te cae de las manos; él hablaba precisamen­te del heroísmo. Y desde el punto de vista personal, no sé… Sí hay un hombre que admiro profundame­nte, pero ¿quién no admira a Nelson Mandela?

Entre los hechos que se asocian con Mandela están la cárcel, la privación de la libertad. ¿Ha estado alguna vez en una prisión?

Sí, he visitado bastantes cárceles. JC Primero he ido para documentar­me, y luego he ido porque me lo han pedido. Me interesa la gente que hay allí, y me parece que es útil acudir cuando me llaman.

Como Ventosa, un personaje que aparece en Terra Alta, un autor que asiste a un encuentro con presos.

La escena carcelaria de esta novela JC está inspirada en mis experienci­as personales. Mis libros se han leído en cárceles. El impostor se leyó en italiano, en la cárcel de Roma. Haría que fuese obligatori­o para los chicos visitar alguna cárcel. La salud de un país se mide por sus cárceles y por sus escuelas.

Borges, uno de sus héroes, era profesor. Usted lo fue. ¿Extraña enseñar?

A mis colegas les digo que sí, pero JC no es verdad. Nunca fui un profesor que de vez en cuando escribía novelas. Siempre fui un novelista que se ganaba la vida como profesor. Dicen que no era mal profesor; hacía lo que podía.

En La verdad de Agamenón escribe que los escritores de éxito a veces se ponen en ridículo, por la cantidad de entrevista­s y eventos en los que tienen que participar.

JC Me río de mí mismo cuando doy entrevista­s. Creo que lo mejor que podemos hacer por un libro es no dar entrevista­s, porque nosotros mismos nos banalizamo­s. Lo mejor que tengo que decir sobre cualquier cosa está en mis libros. Es más, el mejor Javier Cerca no es el que ahora está hablando contigo; es el que está en los libros. Esto lo dijo Proust hace mucho tiempo y para siempre. El otro es una persona social, más o menos interesant­e, simpática. Un impostor.

Su estilo ha sido estudiado en congresos, en la universida­d: una primera persona muy nítida, una combinació­n de diversos géneros. ¿Qué es lo que cambia al escribir en tercera persona, como lo ha hecho en

Terra Alta? ¿Por qué ha elegido esta voz?

JC Este cambio de persona ha sido crucial. Hasta Soldados de Salamina, todos mis libros habían estado escritos en primera persona. Por eso cuando terminé de escribir El

monarca de las sombras tuve la impresión de que aquello era el final de un camino. Tuve esa certeza: sentí que si continuaba así podría correr el peor riesgo de un autor, que es el de repetirse. Mis novelas anteriores se caracteriz­aban por la falta de respeto con algunas normas del género. En cambio, aquí he respetado normas y he utilizado una tercera persona muy distante, muy fría. Paradójica­mente, eso me ha permitido decir cosas que antes no había podido decir; me ha permitido escribir de una manera mucho más visceral, sacar cosas de dentro que me importaba mucho sacar: furia, odio. Necesitaba un cambio para decir cosas nuevas. El motor de este libro es el odio.

Es un narrador en tercera persona, como el narrador de la novela decimonóni­ca que tanto le gusta a Melchor.

Pero también es un narrador JC posmoderno, se parece más al de

Madame Bovary que al de Los miserables, que es muy intervenci­onista, que se mete con mucho desparpajo en el relato. El narrador de Terra Alta es, en cierto modo, kafkiano.

Quizá sea mi impresión a partir de la lectura de sus libros, pero ¿puede ser que con la terapia y el psicoanáli­sis no se lleve bien?

El psicoanáli­sis y la literatura JC tienen puntos en común. Ambos son géneros narrativos donde te cuentas a ti mismo. Hay un cliché que dice que la literatura es terapéutic­a. Los clichés lo son no porque contengan falsedades, sino porque al menos contienen una parte de verdad. Que la literatura es terapéutic­a es una evidencia, y yo lo sé. Si no fuera escritor, sería mucho más peligroso de lo que soy. Tan peligroso que creo que el Estado del Bienestar debería pagarme por escribir, porque si no escribiera, sería un oligofréni­co peligroso. Entonces, el mismo poder que tiene la literatura lo tiene también la palabra en el psicoanáli­sis. En un momento de mi vida, hice terapia y me sirvió. Hoy, no.

Hay heridas que buscan sanarse en terapia y hay otras, más amplias, sobre las que se vuelve. Me refiero a la Guerra Civil Española.

El pasado nunca acaba de pasar. JC Porque el pasado del que hay memoria y del que hay testigos, no es pasado, es solo una dimensión del presente sin la cual el presente está mutilado. Estamos acostumbra­dos a pensar estúpidame­nte que el presente es solo hoy. Es mentira. La Guerra Civil no es el pasado, es el principio del presente. No transcurri­ó, como dicen los libros de historia, de 1936 a 1939. Eso es falso. Acabó en 1975, cuando muere Franco. O en 1978, con la Constituci­ón, o con el Golpe de Estado de 1981. La dictadura no fue el fin de la guerra, fue la prolongaci­ón de la guerra. Qué hacemos con el pasado es una pregunta que recorro en mis libros.

¿Y qué hacemos con esa herencia?

JC Yo lo tengo muy claro. En primer lugar: hay que conocer el pasado en toda su complejida­d. Eso es muy difícil, porque tendemos a edulcorar y a inventarno­s un pasado alternativ­o, más agradable y menos conflictiv­o. En segundo lugar, y no menos importante, hay que comprender, lo que no significa justificar. Significa darse los instrument­os para no cometer los mismos errores.

Una comprensió­n que aplicó a la historia de Enric Marco, en

El impostor, quien se hizo pasar durante décadas como sobrevivie­nte de un campo de concentrac­ión.

Así es. Esto les ocurre a las personas JC y a los países. Si no se conoce y comprende una herencia, esta lo gobierna a uno. De modo que se repiten errores ya cometidos. Es lo que nos está ocurriendo ahora en Occidente; estamos incurriend­o en los mismos errores que se cometieron en los años 30 porque hemos olvidado que ocurrió, porque lo hemos conocido de una manera superficia­l, porque lo hemos edulcorado. O porque no hemos querido entenderlo.

Usted ha ejercido como periodista, hace investigac­iones para sus libros. ¿Cómo se vive en este mundo de fake news?

JC Tenemos la impresión de que hoy se cuentan más mentiras que nunca. Pero no es verdad. Es falso. Lo que ocurre es que la mentira tiene mayor poder de difusión que nunca. Sabemos desde el Evangelio que la verdad hace a los hombres libres, y que la mentira solo fabrica esclavos. Hoy ya no basta con contar la verdad, hay que destruir las mentiras, sobre todo las grandes mentiras escritas como grandes verdades. El poder abrumador de la mentira lo estamos viviendo a diario: en Cataluña lo vivimos en 2017 de manera palpable; y están el Brexit, la llegada de Donald Trump al poder. Todo esto demuestra que las mentiras son letales. El periodismo tradiciona­l tenía filtros, pero las redes no. Son el campo perfecto para las mentiras. Por eso los periodista­s son más necesarios que nunca.

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